EL PAíS › OPINION

De local, con camiseta roja

 Por Mario Wainfeld

Llegó puntual, minutos antes de las ocho, y habló lo que se esperaba, un tocazo. Como tiempo siempre tiene, recién a los veinte minutos tomó contacto verbal con “ese caballerito” a quien definió como “cadáver político”, anunciando que George W. Bush ya no huele a azufre “porque exhala olor a muerto”. Invocó la unión latinoamericana y recorrió a sus próceres, mentando entre otros a Bolívar, San Martín, Tupac Amaru, Tupac Katari, Pancho Villa (“es Martín Fierro”), Manuela Sáenz, Juan Perón, Eva Perón, Evo Morales, Fidel Castro, el Che, Salvador Allende y siguen las firmas. Citó, con precisión o reversionando con fines didácticos, a varios de los antedichos, a Eduardo Galeano, a Carlos Marx. A Perón lo leyó, directamente. Comentó el noticiero del día, con las manifestaciones en Brasil y Uruguay. Informó que Bush tiene el coeficiente intelectual más bajo entre todos los presidentes norteamericanos y que su vocabulario se constriñe a 600 palabras. Enseñó la etimología de “ojalá”, que “es una palabra árabe”. Coqueteó con la multitud, la motivó con sonoro éxito a dedicar “una pita” a Bush, “una ruidosa bulla” a Fidel. También la indujo a completar la expresión “hijo de...”, una referencia suya al presidente al que invocó como espejo. Fue un aluvión, como siempre. En uno de los momentos más logrados de su discurso de tribuna Hugo Chávez Frías dijo que no hay hombres providenciales, que si Bolívar hubiera muerto de disentería en la infancia o si San Martín no hubiera regresado de España, la independencia de sus países habría llegado igual. Exaltó lo colectivo con bella verba sin privarse de ser en escena la vera imagen de un líder de masas. Con el presidente argentino fue obsequioso y detallado. Elogió su voluntad política y habló de “Néstor” y “Cristina” como si fueran de la familia. Al fin y al cabo son “hijos de la misma crisis y por lo tanto somos hermanos”. El presidente de Venezuela, un orador de masas dotado de chispa y de recursos, estuvo a sus anchas.

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La cancha: Las tribunas estaban casi colmadas, el campo de juego (achicado algo por la ubicación del palco y los asientos de invitados) colmado. Decenas de miles de asistentes pertenecientes a surtidas agrupaciones políticas y sociales llenaron de alegría la cancha de Ferro. Una vastedad política se expresaba en la proliferación de banderas. El folklore peronista y el de la izquierda, en proporciones distintas, se combinaban en los estandartes, en los nombres de las agrupaciones. Cuando se cantó el himno, algunos (los más) saludaban con los dedos en “ve”. Otros, los menos, con el puño en alto. En simétrica proporción se repartieron vítores para el Presidente versus chiflidos o silencios sonoros. La coexistencia y la conducta de la concurrencia, según la mirada directa del cronista, fueron notables. No hubo agresiones, no circulaban muchas bebidas alcohólicas. Los paramédicos atendían a gente asfixiada contra el alambre, no a golpeados o gaseados. Militantes y base tangible de los movimientos sociales produjeron un acto ejemplar, que era un logro antes de que empezaran los discursos.

La seguridad corrió por cuenta de las organizaciones sociales. La policía no entró en el estadio. La pechera azul identificó a “mil compañeros” según la estimación de un par de ellos, que seguramente redondea un poco a más. Lo cierto es que no hubo prepotencia, actos de matonería, el estilo San Vicente u Hospital Francés. Quienes convocan a militantes o a ciudadanos organizados no producen escenas propias del fútbol de primera o de actos del PJ tradicional.

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Tardó en entrar en tema, pero luego se explayó. El eje de un relato que transitó todos los registros oratorios (el sarcasmo, el envite a la tribuna, la indignación, el saludo a los aliados que no están presentes o ya no están vivos) fue la oposición contra el proyecto de Bush. Amén de las referencias a su CI (que le fueron enviadas por Fidel), Chávez se ensañó con dos enunciaciones de George W: la promesa de ayuda a la región y la comparación entre Washington y Bolívar. Ninguneó a la primera, la cotejó con datos de asistencia social ya existente o con un puñado de billetes que sacó del bolsillo de su pantalón. Relató su remake de “Vidas paralelas”. Entre Washington (que murió hacendado y rodeado de esclavos) y Bolívar (que “nació de cuna rica”, vendió sus haciendas, liberó a sus esclavos para hacerlos soldados y fue amortajado con una camisa prestada). Las proyecciones futuras se concluyen de cajón. Se glosaron con epítetos, menciones a los pueblos, sus líderes, los imperios, las malinches.

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El barrio: El entorno de la cancha, un barrio porteño de clase media, puso de punta a la custodia de Chávez. Calles no muy anchas, pobladas de casas y departamentos, no les parecían un paraje seguro. Acostumbrado al fútbol, el vecindario no se sorprendió mucho con los bondis y las vallas.

Carteles en la platea recuerdan los años 1982 y 1984 en los que Ferro salió campeón de primera. Por entonces sólo asomaban sobre la cancha (como una platea privilegiada) un molino que está detrás de un arco y un par de edificios de pisos. Ahora ésa es una zona de torres y varias dominan el estadio. No había tanta gente en los balcones de las torres pispeando pero un par mostraban su corazoncito: un cartel de Suteba en uno y una bandera brasileña en otro saludaban al acto.

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A una “mera casualidad”, pontificó el orador central, se debió la coincidencia entre su prepautada venida a la Argentina y el periplo de Bush por Brasil y Uruguay. “Una merísima casualidad” machacó. Mas luego dejó constancia de que el acto no era casualidad sino un designio político compartido con “Néstor”.

Ducho en interpelar a la gente, el presidente no hizo un discurso doctrinario ni una profecía del futuro. Más bien pintó el cuadro de situación y revistó a la tropa propia.

De pronto, Chávez aludió al río y preguntó a la tribuna dónde quedaba, mientras señalaba a su izquierda, vagamente. De pasada, dio cuenta de su condición de visitante, de la que tomó debida razón en sus alabanzas a su colega argentino y en variadas omisiones. No habló mucho de la política actual de su país, de su lanzada incursión en el socialismo. Sí despotricó contra la invasión de Irak pero ahorró alusiones a Irán, que habrían caído enojosas a sus anfitriones.

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Madres: Hebe de Bonafini y las madres de su Asociación fueron recibidas con una ovación, las circundó una nube de fotógrafos como hubiera dicho José María Muñoz. Las Madres ocuparon la primera fila de invitados. Se las invitó a subir al escenario justo cuando Víctor Heredia cantaba “Sobreviviendo” a coro con la concurrencia. La emoción era algo tangible, no habría sido mayor si se hubiera planificado la sincronía entre la llegada y la música.

Hebe habló poco, enumeró a todos los que organizaron el acto, prodigó una mención encomiosa a Kirchner y anunció los himnos de Argentina y Venezuela. Los escuchó con una mano sobre el corazón. Chávez acompasó el argentino con puñetazos al aire y se sumó al conjunto en el estribillo final “o juremos con gloria morir”.

En una torre, solita su alma, una mujer delgada sacudía la bandera brasileña al son de los himnos.

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Fidel Castro inauguró la costumbre, de modo inesperado, en la Facultad de Derecho. Los otros actos fueron previstos, organizados, tolerados o prohijados por el gobierno argentino. Evo Morales, Michelle Bachelet y Chávez tuvieron sus auditorios masivos, un reflejo en las calles o en las canchas de un planteo político novedoso.

Astuto, agudo, coloquial, inclinado al repaso histórico con eventuales derrapes al panfleto, Chávez mostró ayer que no es primerizo en esos manes en las pampas.

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Un cartel de la FTV honraba con caricaturas esforzadas a Castro, Chávez, Kirchner, Lula y Tabaré Vázquez. “Es viejo, de hace un par de años, le faltan Evo, el ecuatoriano Correa y Ortega” se ensanchaba un dirigente militante que, como tantos, se sorprendía de participar de un acontecimiento inimaginable hace cinco o diez años.

El día fue chavista: solcito, veinte grados al ocaso, un viento aliviador recorriendo el campo de juego.

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