Miércoles, 18 de julio de 2007 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
desde Barcelona
UNO Ayer volví a ver a Woody Allen. Digo que volví a verlo porque fue la cuarta vez en pocos días en que me lo crucé por Barcelona. Inconfundible e imposible de confundirlo con otro, idénticamente parecido a sí mismo: el andar tartamudo, el sombrero verde de pescador de fin de semana, los anteojos como marca registrada y esa incómoda felicidad de saberse reconocible y reconocido en cualquier parte del mundo. Es decir: Madonna lejos de los reflectores puede pasar desapercibida, hay tantos modelos como Beckham y el rostro de J. K. Rowling es tan fácil de ignorar. Así, los tres no son nada fuera de su contexto y de su territorio. Pero Woody Allen está –para bien y para mal– condenado a no pasar desapercibido y a ser Woody Allen las 24 horas del día. Así, ver a Woody Allen en la calle, paseando, es ver a Woody Allen haciendo lo suyo. Porque uno ya ha visto y seguirá viendo a Woody Allen pasear, tantas veces, por las calles de sus películas.
DOS Y la cuestión es qué le pasa a uno cuando se cruza con Woody Allen. La pregunta es si se cruza uno con el Woody Allen de sus primeras películas cómicas, con el que se reinventa automitificándose como paradigmático antihéroe intelectual en Annie Hall y Manhattan, con el que alcanza su madurez creativa con la acaso ya irrepetible trilogía compuesta por Hannah y sus hermanas, Crímenes y pecados y Maridos y esposas o con el de la lenta decadencia con espasmos de genio que surgió de entre las ruinas del escándalo Soon-Yi. La respuesta no es sencilla para quien creció con Woody Allen, que siente a Woody Allen como parte de su vida, y que se entusiasma con un retorno a la buena forma en Match-Point para casi enseguida contemplar horrorizado y a través de los dedos que cubren a los ojos la estupidez insalvable de Scoop.
Ahora, cansado de New York (o el cine norteamericano cansado de él), aparentemente cerrado su período inglés (semanas atrás el escritor británico William Boyd me comentaba que sus compatriotas todavía no han asimilado la burda caricaturización con que los retrató el norteamericano), Woody Allen ha aterrizado en España para filmar, hasta el 23 de agosto, lo que ha definido como una “carta de amor” a Barcelona (con posdata a Oviedo, donde se rodarán unas escenas quizá porque esa ciudad alberga una estatua erigida a su genio y gloria) y yo me cruzo a Woody Allen por la calle, a cada rato. Y la gente –niños, ancianos y fans de una ciudad que lo adora desde hace mucho– aúlla “¡Woody! ¡Woody!” pronunciándolo como “¡Vúdi! ¡Vúdi!”. Y ahí viene y ahí va él, con sonrisa de no saber dónde meterse, con esa cara que pone cuando se mete en cualquiera de sus películas.
TRES Y yo –ganado por la Vudimanía y buscando esclarecer el misterio de qué significa Woody Allen para mí aquí y ahora– entré en una librería del Eixample y me compré el Mere Anarchy. El primer libro de Woody Allen –reuniendo ensayos, parodias y relatos principalmente publicados en The New Yorker– en un cuarto de siglo. Había pilas. También había varios ejemplares de The Insanity Defense conteniendo los tantas veces leídos y releídos por mí Cómo acabar de una buena vez por todas con la cultura, Sin plumas y Perfiles. Y la verdad es que hace mucho que no hojeaba los tres primeros y lo cierto es que este cuarto (hojeo ahora los tres primeros, Mere Anarchy no tiene nada que esté a la altura de, por ejemplo, “El episodio Kugelmass”) me produjo una impresión ambigua: el placer del ingenio de siempre y el embarazo de anticipar cada uno de los chistes. Casi casi lo que suele ocurrir con las últimas películas de Woody Allen: una mezcla de déjà vu con jet-lag. Casi seguro –me temo– lo que va a ocurrirme con la españolada que Woody Allen ha venido a filmar a España. Porque digamos que, de entrada, la cosa no pinta muy bien: turista norteamericana (Scarlett Johansson) seducida por pícaro local (Javier Bardem) con novia muy celosa (Penélope Cruz). Ya me los imagino: entrando y saliendo y corriendo por callejones del Barrio Gótico. Parece que el personaje de Bardem iba a ser –en principio– un torero; pero consejeros catalanes convencieron a Woody Allen de que lo convierta en pintor. Es que Barcelona es la ciudad menos taurina de la península y hasta el muy anunciado y reciente retorno del matador misterioso José Tomás fue recibido a regañadientes por los locales. No sé, no sé... No sé si tengo ganas de ver a una rubia hablando rápido junto a la Sagrada Familia: seguramente la obra más lenta en toda la historia de la arquitectura moderna.
CUATRO Y tiene gracia eso de que el gran Hommo Manhattaniensis –por obligación o decisión– se haya convertido en un cineasta nómade cruzado con agente de viajes como aquellos antiguos directores a sueldo de los grandes estudios paseándose por Río o por París en busca de color local a sublimar en technicolor. Y lo cierto es que Barcelona se ha rendido a sus piecitos: millonario fondo de subvención salido de la arcas públicas (con la excusa de promocionar una ciudad a la que lo que le sobran son turistas alcoholizados y pedaleando a toda velocidad por las veredas), cierre de calles emblemáticas y de atracciones fetiche (los otros días Woody Allen anduvo filmando por las Ramblas y dentro de La Pedrera), escenificación de fiestas tradicionales fuera de fecha (un correfoc) y encendidas declaraciones de Jaume Roures –productor– refiriéndose a los contratiempos urbanos causados por el rodaje. “La ciudad y el país han de promover estas cosas, que favorecen a hacer un gran spot publicitario de lo que es Barcelona y Catalunya y que verán cien millones de personas”, dijo Roures. Y me parece que alguien le exageró un poquito a Roures el número de espectadores que suele pagar la entrada para ver una película de Woody Allen.
CINCO Y me pregunto cuál es el siguiente paso, la siguiente parada. No lo veo en la Bombay de Bollywood ni en la Corea ultraviolenta y mucho menos en la Caracas del Bolívar Reencarnado. ¿Buenos Aires? No me parece improbable. Sobre todo ahora que nieva y que puede presentar copos a la altura de los de los copos dinásticos de Iván El Terrible, los copos irrecuperables de El ciudadano, los copos amorosos de Doctor Zhivago, los copos epifánicos de Edward Scissorhands, los copos criminales de Fargo y los copos woodyallenianos que, si mal no recuerdo, caen sobre Alvy Singer y Hannah y los suyos. Buscar locaciones en el Malba, en La Biela, en Palermo Hollywood o, mejor, crear rápidamente un Palermo Woody. Sobran actores y actrices que se educaron viendo las películas de Woody Allen y que –sometidos a previo tratamiento y entrenamiento– no tendrán dificultades para superar la extrañeza de tener que memorizar líneas de un guión donde no figurarán las palabras boludo y pelotudo.
¿Y de qué trataría una hipotética película “argentina” de Woody Allen? Supongo que de psicoanalistas judíos, de psicoanalizados ateos, de amantes jóvenes y de ex esposas curtidas, de envidias entre intelectuales, de familias disfuncionales, de cosas así...
Y tal vez entonces –sin imaginarlo en el más imposible de sus sueños, sin esperarlo ni habérselo propuesto– Woody Allen habrá vuelto, por fin, a casa.
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