CONTRATAPA

Cafú

 Por Rafael A. Bielsa

–¿Así que los hombres no deben vivir más de veinticinco años?
El que así habla es Guillermo Carreras, amigo de mi padre. Es el año 1969, en Dique Los Molinos, provincia de Córdoba, un albergue del Automóvil Club administrado por una pareja de alemanes que tienen cinco hijas bellísimas, algunas mayores y otras menores que yo. Voy a cumplir los dieciséis, y la que me gusta se llama Karen. Escondidos entre setos, a pasos del agua apocada, yo le había dicho a Karen que un hombre no debía vivir más de veinticinco años. ¿Cómo diablos se habría enterado Cafú?
Le decíamos Cafú porque no podía pronunciar la “erre”. Decía: “Me llamo Guillermo ‘Caferas’”, y de allí el apodo. Era la clase de tipo que causaba risa en un imbécil y curiosidad en quienes perseguíamos prematuramente lo que estaba por debajo de lo que se dejaba ver. Peronista en una familia tradicional de Rosario que había esperado la “Libertadora” con avidez de sediento, era amigo y se carteaba con John William Cooke, y había viajado con él a Cuba para ver a Castro, y a Venezuela, Panamá y República Dominicana para hablar con el General Perón, en años en los que viajar a Panamá o al Caribe era una rareza. El nunca hacía comentarios, aunque una vez le oí mencionar “Ciudad Trujillo”, con el tono de quien se refiere a su inminente linchamiento. Mi padre tiene esas cosas: él también –a su modo inerte– esperó a la “Libertadora”, pero antes que la política estaban los amigos.
Escribo estas palabras en Santo Domingo, ex “Ciudad Trujillo”, mirando el mar brillante verde absenta, azul ácido más adentro, mientras los “tigueritos”, los pibes de la calle, corren por el malecón George Washington. A unos pocos pasos está el palacio gubernamental, bajo cuya puerta trasera pasó mi amigo Andrés Lora, antes de ser torturado por los “calié”, la policía paralela del régimen, cuando todavía no lo habían condenado a treinta años de cárcel, cuando aún no compartía la celda con el marido de la mayor de las hermanas Mirabal, Patria Mercedes, una de “las mariposas”, en aquellos años en los que Perón paseaba por la calle Máximo Gómez hasta el malecón, y los opositores a Trujillo se morían antes de los veinticinco años.
Diez años después, Karen me tomaba de la mano, pero sólo cuando estaba oscuro y nadie podía vernos. Era una mujer hecha y turbiamente curva, y yo un mequetrefe que le hablaba de la muerte ante sus ojos irrefutables, que brillaban en la noche fríos como escamas. Yo la amaba apremiado por su belleza, y elegía el tema acaso por un exceso de literatura romántica, por lo lejanos que están los dieciséis de los veinticinco, por los genes suicidas de mis mayores, o por una oscura y certera corazonada, algo que veía en sucesivos fragmentos secos, como pedradas. Faltaban tres o cuatro años para que la sentencia se transformara en una modalidad de la regla.
Cafú tenía un hermano, Jorge, que había quedado hemipléjico a los veinticinco años, como consecuencia de una cabriola desafortunada en la playa. Era inventor, y una vez lo visité en la casa familiar de la calle Rioja. Estaba sentado contra un tabique de almohadones en mitad de una cama gigantesca, con los largos cabellos renegridos peinados para atrás, enalteciendo una bella cara de mártir, y una expresión que jamás olvidé, de ecuanimidad al final de una indecible desesperación.
Me mostró un prototipo de lo que con los años serían los vidrios polarizados. Sólo que la pericia del tiempo inagotable de un postrado había mejorado lo que vendría: se trataba de dos cristales contiguos enmarcados por un rectángulo de cobre, y un grifo diminuto inundaba el espacio ínfimo que había entre ambos con una tinta traslúcida, para luego absorberla con una pequeña bomba de succión que los dejaba como al principio.
–Decime una cosa, “Fafael”, ¿por qué los hombres nos tendríamos que morir antes de los veinticinco años?
En el verano del ’69, Guillermo Carreras, Cafú, me repite las palabras furtivas que le dije a Karen. Lo primero que vi en sus ojos fue júbilo y triunfo, una transacción de la que había salido ganancioso. Enseguida supe que Karen se lo había contado en una situación que yo no estaba en condiciones de representar, pero que sabía que ellos habían disfrutado. Y enseguida, como una iluminación, que ambos se traían algo entre manos, y que ese algo me excluía por completo. Es terrible querer irse, y no acertar con ese sitio donde es mejor estar que allí, pero eso fue lo que sentí.
Aquel verano terminó pronto. Yo cumplí los dieciséis años y Cafú siguió siendo parte del paisaje paterno. Hasta que por fin llegó el momento en que pasó a ser frecuente morir antes de los veinticinco años.
Caminando por el palacio gubernamental, con su estilo neoclásico de síntesis local, pienso en los sótanos donde ubicaban el “trono” en el que sentaron a mi amigo Andrés Lora, mientras subían el volumen de las radios por las que se escuchaba “Ciao, ciao bambina”: asiento de jeep, barras eléctricas, mangueras, cadenas con mangos de madera para estrangular al prisionero mientras recibía las descargas.
Cafú habrá caminado por los alrededores, cuando viajaba a visitar al General, mientras faltaban unos años para que yo aprendiera los rudimentos de los celos y la duplicidad, y para que él constatara que a muchos de los nuestros les iba a tocar morir antes de cumplir los veinticinco años, en sótanos calcados de los de “Ciudad Trujillo”.

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