Sábado, 3 de febrero de 2007 | Hoy
Por Jorge Majfud *
Las primeras décadas de las repúblicas latinoamericanas se caracterizaron por una profunda admiración por Estados Unidos. La pérdida de Cuba, en 1898, no sólo confirmó el largo y extenuante declive del imperio español, sino también el nacimiento de otro nuevo. El antes odiado imperio español –el enemigo común– se transforma, de golpe, en la Madre Patria humillada. Los latinoamericanos olvidaron los años de la colonia y se sumaron a la reivindicación de la “hispanidad”, no tanto por la admiración o la compasión por la conservadora España, sino por el rechazo al naciente imperio americano.
Considerando la historia de las Américas, podemos suponer que ese sentimiento de rechazo hacia Estados Unidos cambiará en este siglo. Como hemos anotado en otros espacios, el siglo XXI resolverá el trágico conflicto entre la antigua democracia representativa, conservadora de intereses de clase y de naciones, y la naciente democracia directa, producto de la radicalización de la Ilustración en el nuevo contexto intercultural. A mediado de siglo ya no habrá una superpotencia, sino tantos focos geopolíticos como continentes, además de una progresiva “toma de acción” por parte de los pueblos y de los individuos. Esto llevará a una disminución de los fuertes desequilibrios de poder entre naciones. Como consecuencia, el sentimiento hacia Estados Unidos cambiará radicalmente a partir del 2030.
Algunas encuestas mundiales muestran que China es ahora vista de forma más positiva que Estados Unidos. La opinión es la de una mayoría que aún se considera más débil que el cinco por ciento de la población del mundo. Pero la concreción de China como nuevo imperio fácilmente revertiría esta percepción. En pocos años el número de quienes detestan todo lo americano añoraría los viejos tiempos: si la democracia directa debe sufrir el imperio feroz de la democracia representativa, más sufriría con el imperio de una tradición autoritaria al viejo estilo de los imperios chinos.
Me temo que el problema radica en el poder excesivo de cualquier imperio y no tanto en el tipo de cultura que lo representa. El mismo Brasil fue un imperio en el siglo XIX y muchos países vecinos debieron sufrir amputaciones territoriales basadas en la fuerza y no en la solidaridad. Me temo que mi propio país, tan pequeño como es, si en el siglo XX hubiese tenido el poder económico de Gran Bretaña no hubiese sido menos arrogante y despótico que cualquier otro pueblo. ¿Acaso no fueron nuestros gobernantes quienes exterminaron los pocos charrúas que quedaban en nombre de la civilización? ¿Acaso no fueron nuestros civilizados militares que hace apenas treinta años torturaron, mataron y desaparecieron a cientos de compatriotas? Aun si la motivación vino del extranjero, el sadismo fue de pura industria nacional. Por no mencionar las barbaridades en Argentina o en Chile, harto más meritorias en lo que se refiere a la escala del terror.
¿Qué habríamos hecho los uruguayos o cualquier otro pueblo del mundo con el mismo PBI de China o de Estados Unidos y con la misma mentalidad nacionalista? Claro, es una especulación imposible de confirmar; pero podemos imaginarlo recordando nuestras propias historias desde una perspectiva humana y no desde la más común perspectiva de los patriotismos de escarapela.
* Escritor uruguayo, enseña Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Estados Unidos. Ha publicado Hacia qué patrias del silencio (novela, 1996), Crítica de la pasión pura (ensayos 1998), La reina de América (novela. 2001) y La narración de lo invisible (ensayos, 2006). Ha obtenido el Premio Excellence in Research Award in Humanities & Letters, UGA, Estados Unidos, 2006.
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