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En recuerdo del amigo Huang
Huang era cordial, puntual, amable, inocente, esperanzado. A los ojos occidentales su edad era bastante indescifrable, pero tenía 21. No le decíamos Huang, sino Juan, aquella manada de argentinos que asistíamos como invitados al Festival Internacional de la Juventud, que se celebraba en Corea del Norte. En la Argentina, Raúl Alfonsín huía de la presidencia dejando el camino abierto a Carlos Menem, pero esas noticias no llegaban, ni en broma, hasta Pyongyang. Juan era el traductor de la delegación argentina y lucía exageradamente conmovido por su papel, que le confería una autoridad evidente, al menos a sus propios ojos. Había aprendido español de un profesor coreano que había vivido en Cuba, por lo que lo hablaba con una mezcla intransferible de resonancias. Esperaba aprender cosas de los argentinos: palabras lunfardas, expresiones coloquiales, formas diferentes de saludar y despedirse. A medida que las incorporaba iba ejercitándolas, aun aquellas que no entendía del todo, pero que le simplificaban la comunicación, porque despertaban simpatía. “Esos fasos ¿son algentinos?”, preguntaba, y la sonrisa en la cara del interlocutor lo llenaba de alegría. “Juan está aprendiendo a hablar en argentino.”
Juan casi no hablaba de sí mismo, como si hubiese estado adiestrado. Decía que estaba orgulloso de vivir en Pyongyang, porque era la ciudad de los mejores, y que no extrañaba a su familia, que cultivaba arroz, en el interior. Cada vez que se refería al entonces presidente decía, como cualquier otro coreano del Norte, “el querido presidente Kim Il Sung”. Llevaba un pin con su rostro, que miraba arrobado, las pocas veces en que se sacaba su saco gris. Contaba que debía casarse antes de los 27, que era el tope de soltería fijado por el Estado para los que vivían en la ciudad de los mejores. Y el resto lo callaba. “No estoy con usteles para hablar de mí, sino para serles útil”, solía responder. Huang no entendía que su vida pudiese importarles a los únicos extranjeros con los que había conversado en su vida. Por entonces, sólo entraban a Corea del Norte un avión ruso por semana y uno chino, cada dos semanas. La doctrina suche del querido compañero afirmaba que Corea del Norte debía bastarse a sí misma para resolver sus propios problemas.
Una noche de ronda, en un bar, se produjo una discusión entre un grupo de italianos y un grupo de argentinos, por una chica checa. En un segundo la confraternidad socialista desapareció, y volaron cachetazos. Huang creyó necesario intervenir para separar, desde su 1,60 de estatura. Al italiano le pareció intolerable, y lo insultó. Le dijo coreano de mierda, mordiéndose los labios, su cara súbitamente llena de desprecio. Huang se puso en guardia, al estilo oriental. Los argentinos lo sacaron hacia atrás y se lo llevaron de la barra. Juan se desprendió rápidamente de los abrazos solidarios, se arregló la ropa, recompuso su caminar y dijo un emocionado “glacias, mis amigos”. El grupo ya había empezado la marcha hacia el bar de la otra cuadra, donde la cerveza sería igual de mala, pero había chicas de Francia, cuando Juan se paró en seco, giró y le gritó al italiano: “Sí, pero en el ‘66 los coreanos de mierda te eliminamos del Mundial”. Las carcajadas duraron cuadras. Huang se convirtió en un héroe, por esa noche.
Un domingo, caminando junto a un río, rodeado de decenas de familias que se divertían haciendo cola para comprar un helado, y de enamorados que se miraban sin tocarse, logré que Juan hablara de fútbol. Lo hizo primero sin naturalidad, como si tuviese el temor de estar revelando secretos de Estado. Pero al hablar, fue transformándose, olvidando su personalidad oficial. Habló de Maradona como un líder del Tercer Mundo y de Brasil como la demostración de que el futuro será de los oprimidos. Habló de primos a los que no conocía, vivían en Corea del Sur y jugaban en un club. Habló y habló, mirando a hurtadillas a derecha e izquierda, mientras la tarde se diluía. Al final, le pregunté si en el partido de México ‘86 había hinchado por Maradona o por Corea del Sur. Se sonrojó y bajó los ojos. “Por Corea del Sur: después de todo, yo soy coleano”, explicó, todo su discurso político desarmado por el sentimiento. Pensando en Juan, me despertaré temprano esta mañana a hinchar por Corea mirando televisión, pese a que me gusta muchísimo más el equipo turco. Es que yo, en el fondo, soy hincha de los Juanes.