EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Famis
Por J. M. Pasquini Durán
La etimología más remota data de fines del siglo X, cuando en latino vulgar se decía “famis”, en gascón “hame”, en sardo “fámine” y “fome” en portugués. Once siglos después, el hambre sigue atormentando a más de ochocientos millones de personas en el mundo, sobre todo mujeres y niños, no importa el idioma en que se pronuncie. Cada siete segundos muere un niño a causa del hambre o de enfermedades conexas, según estadísticas del Programa Mundial de Alimentos. Siempre es terrible, aunque a veces sea consecuencia de catástrofes naturales y otras, en cambio, de los extravíos guerreros del hombre. El hambre en la Argentina actual es el peor de todos, porque no tiene ninguna justificación válida. Con un potencial de producción de alimentos que podría abastecer a trescientos millones de personas, no alcanza para satisfacer las necesidades mínimas del seis por ciento de ese total. La feracidad de su geografía supo ser motivo de orgullo para los propios y de asombro para los ajenos, es decir, de todos los que hoy quieren saber qué clase de maldición obliga a tantos a caminar sobre esas riquezas como si fuera tierra yerma.
Existen variadas teorías de economía política que, desde el poder, ensayan explicaciones para una decadencia tan increíble, pero ninguna consigue abarcar la dimensión completa de semejante crueldad y tampoco a corregirla. El cardenal de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, en la homilía del 25 de Mayo, ofreció su propia versión: “Un triste pacto interior se ha fraguado en el corazón de muchos de los destinados a defender nuestros intereses, con consecuencias estremecedoras [...] Así el sufrimiento ajeno y la destrucción que provocan tales juegos de los adictos al poder y a las riquezas, resultan para ellos mismos apenas piezas de un tablero, números, estadísticas y variables de una oficina de planeamiento [...] Como si el bien común fuera una ciencia ajena, como si la política –a su vez– no fuera una alta y delicada formar de ejercer la justicia y la caridad”.
Hay una oligarquía de corporaciones que buscan la renta fácil y abundante, asistida por tecnócratas funcionales, que deshumanizaron la política y mutilaron la capacidad del Estado para intervenir a favor del bien común. Ese proceso, por lo demás bastante conocido a fuerza de denuncias y evidencias incontrastables presentadas por la protesta popular, doblegó la voluntad de los profesionales de la política, sobre todo en los partidos de mayor caudal electoral, reduciéndolos a la condición de subordinados administradores de los abusos y las arbitrariedades de los poderes reales, que no son elegidos en las urnas ni les importa la suerte de la democracia. En ese esquema, el desempleo masivo, la pobreza, la marginalidad y el hambre no son daños colaterales o efectos indeseados, mucho menos resultados de ajustes incompletos, sino la vía más expedita para realizar transferencias masivas de ingresos del sector asalariado al capital de concentración en una economía que reemplazó la producción por la especulación financiera y la importación a granel. Es una destrucción sistemática y premeditada como un “costo necesario”.
La ciencia demostró que la malnutrición en la infancia provoca atraso mental y retarda el crecimiento físico. El hambre humilla al que lo sufre, pero degrada a la entera sociedad que lo permite o lo tolera. Lo más frecuente es que la sociedad reclame al gobierno y al Estado que se haga cargo de la responsabilidad básica de cumplir los mandatos constitucionales que garantizan los derechos económico-sociales básicos y está bien que así se haga. Sin embargo, cuando el problema alcanza las dimensiones de la actualidad nacional, con gobierno débil, Estado invertebrado, partidos inútiles y sociedad fragmentada en ghettos, la demanda “hacia arriba” sigue válida pero la acción es también una tarea horizontal. Está claro que el gobierno de transición carece del vigor y la voluntad de acometer tan tremenda empresa, pero aún si fuera relevado por otro mejor predispuesto, el volumen y la urgencia de la demanda no son de fácil ni rápida resolución para nadie. En el calendario del hambriento cada día es una eternidad y para los más chicos la malnutrición de hoy, si no lo mata, lo disminuirá para el resto de la vida.
Por eso, es otro acierto de Ctera solicitar solidaridad para abastecer los comedores escolares, porque con hambre ni se enseña ni se aprende. Buena parte de la sociedad está dispuesta al esfuerzo, como lo acaba de demostrar la colecta anual de Cáritas, cuyo monto total fue superior al del año pasado, a pesar de la caída económica generalizada. Aún así, hace falta más y lograr lo necesario no es asunto exclusivo de los hambrientos y los piqueteros. Tal vez, entidades como el Frenapo, junto con otras podrían reunirse en la tarea concreta de promover y organizar la recolección y distribución de alimentos en todo el país, como un acto más de la lucha contra la pobreza. No se trata sólo de regalar el pescado sino de enseñar a pescar. Habría que rescatar de la memoria popular el uso eficaz de todos esos recursos que en otras épocas de malaria atenuaban los efectos de la pobreza, desde el gallinero hasta la huerta doméstica, en especial en las zonas suburbanas y semirrurales, entre otros usos que pueden realizarse individual o colectivamente. Lo mismo puede aplicarse a otros servicios sociales básicos, desde la atención médica gratuita hasta la construcción de desagües y pozos de agua no contaminada.
Algunas de estas actividades ya se cumplen en las comunidades organizadas por el movimiento de piqueteros, y en cierta medida también en asambleas vecinales, aunque esas tareas nunca se mencionan en los medios de mayor difusión masiva porque la malicia o el sensacionalismo prefieren registrar sólo los cortes de ruta, las cubiertas incendiadas o los caceroleos de ahorristas indignados. Instalar una panadería o plantar una huerta no ha disminuido para nada el fervor combativo, más bien al contrario porque se aprende, en la práctica, que otra vida es posible. Por encima de disquisiciones más o menos académicas acerca de los compromisos del movimiento popular con la lucha general por el poder, hay alguien que anoche fue a dormir sin ninguna comida en el día y nadie le garantiza que hoy no será lo mismo. No se trata de cambiar la política por la beneficencia ni disputarle a la vieja política las mañas del clientelismo. Es simplemente inmoral que haya compatriotas hambrientos. Para los puristas, habría que recordarles que el hambre, tampoco forja ciudadanos, sino mano de obra barata para cualquier menester, así sea para ir a aplaudir políticos o gobernantes desprestigiados a cambio de un puñadito de billetes y una bolsa de alimentos. ¿En nombre de qué moral o principios podría alguien reprochar ese rebusque de supervivencia?
Este es un tiempo en el que buena parte de la sociedad depende de sus propios esfuerzos y de su capacidad para dar y recibir solidaridad. Suponer que un nuevo tipo de gobernantes surgirá, incontaminado y listo para resolver todos los problemas, es lo mismo que subirse a otra ilusión. De más está decir que las soluciones no derivarán de las tratativas con el FMI, ante todo porque sus recetas de ajuste continuo trajeron al país fértil a este pantano, pero si alguno conserva esa expectativa abierta sería bueno que piense en las razones coyunturales que impiden la vía de salida por ese trámite. El FMI no quiere acordar con un gobierno débil que no le puede garantizar el cumplimiento de ningún compromiso, y además cuyo tiempo de vida es un enigma, tanto como la identidad de sus eventuales sucesores. Para colmo, los problemas de Argentina, igual que algunos virus informáticos, están emitiendo señales incontroladas hacia el Mercosur, donde Brasil, Uruguay y Paraguay, en sus respectivas magnitudes, afrontan dificultades cada vez más complejas y picantes. Los que se ocupan de asuntos tan vastos, quizá, como dice monseñor Bergoglio, piensan en el hambre como una estadística, un dato entre tantos. Los demás aún conservanlos mejores rasgos de la condición humana. Ha llegado la hora de probarlo.