EL PAíS › PANORAMA POLITICO
JUNTOS
Por J. M. Pasquini Durán
Mientras hay libertad de expresión y gente dispuesta a ejercerla, superando incluso la indiferencia o la presunta neutralidad, las historias oficiales de impunidad caen con la facilidad de un castillo de naipes. En menos de ocho horas, el gobierno transitorio tuvo que meterse en el bolsillo su versión sobre la violencia en Avellaneda, según la cual los piqueteros se mataban entre ellos, para reconocer que por lo menos uno de los muchachos muertos había sido fusilado a sangre fría por el jefe de la represión policial. Fotografías de los reporteros en el lugar y testigos presenciales acumularon suficiente evidencia para reconstruir un relato verosímil de la tragedia, punto de partida de un expediente judicial que pondrá a prueba de nuevo la dignidad de los tribunales. Por lo pronto, fueron aprehendidos dos oficiales superiores, puesto en disponibilidad un centenar de efectivos y dos reparticiones policiales intervenidas. Darío Santillán (21) y Maximiliano Conteki (25), militantes reconocidos de una fracción del movimiento nacional de trabajadores desocupados, no son las primeras víctimas del gatillo fácil de miembros de la “bonaerense”, pero a diferencia de crímenes anteriores, en esta ocasión hay buena parte de la sociedad que está harta de abusos, como se pudo ver en el arco multisectorial que se congregó en la Plaza de Mayo, desde ahorristas estafados hasta núcleos de piqueteros, todos hambrientos de justicia. Este compromiso cívico, capaz de restringir el método y el espacio de las “zonas liberadas” de la represión, tiene la misión de pararle la mano a las inclinaciones autoritarias de los débiles y de los retrógrados, así como la conquista de reivindicaciones tan elementales como el derecho al trabajo y el final del hambre.
El árbol no puede ocultar el bosque. Es auspicioso de verdad que en tan corto tiempo hayan sido identificados algunos de los autores materiales de los asesinatos de Avellaneda, pero hay otras preguntas que también merecen respuestas tan incontrastables como las fotografías. Es la responsabilidad política por la cacería a balazos a partir del Puente Pueyrredón. Ese mismo día hubo movilizaciones en por lo menos dos docenas de puestos diferentes de varias provincias, y en ninguna ocurrió lo mismo. No vaya a ser que ahora presenten las criminales represalias como el arrebato individual o el “exceso” de un puñado de bandidos con uniforme. Hay antecedentes en las crónicas políticas de los días previos que recogieron, sin que nadie las desautorizara, diversas opiniones a favor de imponer una sanción “ejemplarizadora” en contra de los piqueteros. Así quedó registrado después de la reunión del presidente transitorio con los gobernadores en La Pampa, aunque no eran sólo versiones periodísticas, ya que el mismo día de los dos asesinatos bonaerenses, además de decenas de heridos y presos, el jefe del Gabinete nacional y el ministro del Interior expusieron argumentos similares a los que se atribuían a los que reclamaban “mano dura” para disciplinar el orden social. Aún suponiendo que los represores de Avellaneda actuaron por su cuenta y riesgo, versión poco creíble, nadie puede negar que ese tipo de discursos podían ser interpretados con facilidad como guiños de complicidad.
Tan importante como condenar a los verdugos es delimitar las responsabilidades políticas, en todos los actores participantes. Algunos quieren ver en esos debates sobre el uso de la represión ciertos reflejos de las pujas internas que hoy desgarran a los jefes del peronismo de gobierno, excitados por el olor de una elección próxima para la sucesión presidencial. A partir de esa visión, incluso algunos analistas sin afiliación partidaria se sienten impulsados a respaldar a tal o cual dirigente en la suposición de que son más “progresistas” que otros del mismo palo, sin que ese apoyo consiga poco más que algunos gestos diferentes pero ninguna variación sustancial de políticas públicas. Otros prefieren cobijarse sobre la tan extendida consigna de “que se vayan todos y no quede ninguno”, porque consideran que de tanto sacudir el árbol se desprenderán las hojas secas sin hacer ruido, como acaba de suceder con la renuncia de Raúl Alfonsín al Senado. En esta hipótesis, quedan en pie los antiguos aparatos partidarios, aunque se renueve una parte de sus directivos, como si la impotencia actual para hacerse cargo de la realidad fuera sólo un defecto de figuras y no de modos de hacer política y de ejercer el poder. En casi todos estos casos, aun entre aquellos que están impacientes por abrir las urnas cuanto antes, hay cierta aprensión a empujar demasiado sobre el gobierno transitorio por temor a tumbarlo antes de tiempo, o sea antes de abrochar los acuerdos indispensables para retener las posiciones que disfrutan desde hace tanto tiempo. En esas especulaciones no hay lugar para dimitir el cargo por horrendos crímenes, como la desocupación, el hambre y la violencia asesina.
Sin embargo, entre este tipo de demócratas es frecuente escuchar disquisiciones sobre la composición ideológica y política del movimiento popular de resistencia, a partir de la pintura con brocha gorda de una mayoría de “moderados” y una minoría de “ultras”, según el grado de radicalidad que se le adjudica a las posiciones de unos y otros. De acuerdo con esa “inteligencia” de sesgo policial, el Puente Pueyrredón el miércoles estaría a cargo de los “ultras”, que serían fáciles de inducir a situaciones de violencia y que las eventuales consecuencias no tendrían respuestas solidarias entre los “moderados”. Por eso, los represores habrían elegido esa posición para “ejemplificar” el orden disciplinario. También los terroristas de Estado creyeron hace veinte años que podrían contar con Estados Unidos para desafiar en las islas Malvinas a los ingleses, principales aliados de Washington. Unos y otros pagaron sus cálculos con la sangre de muchachos del pueblo.
¿Acaso los “ultras” no existen? Si el calificativo quiere indicar a la izquierda más radicalizada, sería necio negar su presencia entre los piqueteros, que son los primeros en reconocer sus diferencias, lo mismo que en el movimiento popular de resistencia. ¿Sería posible imaginar un pensamiento único en una sociedad que hoy en día se caracteriza por la fragmentación cultural y política? Al contrario, la verdadera fuerza de estos movimientos está también en la diversidad de sus componentes, siempre y cuando cada parte sepa imponerse las limitaciones indispensables a favor del interés general. Además, aún los más sectarios tienen que dar cuenta de sus actos a la gente que los sigue, que no es una manada ciega como suponen los reaccionarios. El otro error de los que planifican la represión es que casi nunca tienen en cuenta las posibles actitudes de la sociedad, a la que presumen presa fácil de la manipulación y del miedo. Pero la muerte es un punto insoportable, desde la última dictadura, no importa bajo qué bandera se cometa. Los sueños de los muchachos asesinados por la espalda eran tan humildes como sus vidas y además tenían el derecho de la edad para soñar que podían tomar el cielo por asalto. No hay condición humana sin alguna utopía.
Por eso, en Avellaneda no fueron muertos, heridos o presos algunos “ultras”, porque lo que se agredió en definitiva es a la posibilidad humana de convivir en paz y con justicia. Bastarían estas razones para que los piqueteros y el movimiento popular no le suelten la mano a ninguno de sus miembros, sino que por el contrario deberían abrir más los brazos para recibir la solidaridad multitudinaria y para que la movilización no decaiga. Es también la hora de la razón y la prudencia, es decir de la sabiduría y el coraje, para superar el instinto de venganza y para medir los riesgos para los demás de los propios actos. La lucha popular no es una maratón en la que gana el que llega antes sino el que ayuda a que lleguen las mayorías. Dicho de otro modo: Darío y Maximiliano murieron porque hay pichones de dictadores esperando levantar vuelo desde el nido de la decadencia argentina y de la exasperación de los ciudadanos. Su mayor fracaso será la vigencia de la libertad y el derecho y la victoria más grandes del pueblo, también para honrar a los caídos, será recuperar la justicia social para todos.