Viernes, 1 de agosto de 2014 | Hoy
EL MUNDO › A UN SIGLO DEL ASESINATO DEL ESCRITOR Y FEROZ CRíTICO DEL CAPITALISMO SALVAJE
Encarnación apasionada de un socialismo humanista y pacífico, el pensamiento de Jean Jaurès es de una vigencia permanente. Las conferencias públicas que ofreció en Buenos Aires llenaron las salas. Fue asesinado hace un siglo.
Por Eduardo Febbro
Página/12 En Francia
Desde París
Pocos defensores de la humanidad contra el capitalismo han sido tan expoliados como el líder socialista francés Jean Jaurès, de quien se cumple un siglo de su asesinato ocurrido el 31 de julio de 1914 en el Café du Croissant, en el distrito dos de la capital francesa. El café existe siempre. Resistió al voraz apetito financiero de un capitalismo en quien el fundador del socialismo francés veía, a principios del siglo XX, un ente “contrario al ideal de justicia social y al principio de humanidad”. Su pensamiento ha sido captado por la derecha, la extrema derecha, el socialismo autoritario moderno y los románticos sin partido. Jaurès es un hombre de una modernidad sobrecogedora. Cualquiera de sus citas definen con una precisión quirúrgica el combate que la cínica avidez de la oligarquía financiera reactualiza cada semana. En estos días en que los buitres desgarran el alma del Estado mediante una barbarie judicial sin precedentes, Jean Jaurès se sigue enfrentando con esos fondos cuyas prerrogativas valen más que la misma humanidad que destruyen. “El capitalismo lleva en sí mismo la guerra como las nubes llevan la tormenta”, decía Jaurès. Y sabía de lo que estaba hablando: el militante nacionalista Raúl Villain ultimó a Jaurès de un tiro tres días después de que el viejo emperador François-Joseph I de Austria le declarara la guerra a Serbia luego del asesinato del archiduque François-Ferdinand en Sarajevo. Ese fue el preámbulo a la Primera Guerra Mundial: el gobierno austrohúngaro atacó a Serbia, Alemania apoyó a Austria, Rusia a Serbia y el juego de los respaldos arrastró a las demás potencias hasta el abismo final de la guerra.
El fatalismo de la austeridad que gobierna hoy a los Estados de Europa le era totalmente extranjero. “Espero, pese a todo”, solía decir este pensador político portador de un entusiasmo que persistió pese a las guerras y las traiciones. Jaurès era un hombre de terreno, un infatigable testigo de la situación de los obreros y los campesinos. Su compromiso físico con el mundo contrasta con la pasividad literaria de los dirigentes e intelectuales contemporáneos. Jaurès conocía la realidad obrera y campesina y los estragos que el capitalismo del siglo naciente hacía entre la gente. Por eso decía: “Mientras que en cada nación una clase restringida de hombres detente los grandes medios de producción y de intercambio, mientras que esa clase pueda imponer a las sociedades que domina su propia ley, que es la competencia ilimitada, habrá siempre gérmenes de guerra”. La afirmación es extensible al calamitoso sistema internacional actual. Un ejemplo hediondo de esa “dominación” es el poder que detentan los fondos buitre, su capacidad a torcer la razón de la Justicia y a tornarla un lacayo de los intereses de un lobby. ¿Qué hubiese pasado si en vez de la Argentina, país pacífico y sin fuerzas armadas estratégicas que jueguen en el escenario mundial, la víctima hubiese sido China o Rusia? La guerra, o algunas de sus reencarnaciones, hubiese asignado sus batallas.
Contrariamente a Marx, para quien el socialismo era una suerte de prescripción inobjetable de la historia, Jean Jaurès asimilaba el ideal socialista a un principio de justicia sólo realizable con los actos. Y los actos son la valentía, ese coraje que Jaurès definía así: “El coraje consiste en ir hacia el ideal y comprender lo real”. Encarnación apasionada de un socialismo humanista y pacífico, el pensamiento de Jean Jaurès es de una vigencia permanente. No se trata de un reflejo nostálgico ante las ideas de un hombre que marcó su siglo, sino de un acto simple de lucidez ante un siglo XXI que, más allá de los avances y juguetes tecnológicos, funciona con los mismos parámetros que denunció el político francés, o sea, la injusticia, la desigualdad social, las oligarquías opresoras. Jean Jaurès fundó el diario L’Humanité. El nombre de este rotativo resume todo su sueño: no era un dogmático, un creador de sistemas, sino un hombre que aspiraba a rehabilitar la humanidad. En el editorial del primer número de L’Humanité (18 de abril 1904), Jaurès escribió: “El sublime esfuerzo del proletario internacional consiste en reconciliar a los pueblos mediante la universal justicia social. Entonces y solo entonces habrá una humanidad reflexionando sobre su unidad superior en la diversidad viva de las naciones amigas y libres”. ¿Idealista? ¿Exagerado? No. El proletariado internacional existe, sólo que el capitalismo le cambió el nombre y se arregló, con la ayuda de sus soldados de turno, los medios, para volverlo invisible. Al personal de limpieza se le llama en Francia “técnico de superficie”. Los plomeros o electricistas que reparten folletos se hacen llamar “técnicos de barrio”. Pero sus realidades son proletarias, o sea, injustas. Y también están los nuevos obreros, los proletarios digitales explotados detrás de una pantalla con la misma impiedad que los demás.
Jaurès era un republicano, un hombre de una rara estirpe: creía en la humanidad. Hay en él un ingrediente conmovedor, casi ausente de la acción política contemporánea y la mediocridad discursiva de los intelectuales: el amor, el amor político por la Humanidad. Entre julio y octubre de 1911, Jean Jaurès viajó a Brasil, Uruguay y la Argentina. Las conferencias públicas que ofreció en Buenos Aires llenaron las salas. Hay una que puede reencarnarse como una matriz en un planeta vestido de conformismo y pensamiento único, en donde las naciones o los seres humanos disonantes son vistos con sorna y menosprecio. Esa uniformidad ha neutralizado el entusiasmo. Jaurès lo reactualiza desde aquella Buenos Aires de 1911. El pensador francés conoció un Buenos Aires que recién veía surgir de sus entrañas las primeras estaciones de la línea A del subte (Plaza de Mayo- Plaza Miserere) y donde se bailaba el tango en el Armenonville y en el Pabellón de las Rosas. En aquel país nuevo cuya capital comenzaba a constituirse como un aluvión de diversidades, Jean Jaurès dijo: “Creo que apagar en el corazón de los hombres la llama del entusiasmo representa un peligro, y que si también matamos la fuerza del ideal que anima al poeta y la fuerza de la esperanza que levanta a los trabajadores, corremos el riesgo de tener une sociedad sin alma, sin coraje, sin fe”.
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