ESPECTáCULOS
Una obra oscura para darle brillo a la despedida del romanticismo
La señal Film & Arts pondrá al aire hoy una versión ejemplar de una de las obras maestras de la ópera: “Elektra”, de Strauss.
Por Diego Fischerman
El 25 de enero de 1909, Richard Strauss estrenó una ópera genial. “La protagonista debe ser la soprano más dramática que se pueda encontrar”, había escrito en una carta al director orquestal Ernst von Schuch, fechada en septiembre del año anterior, pocos días después de haber terminado la partitura. Elektra, última ópera romántica o, quizá, primera del expresionismo, había tenido un largo proceso debido en parte a las actuaciones del exitosísimo compositor y director de orquesta y, también, a los cinco años de continuas comunicaciones, retoques, búsquedas y manías perfeccionistas que lo habían ocupado junto al libretista, Hugo von Hofmannsthal. El grado de concentración dramática de esta obra creada en los años en que se descubría al inconsciente y el nivel de tensión al que es llevado el viejo sistema de la tonalidad funcional –donde cada acorde conlleva una función de tensión o reposo relativo– mediante la acumulación de disonancias y modulaciones (cambios de centro tonal, es decir que cada vez que algo estaba por llegar al reposo era llevado a una nueva tensión) hacen de esta ópera una de las obras cumbres no sólo del repertorio del género sino de toda la historia del arte. Como en los cuadros de Ensor, Munch o Kokoschka, aquí es toda una concepción estética la que anuncia y pone en escena su propia disolución.
La relación entre Elektra, su madre Klytemnestra –asesina de Agamenon, el padre de Elektra y usurpadora del trono junto a su amante Aegisthus, el tío de su marido– y su hermano Orestes, tentó a varios escritores del siglo XX (entre ellos Jean-Paul Sartre, que lo adaptó en Las moscas y el propio Von Hofmannthal, que ya antes de trabajar en la ópera había estrenado una versión teatral, en alemán, basada en la tragedia de Sófocles). Richard Strauss hace a su vez una suerte de traducción al mundo de la música (o del teatro musical) y el método de composición que utiliza es bautizado, con precisión, como “polifonía psicológica”. La técnica del leitmotiv y las ambigüedades tonales a las que había arribado Wagner en Tristán e Isolda son llevadas aquí a un punto de sutileza y desarrollo extremos. Y en tanto cada personaje (en particular la madre y la hija) tiene características musicales propias, la simultaneidad de ritmos y tonalidades diferentes construye un tejido de una complejidad nunca antes imaginada. Esta trama de inusual densidad conforma una de las grandes trampas del repertorio: Elektra no es sólo una ópera dificilísima de cantar y de actuar. Su obstáculo máximo es la compenetración entre cantantes, orquesta y puesta en escena que demanda.
Para que funcione ese mapa de las crisis del arte (y de los sistemas de valores) en los principios del siglo pasado, no alcanza con que cada una de las partes esté bien. Deben trabajar en conjunto. Por eso, más allá de la excelencia de cada uno de sus intérpretes, es que la versión que Film & Arts pondrá al aire hoy a las 21 resulta ejemplar. Filmada en la Opera de Viena en 1989 por Brian Large, en esta puesta de Harry Kupfer y en la interpretación de los equipos estables del teatro, junto a solistas de la talla de Eva Marton (Elektra), Brigitte Fassbaender (Klytemnestra), Cheryl Studer (en ese entonces en su mejor forma como Chryso-themis), James King (Aegisthus) y Franz Grundheber (Orestes), dirigidos por Claudio Abbado, se observa una concentración y un grado de coherencia impactantes. La escenografía de Hans Schavernoch y el vestuario de Reinhard Heinrich, jugados entre el violeta y el negro, no connotan ninguna época ni lugar en particular. Más bien remiten a una especie de pesadilla infernal en que los acontecimientos obedecen más a procesos de la mente que a la realidad objetiva. Podría pensarse que toda la ópera es una larga alucinación de Elektra. En todo caso, la escena final, con la magistral interpretación de Eva Marton de esa mujer que muere al perder el objeto de su odio, es, simplemente, una de las más perfectas que puedan imaginarse.