Viernes, 1 de agosto de 2014 | Hoy
DEPORTES › OPINIóN
Por Gustavo Veiga
Su cuerpo le dijo basta antes de que el retiro voluntario o una impensada derrota electoral en la AFA que jamás se consumó. Murió Julio Grondona y es como afirmar que se murió una época, y no cualquier época del fútbol argentino: 35 años habían pasado, hasta ayer, un 30 de julio de 2014 que quedará asociado en el calendario con aquel 6 de abril de 1979, en que asumió la presidencia de ese ministerio imaginario desde donde ejerció el poder. ¿Qué decir que no se haya dicho de este dirigente omnipresente en cada éxito o fracaso de nuestro principal deporte, en cada campeonato casero o Mundial extramuros?
Caudillo vehemente, en él convivían ese miedo atávico que transmitía Alberto Barceló –el ex intendente conservador de Avellaneda– y el afán conciliador de los políticos atentos a cualquier rebelión en su rebaño. Supo sofocar las resistencias a su continuidad con la táctica del palo y el caramelo. No le hacía falta levantar la voz o amenazar para infundir temor en sus interlocutores. Su sola presencia bastaba.
Sobraban genuflexos a su alrededor que le contaban lo que necesitaba o quería saber. También tuvo amigos y enemigos dentro del poder o fuera de él. En todos los gobiernos que, a su paso como máximo dirigente de la AFA, fueron demasiados: desde los dictadores Videla a Bignone del régimen genocida del ’76 hasta los últimos de Néstor y Cristina Kirchner, que impulsaron los juicios de lesa humanidad contra esos mismos dictadores.
A Grondona le había conferido el poder del fútbol una asamblea de directivos monitoreada a control remoto por el vicealmirante Carlos Alberto Lacoste. Nunca nadie pudo sacarlo de su poltrona en la calle Viamonte. La inauguró con un título mundial y dos figuras que, como él, marcaron la historia de nuestras selecciones nacionales: Diego Maradona y César Luis Menotti, personajes clave de aquel campeón mundial juvenil del ’79.
Poco se recuerda que ejerció en paralelo las presidencias de la AFA e Independiente hasta 1981. Ese año renunció al club –su segundo amor, el primero era Arsenal– donde había asumido el gobierno al frente de la Lista Roja.
Soportó el fracaso en su primer Mundial del ’82, pero tuvo revancha en el segundo, cuatro años después. De Menotti pasó a Bilardo, casi un exabrupto a la idiosincrasia futbolera mamada en las décadas anteriores del fútbol nacional. También en su larga gestión, la clase obrera del fútbol fue al paraíso. Salieron campeones, entre otros, Ferro y Argentinos, que hoy juegan en la B Nacional, y su Arsenal, que ya lleva doce años en Primera División.
En 1985 le vendió al empresario Carlos Avila los primeros derechos del fútbol televisado. Amasó a partir de ahí una fortuna diversificada. Desde la vicepresidencia de la FIFA controló las finanzas del mundo, porque el mundo, según él, era la multinacional de la pelota. Sentó las bases del millonario negocio televisivo, cambió de socios y pasó de Clarín al gobierno nacional, pero la mayoría de los clubes siguió arruinada hasta nuestros días. Le faltaron agallas o se hizo el distraído para resolver problemas de fondo. El peor de todos: contribuir a terminar con las barras bravas, prohijadas más de una vez desde la AFA que gobernó como un patriarca.
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