Jueves, 27 de julio de 2006 | Hoy
Por Juan Sasturain
La meteorología y sus temas conexos tienen la virtud nunca del todo suficientemente reconocida de suministrar –desde épocas inmemoriales– tema y motivo de conversación universal. Hablar “del tiempo” es anterior e incluso contradictorio al hecho de estudiar/saber del clima. Nadie puede hacer referencia a un “área anticiclónica” o a un “frente cálido” en el ascensor sin ser mirado de reojo, pero bien puede uno afirmar “qué tiempo loco” sin riesgo de ser castigado por la rubia de paso al quinto con una puñalada ocular.
A mitad de camino entre las arideces de la disciplina académica y el comentario obvio para salir del paso o del taxi, que describen o comentan lo que es, está la palabra autorizada de los augures, ese lugar común de la comunicación universal que se aventura en el terreno celeste de lo que será: el pronóstico de la radio o la tele, rutinaria forma de comunicar opiniones más o menos fundamentadas para la tranquilidad o el desasosiego de expectantes consumidores del universal weather report.
La gente que está, con necesidad o sin ella, pendiente del pronóstico suele ser la que lee regularmente el horóscopo –casi con el mismo grado de expectativa de cumplimiento– y acostumbra jugar o al menos mirar los números de la lotería: necesita (o cree que necesita) que alguien le diga qué va a pasar, una mínima fantasía de control. También que el pronosticador, como todo augur que se precie, se convierta en habitual responsable indirecto de la desgracia es por lo menos sintomático: el personaje Fúlmine, de Divito, famoso mufoso, iba vestido de negro y llevaba un paraguas...
La meteorología no es una ciencia exacta –ninguna lo es–, pero sí una disciplina mezclada, que gusta entreverar, matizar sus juicios altamente ideologizados con apreciaciones que combinan lo ético y lo estético sin pudores ni reparos. Afirmar, por ejemplo, que para el fin de semana se espera tiempo bueno o que ayer fue un día feo (y que todos entendamos a qué se refieren tales dichos y pronósticos) supone no sólo un correlato groseramente griego de identidad entre lo bueno y lo bello sino, y sobre todo, la tácita afirmación de lo soleado/templado como ideal climático, lo que es, en principio, arbitrario: sólo ciertas regiones del globo disponen de esa opción entre sus posibilidades diarias o estacionales. En otros contextos, de Groenlandia a Etiopía, de Rangoon a La Paz, la idea de buen tiempo o de día feo asimilado con estándares de humedad, temperatura y presión determinados carecería de sentido. Es que todo juicio ético y estético está necesariamente atravesado por la circunstancia, la historia y la cultura en general.
Sólo el humano de la sociedad moderna y desarrollada, cuyo centro de actividad está en las ciudades –bajo techo, en ambiente no natural– y que en general sólo concibe la intemperie como lugar de tránsito o esparcimiento podría haber cristalizado estos conceptos de lo bueno y lo bello referidos a lo templado/soleado. Así, “buen tiempo” y “día lindo” es, en principio, que no llueva. Que se pueda estar afuera. Claro que no sólo lluvia cae del cielo ni todo lo que no es sol y viene de las nubes es objeto del mismo tipo de juicios.
Es sabido que la lluvia y la nieve tienen, por lo menos como espectáculo, su prestigio poético. Debe ser porque suelen ser motivo de ocasional incomunicación, de espera, puntualizan el paso del tiempo. No todos están tan sacados para disfrutar del agua como Gene Kelly en Singing in the rain, pero Tuñón lo explicó en un inolvidable poema de amor –“entonces comprendimos que la lluvia era hermosa”– y el rastrero Manzanero le pegó la obvia melancolía con alguna rima imperdonable “llover”/“correr” en un bolero con versos de telegrama. Y en cuanto a la nieve, es claro que para disfrutarla hay que tener guita o al menos cabaña y fueguito cerca: no es lo mismo vivir en una escuela rural en la cordillera que ir a esquiar a Las Leñas. O es mucho lo que va de la Navidad blanca de una película de Frank Capra a la feroz intemperie de un relato de Jack London. En fin, que de lo que viene del cielo encapotado se puede opinar según experiencia y circunstancia. Lo que sí es cierto es que no todo viene siempre cuando se quiere. Y eso lo saben los emplumados brujos zapateadores y los rezadores rurales de vista fija en el Cielo (esta vez con mayúscula).
Claro que queda algo sin clasificar, algo que nadie pide antes ni disfruta durante o después, que “no sirve” en apariencia para nada: el aparatoso granizo, ese cascotazo celestial. Sin la brutalidad apocalíptica de un tsunami –supremo, soberbio gesto–, el granizo tiene algo de bíblico. Porque si hay Quien allá arriba administra humedades, alguien dijo que la lluvia se le cae y que a la nieve la suelta... Pero no cabe duda de que al granizo lo tira.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.