CULTURA › SHILA VILKER, MAXIMILIANO MATAYOSHI, JUAN TERRANOVA Y SAMANTA SCHWEBLIN
El Sub-30 de la literatura argentina
Los cuatro publicaron ya sus primeros libros. Aunque todavía se muestran a salvo de internas y de capillas literarias, sólo comparten un espacio generacional. En esta nota cuentan qué los lleva a escribir, a quiénes plagian y cómo se las ingenian para dar a conocer lo suyo en el mercado editorial.
No viven de la literatura, pero ya publicaron sus primeros libros y están conquistando, paso a paso y de boca en boca, un lugar entre los nuevos narradores, lejos de las discusiones estériles y las internas. Nacieron entre 1974 y 1979 y podrían formar un seleccionado sub-30 de la narrativa argentina. En el arco, Maximiliano Matayoshi, 26 años, estudiante de traductorado de inglés, autor de Gaijin (Alfaguara), premio primera novela UNAM-Alfaguara 2002, un escritor que confiesa que le molestan los adjetivos y que trata de escribir de la manera más sencilla posible porque lo suyo es mostrar la imagen, la acción. En defensa, Samanta Schweblin, 27 años, diseñadora de páginas web, ganadora del primer Premio Haroldo Conti y del Fondo Nacional de las Artes en 2001, autora de los cuentos que integran El núcleo del disturbio (Destino). En el mediocampo, Juan Terranova, 30 años, egresado de Letras en la UBA, autor de El caníbal y El bailarín de tango (ediciones Deldragón). Y en la punta, Shila Vilker, 31 años, licenciada en Ciencias de la Comunicación, docente e investigadora, autora de Le digo me dice (Paradiso), una novela que apuesta por una suerte de transvanguardia literaria.
“Yo escribo porque si no me embolo”, dice Matayoshi, autor de Gaijin, a Página/12. “Cuando escribo con alma, cuando lo hago bien, es como si estuviera gritando”, aclara. “La historia de mi vida es muchos ‘no responder’ que ahora los estoy sacando afuera.” Matayoshi admite que es “muy perezoso” a la hora de sentarse a escribir. Schweblin cuenta que escribe desde chica. “Yo le dictaba las historias a mi vieja –recuerda–. Tengo un cuento de un zapallo, de los cuatro años, que para mí es el mejor que escribí.” Terranova relaciona su fruición por la escritura con el placer que siente por la lectura, pero también hace hincapié en un aspecto generacional: “En los ’90 todo se estaba desmantelando y yo chocaba mucho con mis viejos, entonces encontraba en la literatura cosas sólidas, verdades incorruptibles con las que me identificaba”. Aunque entiende lo que plantea Terranova, y en parte coincide, Vilker prefiere poner esos conceptos en términos “más juguetones”: “La escritura permite abrir ciertos resquicios, muchas veces de comicidad”.
Samanta afirma que tuvo suerte con la publicación de El núcleo del disturbio y no dice, acaso por pudor, que además de ese factor azaroso, ella tiene oficio para atrapar a los lectores con relatos como La pesada valija de Benavídez o Hacia la alegre civilización de la capital. El año clave para ella fue 2001: ganó el primer premio del Concurso Haroldo Conti y el del Fondo Nacional de las Artes. Con el dinero obtenido se animó a viajar de Hurlingham hasta la capital para probar suerte en un par de editoriales. “Lo mío fue surrealista: me llamaron para confirmarme que me iban a editar el libro en diciembre de 2001. Me fijé varias veces si el teléfono estaba bien enchufado, o si no había sido mi hermana, que me había llamado del otro cuarto”, bromea Schweblin.
Juan reconoce que no tuvo problemas para publicar sus dos primeras novelas, El caníbal y El bailarín de tango, pero ahora no puede editar una tercera, Perlas y venenos, que terminó de escribir hace un año. “Eso me desanima un poco –asegura–. Pero también es cierto que no recorro mucho las editoriales y que en algún punto estoy esperando que me vengan a buscar, y eso es lo peor que puedo hacer.” Shila prefiere desacralizar la figura del escritor. “Me resulta difícil proyectar una vida como escritora solamente, sería condenarme a tener un marido con guita.”
Juan Terranova: –Yo no le diría no a un marido con guita... (risas).
Shila Vilker: –Es difícil publicar para alguien que recién arranca; los circuitos editoriales son muy cerrados, pero tuve suerte porque no pululé de editor en editor, y tampoco creo que lo hubiese hecho. Llevé el original de mi novela (Le digo me dice) a Paradiso y me la publicaron. Lo más complejo es ser aceptado, pero también es muy duro tomar la decisión de sacar los materiales del cajón para ir a mostrárselos a alguien.
Maximiliano, que insiste en que es un perezoso por naturaleza, revela que no hizo demasiados esfuerzos: “El universo se alineó perfecto para que yo participara en el concurso de la UNAM, lo ganara y me publicaran el libro”. No tienen reparos ni objeciones cuando hablan de herencias, de obras fundamentales que inciden en sus escrituras, de influencias, de fanatismos literarios –el berretín por un autor o un libro– o como se lo quiera llamar. Juan enumera una serie de escritores que le provocan envidia: Carlos Gamerro, Alan Pauls y Fabián Casas, al que siente más cercano. “Cuando leí por primera vez La máquina de hacer paraguayitos (de Washington Cucurto), dije ‘uy, acá hay algo’”, dice Terranova.
–¿Cómo juega la influencia de Piglia, entonces, en El caníbal?
–A Piglia y a Lamborghini directamente los plagio. Me parece que el plagio es una actividad de la cual no hay que renegar. Cuando termino de plagiar a un autor, me interesa un poco menos, ya lo vampiricé y entonces tengo una deuda saldada. Con Piglia me pasó eso.
Shila dice que la obra de los hermanos Lamborghini –Osvaldo y Leónidas– es una marca fundamental. “Yo soy hija de la sociedad de masas. En mi novela extremé y radicalicé ciertos recursos de Puig en el manejo de los registros de la cultura popular.” Por sus rasgos orientales –es hijo de un inmigrante japonés–, al autor de Gaijin le endilgaban una herencia con la prosa oriental que a él le provocaba risa. “Yo no había leído nada de literatura oriental cuando escribí mi novela. Por eso le pifio mal en algunas cosas; yo no sabía nombres en japonés y empecé a inventar, y a uno de los personajes le puse Kenzo, por el perfume.” Pero Matayoshi no oculta la influencia de Salinger, de quien tomó prestada la forma de redactar y de hacer flashbacks todo el tiempo. “Lo que más me estimula para escribir son mis propios malentendidos”, asegura Samanta.
–¿Cómo es eso?
–Soy muy distraída, puedo ir a un lugar en coche y volver en colectivo, tengo serios problemas (risas). Confundo las cosas, las entiendo mal, leo un libro que me gusta mucho y en la cuarta página me doy cuenta de que estoy leyendo cualquier cosa, lo que se me canta. Y eso quizá termina siendo un cuento mío. Laburo mucho desde las imágenes.
–¿Por qué escribe cuentos, un género que cotiza en baja?
–Ojalá lo supiera... Me parece que las ideas, por sí solas, te piden a gritos un formato y un estilo. Yo no podría hacer una novela con uno de mis cuentos, porque escribo de atrás para adelante. Antes de sentarme a escribir, sé lo que necesita el cuento. Quizás este sistema sea el que atenta contra la posibilidad de escribir una novela.
“Voy a plagiarte el sistema”, interviene Matayoshi. “Yo estaba muy peleado con la colectividad japonesa en la Argentina porque los veía muy cerrados, muy a la defensiva todo el tiempo y era algo que me molestaba mucho”, subraya el autor de Gaijin. “Fui a Japón, invitado como representante de la colectividad, y le di caños a todo el mundo, aproveché, no me iba a quedar callado, así que no creo que me vuelvan a invitar”, pronostica. “Mi relación es de amor y odio. Lo mío es tratar de entender un poco mi cultura japonesa; eso me estimula a la hora de escribir historias.” A Juan le tira el presente: “Termino de escribir algo y me pregunto si refleja lo que me estaba pasando en ese momento. Después de dos meses me parece viejo o que perdió intensidad”, precisa. El autor de El caníbal cuenta por qué le gusta tanto cortar y pegar noticias publicadas en los diarios. “Hay una tradición de trabajo con materiales que se supone no son literarios, como lo hace Leónidas Lamborghini. Sarmiento me gusta mucho, lo leo como un escritor ansioso por construir la Argentina. Recuerdos de provincia es el principio de una literatura salvaje que llega hasta Lamborghini”, plantea. “¡Cómo no usar los recortes del diario, si abrís Crónica y leés noticias que son literatura!” En uno de los epígrafes con los que abre El caníbal, Joyce le advertía a Djuna Barnes: “Un escritor nunca debe escribir sobre lo extraordinario: eso queda para el periodista”.