Martes, 27 de marzo de 2007 | Hoy
Por Juan Sasturain
para el Coco Manoukian
Como les pasa a muchos en este país saludablemente mezclado y entreverado de idiomas y razas, desde siempre o al menos desde que me acuerdo, la grafía, la pronunciación de mi apellido ha sido motivo de múltiples distorsiones. Todas las que se imaginen, y algunas más. Mi viejo, argentino hijo de inmigrantes, me enseñó que los Sasturain éramos de origen vasco-navarro –de esos hermosos vallecitos de arriba de Pamplona y pegados a la frontera francesa que conocí ya de grande– y que, además, era bueno ser eso. En realidad –aunque me gustó buscar la aldea y charlar con los parientes que encontré–, nunca me interesó demasiado la cuestión ni “soy” ni me sentí ni “me siento vasco” o lo que fuere. Sin embargo, me quedó el reflejo casi airado de exigir la corrección a la hora de escribir/pronunciar mi apellido. Es decir: me revienta que me lo digan mal, que por torpeza, desatención o negligencia me saquen del casillero que me tocó.
Pero es inútil. El ejemplo mayor fue en mi pueblo, durante el secundario. Tuve un rector atildado y distraído hasta la agresión que, pese a mis esfuerzos, no vaciló ni dudó jamás a la hora de nombrarme mal en público y en privado. Incluso el último día, cuando me entregó el diploma –que quién sabe dónde carajo estará ahora y escrito cómo...– dijo como siempre, serena y estúpidamente: Bachiller 1963, Juan Sasturian. El bueno de Ricardo F., un verdadero nabo en realidad, al invertir el orden de las vocales de la última sílaba, me armenizaba sistemáticamente el apellido. Porque algo que había aprendido era que los de terminación “ain” –como Erdosain– éramos vascos y los “ian” –como Karadajian– eran armenios. Y de los armenios, en realidad, lo único que sabía era que yo no lo era. Porque Armenia ni siquiera estaba en el mapa; o estaba, pero escondida.
Eran, y serían por décadas aún, los tiempos de la URSS, esa unión menos férrea de lo que suponía la homogénea y hegemónica mancha coloreada que saturaba el mapa de un solo color desde los Urales a Vladivostock. Y ahí, entre el Mar Negro y el Caspio, el pespunte que limitaba a Armenia la cosía con otras tantas naciones fantasma para nuestra ignorancia: Georgia, Azerbaiján, nombres rarísimos.
Eran también los años en que me vine a Buenos Aires y los apellidos armenios empezaron a asociarse con barrios precisos, con alfombras, con rollos de tela apilados y cejas nutridas detrás del mostrador. Hasta que cierto día –¿habrá sido en los sesenta?– vi por primera vez un afiche barato, en blanco y negro, con algo de artesanal o de trajinado en las popularísimas prensas de La familia Italiana que mostraba lo intolerable: las cabezas cortadas expuestas en repisas, los cuerpos colgados oscuros y mutilados, las fotos del espanto. Arriba, la consigna que reivindicaba una espantosa prioridad: “Armenia, primer genocidio del siglo XX”, y después la cifra inconcebible del millón y medio de armenios “asesinados por los turcos” entre 1915 y 1923. ¿Qué turcos eran ésos? Los turcos de Turquía, habría que decir. El Estado turco más precisamente, supimos después.
Porque por esas paradojas criollas de esta tierra aluvional –judíos que son “rusos”, españoles devenidos indiscriminados “gallegos”, colorados de ojos claros bautizados “polacos”–, no sólo los sirio-libaneses y árabes en general fueron “turcos” en la denominación coloquial del barrio, sino que en la misma bolsa cayeron los/nuestros armenios: así fue el equívoco turco Markarian, aquel wing izquierdo del Boca campeón del ’54 que cerraba el recitado de la formación inolvidable, y es mi amigo el entrañable turco Bedoian, el capo de la revista Ñ, pero sobre todo el contador de cuentos tucumanos más grande del mundo.
Ha pasado el tiempo. Una demorada pero efectiva vocación de justicia, la experiencia en carne propia de las aberraciones del terrorismo de Estado y el laburo consecuente del Consejo Nacional Armenio de Sudamérica han hecho posible la reciente ley 26.199 de Reconocimiento del Genocidio Armenio sancionada por el Congreso de la Nación el 13 de diciembre del año pasado, que establece la existencia del genocidio perpetrado (y no reconocido) por el Estado turco sobre el pueblo armenio e instituye el 24 de abril como “Día de acción por la Tolerancia y respeto entre los pueblos”.
Acaso es por todo esto, por la culposa ignorancia personal, por la ceguera colectiva, pero sobre todo por subrayar la trascendencia que esta ley de la Nación tiene como gesto y toma de posición internacional, que por una vez –esta vez– no corrijo el apellido y firmo Sasturian, como si fuera el armenio que no soy.
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