CONTRATAPA
Mirar morir
Por Rodrigo Fresán
UNO Si se lo piensa un poco, la vida ha evolucionado mucho más que la muerte. Me explico: no pasa día sin que se nos informe acerca de algún nuevo avance científico que modificará nuestras existencias y que nos acerca un poco más a lo que, todo parece indicarlo, es la meta: convertirnos en inmortales. En cambio, a la hora de la muerte (al menos en Occidente) poco y nada ha cambiado en lo que hace a su percepción, ceremonial y culto. Vivimos la muerte más o menos igual que en el oscurantismo, y es posible que las salas para familiares de las funerarias estén pintadas con colores más brillantes, pero poco más ha sucedido a la hora de ayudarnos a reconsiderar nuestra relación con el agujero negro y el Big Crash. La muerte nos sigue pareciendo una mezcla de hombre de la guadaña con misterio insondable, y ante ella caemos de rodillas y nos rasgamos las vestiduras. Pero en realidad –me doy cuenta ahora– me expreso mal. Cuando digo muerte no me estoy refiriendo al acto en cuestión (que dura un segundo y que es algo íntimo, privado e intransferible) sino a la agonía previa a la muerte. A su prólogo más o menos largo en el que suele participar un número variable de personas cercanas o lejanas al casi muerto, paradójicamente, con una vitalidad extrema y eufórica e histérica a la hora del gran misterio del eclipse ajeno.
Lo que nos lleva, claro, a estos días y noches marcados por las cada vez más difusas figuras de Terri Schiavo y Karol Wojtyla, mejor conocido como Juan Pablo II.
DOS De la primera, ya saben: está como está por culpa de una dieta para adelgazar, lleva en coma demasiados años (a propósito, ya lo dije en otra parte y lo repito aquí: ¿por qué coma –pausa breve si la hay– y no paréntesis o puntos suspensivos? ¿No sería más apropiado?), su todavía legal marido quiere desenchufarla, sus padres no, y los norteamericanos más evangélicos y fanatizados le exigen a Bush (presidente iluminado) que impida el “asesinato” de Terri (la aplicación de leyes divinas y no toda esa mariconería blasfema de la Constitución) porque si no les van a hacer la vida imposible a él y a su hermano y a los magnates de compañías que los apoyan. Las imágenes que hemos visto de Terri son fáciles de decodificar: no debe ser muy agradable estar así. Y de ser cierta la hipótesis de que los pacientes en coma terminal viven en una suerte de mundo alternativo igualito a Disneyworld, bueno, también cabe pensar que todo eso depende de una lotería cerebral y que también te puede tocar pasarte toda una eternidad en la Bagdad de estos días o en El Paso, Texas. Por otra parte, lo que yo no termino de entender es lo siguiente: si se cree tanto y con tanto amor en el Paraíso, entonces por qué –ante lo irreparable de la situación– no facilitar la mudanza de este valle y montaña y río de lágrimas.
TRES El caso del Papa es todavía más extremo. Está claro que no quiere morirse ni dejar su trabajo. Días atrás, Maruja Torres ironizaba sobre todo el asunto diciendo que su fantasía/proyecto de pasarse al catolicismo en su vejez para, luego de “toda una vida de ateísmo militante” y “convertida en una neobeata de fuste”, poder ejercer ese estupendo derecho de “prohibirle a todo el mundo lo que yo ya no puedo permitirme” y ganarse su parcela en el Cielo. Y Torres concluye diciendo lo que varios pensamos ante las sucesivas transmisiones en (más o menos) vivo y en directo de este Papa agonizante, pero aferrado a su trono: “¿No será que Dios no existe y el propio Papa lo sabe, y por tanto no quiere irse?”. Vaya uno a saber; pero lo que sí es cierto es que estas postales vaticanas en las que el Sumo Pontífice se asoma al balcón como un sufriente pajarito de relojcucú y donde se suceden hipótesis acerca de su participación o no en actos religiosos para, finalmente, ver a un hombre desesperado que golpea el atril, gime, se lleva las manos a la cabeza y tose, ya causa una mezcla de espanto y fastidio. Una suerte de Pasión aggiornada digna de Mel Gibson que, quién sabe, tal vez la Iglesia cree que les ganará nuevos fieles o recuperará a las ovejas descarriadas que huyen de iglesias donde se condena el aborto, la homosexualidad, el uso de profilácticos, la eutanasia asistida y El código Da Vinci, cuando no propone el arrojamiento de ministros con piedra al cuello o define al sida como “inmunodeficiencia moral”. La cosa tiene tal aire de parque temático –o de reality show sobre cómo se construye un santo– que yo llegué a estar seguro de que el Papa moriría el Viernes Santo o, a más tardar, el Domingo de Resurrección. Pero no, parece que sigue. Y hasta se ha permitido enviarle una bendición al también agonizante Rainiero de Mónaco. Y leo en el periódico de hoy que no pudo dirigirse a sus fieles y fans –que lo vieron desfallecer ahí mismo o a través de 104 cadenas de televisión de 64 países– y que, en la majestuosa Plaza del Palacio/Catedral, celebraron sus gemidos con aplausos y lágrimas y esas coreografías cantarinas que suelen practicar frente a las cámaras las juventudes uniformadas del Opus Dei & Co. Y yo nunca entendí la idea del dolor físico como sinónimo de fortaleza espiritual y, ahora, me perturba –desde afuera y como espectador– esta personalización egocentrista y mesiánica de toda una fe en la figura de un mortal muriendo. No me parece algo muy cristiano que digamos. Y toda esa gente mirando morir, al borde del éxtasis, me recuerda mucho a esas huestes fantasmales de aquel cuento de Ray Bradbury, The Crowd, donde los curiosos observando al moribundo en un accidente de tránsito eran siempre los mismos. Ya saben. La víctima cambia, pero el morbo permanece.
CUATRO Y, de tanto en tanto, hojeo un libro formidable. Se titula Cómo morimos, lo escribió el cirujano Sherwin B. Nuland, y ganó el National Book Award. Allí –luego de pasearnos por todas las variedades posibles de la muerte– se concluye, con sabiduría casi zen, que la búsqueda de una muerte digna es una falacia. “No hay dignidad en el momento de la muerte”, nos dice Nuland. Y agrega: “La dignidad que buscamos en el morir es, en realidad, aquella que debimos haber encontrado durante nuestra vida. La honestidad y la gracia con que llevamos nuestras vidas –y no las últimas semanas o días– son las que determinan el modo en que moriremos. Ars moriendi es ars vivendi”.
Así que, ya saben, todavía estamos a tiempo.