ESPECTáCULOS
Un alegato pacifista, pero en plan superacción
La película “Misión en Cachemira”, de Vidhu Vinod Chopra, combina sin pruritos elementos de política-ficción con el más desbordado culebrón.
Por Horacio Bernades
La zona es una bomba de tiempo. Ubicada entre Afganistán, China, la India y Pakistán, en Cachemira una mayoría musulmana convive, desde hace siglos, con la minoría hindú. Pero el conflicto geopolítico pesa más que el religioso, con la India y Pakistán reclamando la totalidad de un territorio que desde hace más de medio siglo comparten. La permanente tensión a lo largo de la línea fronteriza puede trepar en cualquier momento a confrontación en gran escala, con ambos países echando mano de la amenaza nuclear. La volatilidad se acentúa por la acción de distintos movimientos guerrilleros separatistas en el enclave, así como por la explosiva proximidad de Afganistán.
Lejos del rigor de un documental y abrazando sin ningún complejo la condición de producto de entretenimiento, el cineasta Vidhu Vinod Chopra, nacido en la región, se propuso algo así como un alegato pacifista que al mismo tiempo funcionara como película de superacción a todo trapo. Mission Kashmir resultó una de las películas más vistas, comentadas y premiadas en la historia reciente del cine de la India, uno de los más poderosos del mundo. En la Argentina, Misión en Cachemira se conoce directamente en video distribuida por LK-Tel, que poco tiempo atrás había dado a conocer la saga del mismo origen Lagaan, candidata al Oscar 2002. Estupendamente filmada por Vinod Chopra –considerado uno de los más dotados cineastas de su país–, pero superpoblada de convenciones muy propias del cine indio, Misión en Cachemira combina con desparpajo elementos de política-ficción con el más desbordado culebrón familiar, el cine de acción y gran espectáculo con el alegato humanista, la love story y el musical con bailes y canciones. El resultado son dos horas y media de puros tiempos fuertes, donde todo está elevado a la enésima potencia.
La fábula contrapone, a lo largo de una década, a dos hombres de fe musulmana, a quienes su destino y el de toda la región enfrentarán a sangre y fuego. Amantísimo de su mujer, un padre de familia pierde a su único hijo en el más estúpido accidente doméstico. Cegado por el odio, el hombre –inspector de policía de la zona– arrasará una aldea a sangre y fuego como parte de un operativo antisecesionista, y terminará llevándose consigo a un niño a cuyos padres acaba de masacrar. Cuando descubra la verdad, el niño –a quien la madre ha adoptado ya en lugar del hijo faltante– jurará venganza. Diez años más tarde, ese niño es un joven militante segregacionista, que combate a las órdenes de un sanguinario terrorista afgano. A éste, ciertos siniestros poderes (¿no es el perfil de Bin Laden el que se recorta en un momento entre las sombras?) acaban de encomendarle un operativo secreto que deberá poner en llamas a toda la India. Para el huérfano, el operativo representa la ocasión de cobrarse venganza sobre el hombre al que más odia, por lo cual se propondrá hacerlo volar por los aires junto con el resto del país. Pero, a la larga, a nadie se le negará la posibilidad del arrepentimiento y la redención.
Folletín de luxe, la línea principal de Misión en Cachemira se ramifica en un montón de tramas y subtramas. Estas incluyen amores pasionales, odios viscerales, muertes de parientes cercanos, flashbacks, secuencias oníricas, crímenes a sangre fría y explosiones por doquier. Es la clase de película que sólo sabe de extremos, y la medida en que el espectador occidental se vincule con ella está estrechamente ligada a su disposición lúdica. Claro que, sobre todas las demás, la película de Chopra contiene una convención cinematográfica que dejará boquiabierto al más pintado: como nueve de cada diez películas indias, Misión en Cachemira incluye bailes y canciones coreografiadas y puestas en escena con todos los chiches. La trágica muerte del ser amado puede ocurrir en medio de una ligera canción pop o una bomba estallar en medio de un colorido número musical, despachando al otro mundo a la mitad de los cantantes y bailarines. Puede decirse cualquier cosa de Misión en Cachemira, menos queno se trata de una película única: ¿cuántos sangrientos alegatos político–musicales de superacción pacifista conoce el lector? No será muy confiable como film político. Pero como entretenimiento, nadie se quedará con las ganas.