Martes, 5 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
Escribo esto no porque quiera sino porque me lo piden.
Y yo choco mis talones y hago la venia y de frente march obedezco y, de entrada, me prohíbo utilizar eso de Crónica de una muerte anunciada –con seguridad el título más titular en la historia del periodismo y de la literatura– o aquello otro y tan hemingwayano de Murió.
Y, enseguida, claro, el cansancio: basta con empezar a escribir Pino... para que la cabeza se me vaya a opciones tanto más agradables como imaginativas: Pinocho, pinot-noir, pino...
Porque lo cierto es que Pinochet hace tiempo dejó de interesarme.
O mejor dicho –seré sincero– hace ya varios años que me exigí a mí mismo que Pinochet dejara de interesarme.
¿Desde qué momento exactamente? Fácil: desde esa lluviosa mañana londinense (al menos así la evoco) en que un supuestamente poco menos que senil y agonizante fue subido en silla de ruedas a un avión para, menos de un día más tarde, aterrizar en una radiante mañana de Santiago de Chile (al menos así la recuerdo) y, levántate y anda, y protagonizar para las cámaras de todo el mundo el más blasfemo de los milagros. Recuérdenlo, aunque no creo que haga falta: allí, el definido como “ex dictador” –concepto que nunca entendí, porque el aliento que impulsa a los dictadores no deja de soplar nunca en sus cabezas– se paró sin dificultad en la pista del aeropuerto y caminó rapidito hacia los abrazos de seres queridos y saludos de militares.
Allí fue cuando supe que Pinochet había ganado la partida y entonces fue cuando me dije que hasta aquí llegamos y, derrotado, preferí desentenderme de la realidad de sucesivos procesos, arrestos domiciliarios, demandas varias, información sobre cuentas secretas, declaraciones sollozantes de esposa e hijo, y sucesivas internaciones hospitalarias coincidiendo siempre con las fechas de juicios.
Ahora, otra vez, Pinochet. Ahora Pinochet –quien la semana pasada se hizo un ratito para escribir y hacer difundir una carta que nadie debería publicar si de mí dependiera, porque ciertas poluciones deberían evitarse más allá de toda responsabilidad periodística, donde afirma que “Hoy, cerca del final de mis días, quiero manifestar que no guardo rencor a nadie, que amo a mi patria por encima de todo y que asumo la responsabilidad política de todo lo obrado”– se debate entre este lado y el otro como muerto-vivo o vivo-muerto.
Da igual.
Ya lo vivimos hasta la muerte durante los últimos tiempos de Juan Pablo II. Lo que importa y lo que duele en este caso particular –lo que ya ni siquiera indigna, por lo menos en mi caso– es que, antes, el tipo se dé el lujo de confesarnos que nos perdona, que no nos guarda rencor por todo lo que le hicimos y que, además, recibe sin problemas y por las dudas esa extremaunción que todo lo lava y lo cura. Es decir: Pinochet rió primero y ahora, además, ríe último. El crimen no solo paga. Además, paga al contado.
Mientras tanto, material de archivo en los noticieros, las filmaciones de un ser que primero parece una máquina de anteojos oscuros y después un abuelito inofensivo y los adoradores del águila frente a la clínica donde está internado sosteniendo carteles donde se lee “Inmortal” y los detractores del buitre festejando su muerte inminente como si se tratara de un acto de justicia divina cuando lejos está de serlo.
Morirnos nos morimos todos. La mayoría mucho antes de alcanzar los 91 años. Morirse no es un castigo sino una constante. Los malos se mueren y los buenos también. Y no seré yo quien explore aquí el misterio o el pacto que, por lo general, por lo generalísimo, les permite a los dictadores morir muy viejos o por su propia mano, llegando rara vez a escuchar el veredicto de los hombres. Lo siento, pero las probabilidades de un juicio en el Más Allá me parecen pocas. No hay evidencia que permita pensar en la viabilidad de algo por el estilo.
Así, tal vez mientras escribo esto, Pinochet se muera, se va a morir, se morirá como si nada después de haberlo hecho todo y beneficiándose de la privacidad hospitalaria –y no carcelaria– del acto más privado que jamás experimenta un ser más o menos humano. Afuera, lejos de los que lo aman y los que lo odian están todos aquellos que –indiferentes– permitieron su existencia y su permanencia. Y eso es lo terrible: es tan pero tan fácil entrar en la Historia. Alcanza con patear una puerta y ocupar un sillón.
De ahí lo de antes, lo del principio. Pinochet no me interesa.
Me niego a que Pinochet –su agonía y su muerte– me interese.
Pinochet ni siquiera me parece interesante –deformación profesional– como gran protagonista del tipo Yo, el supremo o El otoño del patriarca o La fiesta del chivo. No le da el cuerpo ni la altura. No tiene densidad suficiente. No me parece casual que Roberto Bolaño en su formidable Nocturno de Chile –originalmente titulado Tormenta de mierda– le otorgue apenas un rol secundario y lo muestre como un ser opaco, preocupado por los libros que leen los otros y como alguien que suele quedarse dormido en público.
Allí está ahora Pinochet. Dormitando en la tierra donde nació y donde pronto será enterrado. La tierra que –como reza su cartita casi póstuma– “juzgará con objetividad” su proceder y que “reconocerá que la obra realizada colocó a Chile a la cabeza de las principales naciones de este continente”, porque lo suyo siempre pasó “por engrandecer a Chile y evitar su desintegración”.
Ahora, en cualquier momento, Pinochet se desintegra con la felicidad de saberse inolvidable. Me niego a eso y por lo menos –pequeñez, ínfimo consuelo– lo saco a rastras de mi memoria.
En lo que a mí respecta –mientras mi televisor asegura que “está lúcido y, dentro de su enorme gravedad, su estado es estable y, para sorpresa de los médicos que lo atienden, ha mejorado”– hasta aquí llegué y aquí termino antes de que él se acabe y hasta nunca y etcétera y quién era, quién es, cómo se llamaba ese tipo que agoniza, que se muere, que durante tanto tiempo fue nada más y nada menos que la muerte y que, feliz en la guerra, ahora, con la tranquilidad que otorga lo que él entiende como un trabajo bien hecho, se dispone a descansar en paz.
Pero todavía no.
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