ESPECTáCULOS › KRAFTWERK DIO OTRO SHOW PARA EL RECUERDO EN OBRAS

Ingeniería alemana para el futuro

El cuarteto de veteranos de la música tecno volvió a demostrar por qué inspiró a todos los que vinieron después.

 Por Eduardo Fabregat

El cántico surgió espontáneamente, apenas terminado el primer capítulo de otra noche impactante: los cuatro alemanes de traje negro y camisa roja acababan de entregar su concepción del hombre-máquina en The man machine, y desde allá adelante se impuso un “olé, olé olé olé, Kraftwerk, Kraftwerk” decididamente descolocador. Un rato después, el “hit” The model dispararía otra demostración de cómo se fue modificando la composición del público del cuarteto, con la curiosa arenga “El que no salta es un Stone”. Es que Kraftwerk, que en los ’70 y ’80 era más bien un secreto de entendidos, una pasión más científica que musical, es hoy, para la numerosa secta electrónica, nada menos que la banda pionera, los abuelos, los que la hicieron primero. Por eso la pequeña multitud en el estadio de Libertador, por eso la euforia y la celebración.
¿Sólo por eso? Claro que no. Kraftwerk tiene mucho más en su haber que la ventaja cronológica. En una tendencia que a menudo presenta artistas cubriendo de tecnología un contenido inútil, los alemanes demuestran estar siempre un paso más allá. El concepto base es el mismo, y mantiene su poder: a comienzos de los ’70, Hütter y Schneider decidieron traducir el comportamiento de las maquinarias –fueran bicicletas, trenes, calculadoras o automóviles– a sonidos ordenados y con voces deformadas, pero bien matizados por melodías. Porque los padrinos del tecno pueden tener un aspecto frío y distante, y sus canciones un aura de asepsia rítmica, pero en Obras se produjeron varios cánticos espontáneos reproduciendo las líneas melódicas de The Model, Computerworld o Pocket calculator, otra prueba de su habilidad para cruzar mundos y no quedarse en el mero chiste tecnológico.
Así lo entendió la arengada concurrencia al show, imantada al escenario por el monolítico efecto de la música de Kraftwerk y sus imágenes: asífuncionó en la densa hipnosis propuesta por Autobahn y sus ciclos de autopista, pero el ejemplo más contundente fue –otra vez, como en 1998– Trans Europe Express, que puso en escena esa fascinación por las máquinas con una contundente sincronía entre los golpes sonoros y las evoluciones de locomotoras, empalmes y recorridos ferroviarios a toda velocidad. Suficiente para cerrar el cuerpo principal del show, aunque quedaba casi una hora de bises para seguir despeinándoles el cerebro a los acólitos.
Según lo visto en Obras, la grey-Kraftwerk está compuesta hoy por jóvenes amantes del beat secuenciado (que se iban preparando de la mejor manera para la ceremonia del Creamfields que se desarrollaba anoche en Costanera Sur... o que aún se desarrolla, según a la hora que se lean estas líneas) y algunos representantes de la vieja guardia que no terminaban de entender muy bien cómo una banda marciana, más de culto que de consumo masivo, concretaba su segunda visita en seis años y llegaba a tales exhibiciones de fanatismo y “el que no salta es un estón”. Pero nada de choque generacional o discusiones ociosas: a la hora en que la acelerada Pocket calculator dejó al lugar hirviendo, y el telón se volvió a abrir para darle el protagonismo a los cyborgs de We are the robots, no cabían más disquisiciones sobre el presente o el pasado, sino más bien un gozoso asombro ante esos cuatro hombres bien maduros que siguen representando el futuro. Hubo otra aparición con trajes fluorescentes que simulaban un tejido de araña, y un piedra libre general para el final de Musique non stop, uno de los grandes momentos de Electric Cafe, el disco que en 1986 convenció a toda una nueva generación de seguidores de los ceros y unos como modo de composición. Final apoteósico, entonces, para el episodio dos del milagrito Kraftwerk-en-Buenos-Aires, como si los ’70 estuvieran acá a la vuelta y lo que vendrá, sea lo que sea, ya esté listo para sonar en esas laptops de aspecto tan inocente, pero de efecto devastador.

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En escena, los alemanes parecen estatuas: lo que de verdad importa es lo que suena.
 
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