Lunes, 20 de marzo de 2006 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Ya la proclama de Videla advirtiendo al gobierno constitucional (frágil o no: ese gobierno era constitucional) que esperaría sólo tres meses para que se encaminarán las cosas o pasarían a proceder las fuerzas a su mando significó una amenaza que erizó a muchos y alegró a tantos otros que esperaban ansiosos el golpe. Una vez en el poder los militares (y hasta algunos de los cuadros civiles que los asesoraban y seguían rigurosamente) se encargaron de arrojar sobre la sociedad distintos tipos de amenazas. La cuestión era diseminar el terror. Todos eran pasibles de ser castigados. La amenaza indiscriminada conseguía el propósito de someter a la sociedad, de hundirla en el miedo paralizante. A la par de estas frases de amenaza los militares dejaban muestras del verdadero horror. Claramente dicho: un régimen de terror se oculta y se muestra. Si bien los secuestros y las torturas eran clandestinos no por eso dejaban de permitirse trascender fragmentos, parcelas del horror para que todos supieran que existía, que era real. Así, a mediados de julio del ’76 una macabra información o relato o como quiera llamárselo (no quiero llamarlo “leyenda urbana” porque en el ’76 no existía ese concepto, aunque si alguien entiende mejor el hecho llamándolo “leyenda urbana” que lo haga) recorrió la ciudad: se habían descubierto dos o tres camiones frigoríficos con cadáveres desnudos colgando como reses. A este horror se le añadía la amenaza franca y brutal.
La más explícita y abarcante fue la del general Ibérico Saint-Jean, gobernador de la provincia de Buenos Aires, cuya policía estaba en manos del general Camps, quien se jactaría, ya en democracia, de haber hecho desaparecer cinco mil subversivos. (Cuando Camps decía subversivos en lugar de personas sabía por qué lo hacía. “Nosotros”, declaró, “no matamos personas, matamos subversivos”.) La frase-terror de Saint-Jean fue dicha en mayo de 1977, en una cena de oficiales: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después (...) a sus simpatizantes, enseguida (...) a aquellos que permanezcan indiferentes y finalmente mataremos a los tímidos”. Es posible que muchos conozcan esta frase. Pero no escribimos para los que conocen sino para los que no conocen, para los que olvidaron y para los que no quieren recordar.
El 4 de diciembre de 1976 –uno de los meses más despiadados de la represión– el almirante Lambruschini, jefe del Estado Mayor Naval, declara: “Para obtener sus objetivos, la subversión ha usado y trata de usar todos los medios imaginables: la prensa, las canciones de protesta, las historietas, el cine, el folclore, la literatura, la cátedra universitaria, la religión y, fundamentalmente, han intentado, sin conseguirlo, usar el pánico”.
El general Luciano Benjamín Menéndez, comandante del III Cuerpo de Ejército, había dicho el 9 de mayo: “La guerrilla, como todos sabemos, no sólo actúa en el campo militar sino que se infiltra, destruye y corrompedistintas áreas del quehacer comunitario, como el club, la escuela, el taller, la familia, procurando de ese modo dominar nuestra vida nacional (...) El pueblo argentino no sólo comprende, sino comparte la lucha contra la subversión; de no ser así no se puede triunfar”.
En La Razón 6ª del 5 de agosto, con grandes titulares, se anunciaba: “Las revelaciones sobre la penetración marxista causan honda impresión”. ¡Honda impresión! ¿Quién habrá sido el miserable, el cómplice de la masacre que escribió “honda impresión”? Y más abajo: “Ante verdadera conjura”. Y luego: “Bahía Blanca.- Perduran los ecos de las revelaciones sobre la penetración ideológica en las universidades nacionales y organismos oficiales hechas por las autoridades de la delegación local de la Policía Federal y por el Comandante de la Subzona de Defensa 51 del V Cuerpo de Ejército, general Vilas, éste expuso con claridad el accionar de esos ideólogos que al injertar ideas extrañas a nuestro sentir nacional convierten a la Universidad en una usina generadora de delincuentes subversivos”. Con respecto a los grandes titulares del diario La Razón será justo decir que no eran patrimonio sólo de ese medio. Los otros eran algo menos catastróficos, pero todas estas frases salían en primera plana, con grandes titulares, como verdades absolutas, como frases de enorme trascendencia nacional.
El civil ministro de Justicia del gobernador de la provincia de Buenos Aires (Saint-Jean), el doctor Jaime Smart, se ocupó de ampliar el espectro de la represión a “los profesores de todos los niveles de la enseñanza”. El 12 de diciembre de 1976 declaró a La Nación: “Tenemos el deber de desenmascarar a quienes armaron a los delincuentes subversivos, porque si no, corremos el riesgo de que dentro de unos años vuelvan de las sombras (...) Lo cierto es que esa subversión no es la subversión meramente armada. Muchas veces se equivocan los términos cuando se limita exclusivamente el de subversión al combatiente que es abatido por las fuerzas del orden. En la subversión debemos incluir a quienes armaron a esos combatientes, pues si nos ponemos a analizar creo que son más responsables que los mismos combatientes (...) Ahora ellos, que en su momento los armaron, han dado un paso atrás tratando de pasar desapercibidos. Una de las mayores preocupaciones es cuidar que en el ámbito de la cultura no se infiltren nuevamente, o por lo menos que no tengan como en otra época la posibilidad de accionar fácilmente y llevar a la subversión a tantos jóvenes universitarios y secundarios que, día a día, caen en distintos enfrentamientos”. La culpa, en suma, la culpa originaria, era la de los educadores. La de los “profesores de todos los niveles de la enseñanza”. Ellos, que no portaban armas, eran los que verdaderamente habían armado a la subversión. ¿Cuántas vidas habrán sido tronchadas desde este esquema criminal? No hubo excesos. La dictadura fue la planificación rigurosa, instrumental del exceso. Fue el exceso en sí.
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