CONTRATAPA

Distribuir es crecer

 Por José Pablo Feinmann

No hay que mirar a la economía desde la economía. Cuando uno se sumerge en la economía se enceguece, no sale de ahí. Ignoro si muchos economistas se hallarán dispuestos a admitirlo (hay muchos que sí) pero cada vez dominan menos la ciencia que pretenden dominar. Se les escapa por todos lados. Lo grave no es que no la entiendan ellos, sino que (ellos) se vuelven incomprensibles para los demás. Juro que desde muy joven le presté muchísima atención a la economía. ¡Qué joven hegeliano-marxista no lo hace! Hemos estudiado El Capital. Incluso, para mi generación, el filósofo Raúl Sciarreta pasó a la merecida inmortalidad por haberle explicado la ley del valor a toda esa generación. Luego, con el estructuralismo althusseriano, nos vino eso de “la determinación en última instancia”, que tomaba del Marx que si llamaba “científico” a su socialismo era por haber encontrado las “leyes de la historia”, que eran, en última instancia, las del desarrollo económico. Tuvimos que leer a Smith. A Ricardo. A Say. A Bentham. A John Stuart Mill. Luego, en el siglo XX, se nos vino encima Keynes. Sin Keynes no entendíamos nada. Ni la crisis del ’29. Ni el New Deal. Ni el peronismo. A leer, pues, a Keynes. Lejos, así, de haber vivido alejados de la economía hemos vivido pendientes de ella. Era lo “concreto”. La economía (y sus irrefutables estadísticas: la estadística es el arma autoritaria de la economía, su cierre de diálogo, el punto exquisito en que un porcentaje explica todo) condena todo discurso con una flecha para arriba o una para abajo. O una cifra. Un número. Y así interminablemente. Los números, las estadísticas nos aplastan.
Nadie es ingenuo. Los gobiernos viven presos de la economía estadística. De todas sus formas. La clásica. La marginalista, que apela a una matematicidad tan exquisita que decididamente no es transmitible. Keynes solía contar que Max Planck había renunciado al estudio de la economía por las dificultades que encontraba. Stuart Mill aconsejaba que, quien sólo era economista, no podía ser buen economista. El saber político-popular dice: “La economía es demasiado importante para dejársela a los economistas”. Los economistas se han empeñado en definir su ciencia como “ciencia de la escasez”. Sartre –que iba más allá que cualquier economista– impone, en su Crítica de la razón dialéctica, la categoría de “rareza”: “Ocurre que las tres cuartas partes del globo están subalimentadas, tras miles de años de Historia; así, la rareza es una relación humana fundamental con la Naturaleza y con los hombres (...) La rareza funda la posibilidad de la historia humana” (tomo I, p. 282). Pero, ¿cómo la funda? Como competitividad, demonizando al Otro: en el mundo de la rareza la existencia del Otro es, por sí, una amenaza. Si no hay para todos, él puede quedarse con lo mío. De modo que la economía como “ciencia de la escasez” o como mundo dominado por la rareza es, sin vueltas, el capitalismo. Pese a los distribucionistas, pese a los keynesianos, el capitalismo ha insistido siempre en que no hay para todos. ¿Por qué? He aquí, señores, la cruel verdad: porque si la economía incluye a todos sus números nunca cierran. Porque la economía es la ciencia de la desigualdad, de los ricos, del Poder. Porque la economía ha terminado por ser la macroeconomía. La economía de los países y no de los pueblos. El equilibrio fiscal antes que el hambre. El crecimiento antes que la distribución. El pago de las deudas antes que la creación de fuentes de trabajo. Y por fin el descalabro: el mercado librado a su dinámica perversa y oligopolizadora. La especulación del capital desterritorializado. Lo que todos sabemos. Los economistas no saben muy bien qué decir. Si incurren en la econometría semejan grandes pianistas ejecutando partituras inextricables. Si se sumergen en la empiria saben –con Popper– que una prueba empírica puede, tal vez, demostrar que algo es falso, pero no que es verdadero, ya que una prueba empírica posterior podría destruir esa “verdad”. Cálculo infinitesimal, álgebra lineal, cálculo matricial, economía sraffiana, econometría. Los economistas están presos entre sus cárceles opulentas e intransferibles, que les permiten muchas cosas: la pedantería, el dato certero y final, la posesión de la ciencia que decide “en última instancia”. Pero les impide la imaginación, el vuelo político, la sensibilidad social, lo imprevisto, la incertidumbre. Entre la “armonía” del mercado libre y el “principio de indeterminación” de Heisenberg (me guste o no el personaje) me quedo con la incertidumbre. Porque abre el espacio de la imaginación. O sea: señores, no estamos ante una ciencia exacta. Se puede hacer lo contrario de lo que pregonan los “técnicos”. Entrar por otro lado. Llevar a primer plano otros elementos. Los políticos. Los sociales. Los humanos. La economía debe estar al servicio del hombre y de su bienestar. La economía es la ciencia que debe satisfacer las necesidades primarias, elementales y dignas de los seres humanos. Es la ciencia que debe derrotar la escasez y eliminar la rareza como motor de la historia. Sola jamás podrá. Necesita de muchas otras disciplinas. De la politología. De la filosofía. De la ética.
El gobierno de Kirchner está demorando la redistribución de la riqueza o la está sometiendo a los artilugios de los números de la economía. ¿Qué tal si recordamos al primer Perón? Ese sí que la hizo bien. No por buen tipo, ni por santo, ni por manipulador demagógico. Tenía que hacer política. Y la política se hace creando, nucleando consenso. En “Conducción Política” alguien (un economista, claro) le dice que no es posible aumentar los salarios. Perón le dice que él necesita aumentar los salarios. El economista le dice que si aumenta los salarios, la economía no llegará a su punto óptimo. Perón le dice: “El estómago no tiene un punto óptimo, tiene un punto de saturación”. Y aumenta los salarios.
Cito (ahora) a economistas que miran para el lado del hambre: “El desempleo sigue siendo lo más preocupante, alcanzando al 14,8 por ciento de la población activa. Se trata del problema mayor de nuestra sociedad. Es la fuente de la generalizada pobreza y ahoga el dinamismo del mercado interno” (FIDE, Informe Económico mensual, Nº 185). Cito a Enrique Martínez: “Según los valores corrientes, la criminalidad y la salud son hechos sociales mientras que el trabajo es un hecho económico (...) En este marco, o es cierto que el mercado tiene vida propia y entonces estamos en serias dificultades, o bien es posible diseñar una política de aumento del trabajo, del mismo modo que puede diseñarse una política para eliminar la mortalidad infantil” (El fin del desempleo, Capital Intelectual, p. 21).
Y ahora sí, según suele decirse, a calzón quitado: es cierto que la sociedad optó por la “seguridad” y no por los derechos humanos. Es cierto que el “personaje del año” (¿lo imaginan en la tapa de Gente con la foto de Axel y una velita, él solo y nadie más, dado que no hubo “otro” personaje del año, ¡lo consiguió!) será Blumberg, pero el gobierno de K –si no quiere quedarse en la orfandad de la negociación de aparatos– debe ir en busca de la creación movilizadora de consensos. Y esto se logra pateando el tablero de la economía y sometiéndola a la política. Se sabe: hay dinero para distribuir. Se sabe: hay dinero para el hambre. Se sabe: el trabajo no es un hecho económico, sino político. El desempleo genera delincuencia, inseguridad y es bajo ese amparo que crece la derecha. Sea como fuere, hay que democratizar la riqueza. El Estado puede hacerlo. Moreno, en 1819, quería confiscar fortunas parasitarias y ponerlas en “el centro del Estado”. Claro: estaba, se dirá, loco. Un jacobino del pasado. Sin embargo, ¿no será posible aplicar impuestos especiales a esas operaciones en que sus héroes ganan pongamos, el 300 por ciento? ¿No se puede decretar un aumento de salarios? No va a pasar nada. Es el momento. Es para combatir el hambre, el desempleo, las causas verdaderas de la delincuencia. ¿Por qué no llevar a la economía la osadía que determinó sacar el cuadro de Videla del lugar que ocupaba? Resumiendo: impuestos especiales a las ganancias exorbitantes, aumento inmediato de salarios, generación de empleos con buenos salarios: no con migajas que a un tipo le dé lo mismo quedarse en el catre tomando mate que ir a trabajar. Hay que retornar a la dignificación del salario. No todo empleo elimina o disminuye el desempleo. Sólo lo hace el empleo que retribuye el trabajo con un salario digno. Un salario que puede cambiarle a un hombre la vida que lleva, no hacerlo sentir un esclavo que recibe una limosna piadosa para que no se queje. Se trata de eso. O si no, lo de siempre: el equilibrio fiscal, las cuentas que “cierran”, lo macro que pinta bien y la gente que vive mal.

Compartir: 

Twitter

 
CONTRATAPA
 indice
  • Distribuir es crecer
    Por José Pablo Feinmann

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.