CONTRATAPA

Por si las moscas

 Por José Pablo Feinmann

Los sectores dirigentes se asumen (lo han hecho siempre) como los poseedores de la Argentina. Sea para gozarla, para traficarla o para enajenarla, la Argentina les pertenece. Es su casa y uno con su casa hace lo que quiere. La edifica y la muestra al mundo, festejándola, en el Centenario, la trafica durante la década del ‘30 o la enajena durante el menemismo. Lo único que los sectores dirigentes no aceptan ni han aceptado jamás es que la casa se la tomen los otros, se la ocupen los bárbaros, los que no la han poseído ni poseerán jamás, ya que eso sería subvertir el orden de la casa, que está en orden en tanto está en manos de sus dueños. A veces, los dueños de la casa deciden ampliarla y negociar con los otros para mantener el orden: lo hizo Sáenz Peña con Yrigoyen. La “chusma ultramarina” se había vuelto molesta o potencialmente molesta y había que “integrarla”. Yrigoyen lo haría. Luego, en el ‘45, las migraciones internas concentran en Buenos Aires un proletariado riesgoso, nuevo, un “aluvión zoológico”. Será el coronel Perón quien integre a esos “grasitas” y les dé cobertura social, sindical, laboral. Como fuere, a los dueños de la casa no les gusta integrar y desconfían de los integradores. Desconfían de Yrigoyen, desconfían de Perón, a quienes derrocan con implacables golpes militares. Al cabo, “integrar” es “compartir”, abrirles a los otros espacios en la casa, y los dueños de la casa la quieren para ellos, toda para ellos, porque, sencillamente, son insaciables. Hicieron la casa gracias a la “abundancia fácil” del país, no la modernizaron sino que la gozaron y se dedicaron a impedir que “los otros” (a quienes, de aquí en más y ya veremos por qué, llamaremos “las moscas”) pudieran gozarla. Así las cosas, desarrollaron más los organismos de represión (sobre todo el Ejército) que la industria y el mercado interno. Será porque el mercado interno está lleno de moscas y ellos ni a las moscas quieren alimentar. Por fin, hartos de gozar la casa, en un mundo globalizado que “ellos” sienten como suyo (y al cual, en efecto, pertenecen por medio de sus capitales que se asocian con los del poder universal y se desterritorializan), deciden enajenar la casa y la venden, y se quedan con el dinero y se van o se encierran en los barrios privados, countries, torres o bancos y se olvidan de las moscas, que siguen alimentándose con lo único que ha quedado del viejo país de la abundancia fácil, con mierda.
La metáfora de la casa tomada (que es una de las grandes herramientas teóricas para entender la Argentina) fue creada por Julio Cortázar en un cuento perfecto que publicó en su libro Bestiario, de 1951. Habría, él, de aclarar luego que escribió ese cuento instigado por la llegada del peronismo (del primer peronismo) al poder. Con ironía y acaso con autoironía habría de decir “me fui del país porque los bombos peronistas no me dejaban escuchar los conciertos de Bartok”. Tampoco podía escuchar las óperas de Alban Berg. Se va. Acepta describirse como un joven culto de clase media que huye a París ante la invasión de “los otros”. De las moscas. Años después, Germán Rozenmacher, que no tenía casi nada en común con Cortázar, resemantiza su cuento en otro que habrá de llamarse “Cabecita negra”. Rozenmacher narra la noche infernal del señor Lanari, que está solo en su casa (su mujer y su hijo se han ido a “la quinta de Paso del Rey”), que no puede dormir, que oye gritar a una mujer, que baja (saliendo de “la” casa), que se acerca a la mujer, que es una morochita (“una negra”), que está bastante borracha y a la que el señor Lanari ayuda con un billete de cien pesos y luego se la queda mirando, “despreciándola despacio”. Aparece un policía y cree que el señor Lanari anda en tratos con una prostituta. “El señor Lanari (narra entonces Rozenmacher) le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.”
–Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
“Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito, pero ya era tarde.” Empieza la noche pesadillesca del señor Lanari. El vigilante le dice “viejo baboso”. No lo lleva a la comisaría sino que se mete en su casa con la morocha, con la cabecita negra. Lanari sospecha que están asociados. Entran en la casa. “La negra apenas vio la cama matrimonial, se tiró y se quedó profundamente dormida.” Por su parte, sin mayor hesitación, el vigilante se toma el mejor coñac del señor Lanari. “Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que no sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.” Por fin, luego de ultrajarlo un rato más, los “intrusos”, los “cabecitas negras”, “las moscas” se van. El señor Lanari queda solo en su casa; queda solo, infinitamente escarnecido, desesperado. “La chusma”, dice. “Hay que aplastarlos”, dice. “La fuerza pública”, dice. “Tenemos toda la fuerza pública y el Ejército.” Escribe, entonces, Rozenmacher: “Sintió que odiaba. Y de pronto, el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”.
No obstante, el señor Lanari está seguro de un par de cosas fundamentales. Son las que invocó en su semidelirio represivo. “Tenemos la fuerza pública y el Ejército”, invocó, reclamó. No pudo haber sido más impecable y coherente. La casa de los señores Lanari, de todos los señores Lanari de la Argentina, está custodiada por la “fuerza pública”, por “el Ejército”, tal como enumera Rozenmacher. Ya sea en la Patagonia, en 1921, como en el país de la década del ‘70, la ultima ratio de la seguridad de la casa reside en el Ejército. Cuando la casa se amplía, ya sea por el integracionismo yrigoyenista o por el Estado de Bienestar peronista o por los primeros intentos de la democracia del ‘84, el Ejército permanece en un segundo plano. Pero cuando los conflictos aparecen, cuando aparecen y se tornan ingobernables, cuando “las moscas” comienzan a pedir más de lo que los dueños de la casa están dispuestos a entregar, o cuando los “integradores” no pueden controlarlas, los dueños de la casa desvían la mirada y otra vez miran hacia donde, siempre que la casa peligró, miraron: hacia los poseedores de las armas, hacia los que cuidan la casa y los intereses de sus dueños. Así hemos llegado a donde queríamos llegar. Hemos llegado a entender las causas del súbito protagonismo que (a través de dichos del periodista Mariano Grondona) ha tomado la figura del general Brinzoni durante estos días.
Abundemos: hoy, por medio del plan de los banqueros y del FMI, hay más “moscas” que nunca en el país. Un dicho, que todos conocen, dice: “Coma mierda, millones de moscas no pueden equivocarse”. Hoy, en la Argentina, millones de moscas comen mierda. No están equivocadas, ya que es lo único que pueden comer. La infinita codicia de los poderosos (del poder político aliado al poder económico y al capital financiero) les ha dejado esa única, humillante posibilidad. ¿Piensan los dueños de la casa alimentar a las moscas? No parece. Los dueños de casa, como siempre, piensan antes en el “caos absoluto” que en la democratización de la riqueza que podría evitarlo. Y cuando piensan en el “caos absoluto”, piensan en el Ejército como solución. Antes que saciar el hambre, prefieren fusilarlo. De este modo, Grondona, quien ya había pedido los tanques en la calle durante la hambruna de 1989, habla ahora del “Plan B” del general Brinzoni. Aproximadamente ha dicho: “Los militares dicen todo el tiempo que no van a intervenir, pero es como cuando se habla de devaluar: todos dicen que no, que no, hasta que se devalúa”. Cierto, por eso, alguna vez, absurdamente, se dijo: “El que apuesta al dólar, pierde”. Cabría decir hoy, siguiendo el símil de Grondona, “el que apuesta a los militares, pierde”. Y dijo algo más Grondona, algo excepcionalmente revelador. Dijo: “Si yo fuera el general Brinzoni, aceptaría el orden institucional, pero en caso de caos absoluto tendría un Plan B”. Y, terminando, aclaró: “Por si las moscas”.

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