Sábado, 10 de marzo de 2007 | Hoy
Por Sandra Russo
Tenía que hacer una nota para televisión sobre los chicos de las esquinas. A ese programa yo misma le había puesto el título “Malabarismos de la infancia”, porque desde hace un tiempo proliferan los chicos que lanzan las pelotitas al aire en los semáforos y porque me pareció una metáfora de ese amplio sector infantil que tiene que rebuscárselas desde los cinco o seis años para comer.
Una de las cosas que jamás voy a dejar de agradecerle al periodismo es la posibilidad de entrar en contacto con seres que, de otra manera, seguirían siendo ideas, siluetas recortadas del otro lado del vidrio de la ventanilla. Es indescriptible ese instante en el que el otro deja de ser una abstracción cargada con prejuicios propios y tiene la opción, a través de la cercanía y el diálogo, de transmitirnos su energía, su personalidad, su ánimo.
Ya se había hecho un intento en una esquina y los chicos no quisieron saber nada con cámaras. Tienen miedo. Fuimos unos días después a otra esquina y encontramos a ocho chicos lanzando pelotitas al aire. Estábamos preparados para darles unos mangos. Después de todo, estaban trabajando, y quizá nos pidieran su lucro cesante, y tenían derecho. Un productor fue el día anterior a la nota y se quedó sentado en un umbral, mirándolos. Al rato, ellos se dieron cuenta de que él estaba mirándolos. Una de las nenas no tardó mucho en acercarse y en pedirle una moneda. Después se acercó otra. Son nenas muy lindas, muy deliciosamente torpes. El tercero fue el único varón, y no estaba interesado en la moneda, sino en que el productor le convidara un poco de su Coca-Cola. No pasó mucho más tiempo para que, mientras el semáforo estaba en verde, los ocho lo rodearan para saber qué estaba haciendo allí, mirándolos. El productor les dijo que era productor. Y les propuso hacer una nota para la televisión, con ellos dando sus espaldas. El mayor tiene doce.
Siempre alrededor de estos chicos hay alguien mayor de edad que puede ser que los explote, pero cabe la posibilidad, también, de que los esté cuidando. La mayor de edad, en este caso, tenía dieciséis y era hermana de cuatro de las nenas. La madre ese día no había podido ir. El productor propuso la nota y esperaba el pedido de dinero por parte de los chicos o de la hermana mayor. Pero hablaron todos juntos, atropelladamente, con una ansiedad que tenían muy guardada y que soltaron a los gritos: no querían plata, ni siquiera mencionaron esa posibilidad: querían útiles para empezar la escuela.
Los ocho van a la escuela. Los ocho pueden dejar de ir en cualquier momento. Lo saben. Se quejan de que les piden a veces libros que “cuestan como 21 pesos”, dijo el varón. Son todos primos. Las dos familias de Grand Bourg, de donde vienen a hacer malabares en esquinas porteñas, parecen ser muy pobres pero no miserables, si por miseria se entiende no la extrema carencia material, sino la pérdida de valores éticos. Estos ocho chicos tienen muy claras algunas cosas que otros chicos, que van a escuelas preciosas y no están obligados a hacer malabares, tal vez tengan empantanadas en sus mentes y en sus corazones, tentados como están por un mercado que los ha olvidado como niños y los ha enroscado como consumidores.
Estos ocho chicos quieren ir a la escuela. No para comer. Quieren comer en sus casas, con todos sus hermanos y sus padres. A la escuela quieren ir para estudiar. Saben que tienen el mundo en contra. Nacieron con el mundo en contra. Una mínima ráfaga de peor suerte hará que su sueño naufrague, y que no sepan leer ni escribir, y que no puedan aspirar a un secundario o a un trabajo digno, y que cuando tengan hijos tampoco puedan darles de comer, y que esos hijos tengan, como ellos, que convertir el juego de la infancia en un trabajo duro, que los expone a la humillación.
Cuando finalmente hicimos la nota, contaron que desde los autos que paran en el semáforo a veces los tratan mal. Les dicen: “Andá a trabajar”. A ellos, que tienen siete, ocho, diez años. Y que están trabajando. Les dicen: “Decile a tu viejo que labure”. Y ellos ven todas las noches a su padre desocupado, que busca y busca trabajo y no consigue. Otros no les dan monedas, pero les dan galletitas. Mientras estábamos preparando la nota, una de las nenas vino con seis galletitas dulces en las manos. No alcanzaban, pero hicieron una distribución pulcramente justa entre los ocho, partiendo una mitad incluso para que le quedara de postre a otra de las nenas, la más chiquita, que estaba comiendo un sándwich que le había preparado la madre.
Querían reglas, cuadernos, carpetas, lápices, mochilas, guardapolvos: querían ser como los demás chicos, y querían aprender. Era imposible no absorber esa desesperada ilusión de no desengancharse del tren, de no perder la chance de ser chicos más felices. Mientras tanto, dicen ellos, comen cuando pueden y hay noches en que mojan el pan duro en el mate cocido, y lo cuentan riéndose, porque no son tontos y saben que es una ridiculez, que ocho chicos argentinos mojen pan duro en un mate cocido antes de irse a dormir en un país que podría alimentar a todos sus hijos y que sigue sin hacerlo. Eso, en realidad, como sostienen los Chicos del Pueblo, no es una ridiculez sino un crimen. Pero ellos se ríen porque por suerte apelan al humor para tolerar la infancia que les ha tocado.
Ningún guionista podría haber escrito mejor o de una manera más desgarradora la filosofía de la pobreza que condensa las palabras que usaron las nenas más chiquitas para contar que muy seguido se duermen con hambre. A la vuelta de la esquina en la que hacen malabares hay un kiosco en el que aceptan recalentarles las sobras de la hamburguesería que ellos rescatan. Comen sobras pero calentitas, y se olvidan de que son sobras y es comida, y la comida se agradece, siempre. Una de las nenas, después de un silencio, razonó que “algo es algo”. Y la otra concluyó: “Peor es nada”.
Es que nada es lo que esta sociedad les propone. Nada es lo que se hace por ellos. Nada es lo que los espera en su casa. Nada es lo que cada uno de nosotros está dispuesto a sacrificar para que las cosas sean de otro modo. Se puede criticar a un gobierno porque todavía no ha repartido la torta de un modo que algunas migas les lleguen a chicos como éstos. Pero es cobarde criticar a un gobierno por eso en un país en el que abundan los imbéciles que en los semáforos suponen que estos chicos son apenas probables pichones de delincuentes, o que los consideran una amenaza y bajan los seguros de las ventanillas. Primero hay que cambiar esta mirada turbia que tenemos sobre ellos, y soportar sus voces pidiendo cuadernos para ir a la escuela.
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