Viernes, 21 de diciembre de 2007 | Hoy
DEPORTES › OPINION
Por Pablo Vignone
¿Se van a extrañar las conferencias de prensa del entrenador que hablaba mucho y decía poco? ¿Del que fue campeón cuando tuvo a Riquelme en el plantel durante seis meses y luego, sin el astro, no logró armar un equipo medianamente competitivo en los seis meses restantes? ¿Se van acordar del técnico que al día siguiente de la clamorosa derrota contra River, dos meses atrás, eligió como chivo expiatorio a un joven jugador del plantel para desteñir su propia responsabilidad? Difícilmente. Boca no tuvo suerte, la verdad: la AFA le quitó intempestivamente a Alfio Basile, el actual entrenador de la Selección que al comando del plantel boquense había hecho mucho mejor papel, tanto desde el punto de vista del ensamblado del conjunto como del más especulativo ángulo del resultadismo, y se quedó sin red. Así como llegó Ricardo La Volpe, con su autoimposición para ganar el título o salir eyectado (y cuando consideró recular, tras la derrota contra Estudiantes en la final del Apertura 2006, ya era irremediablemente tarde), así salió, y entonces surgió la oportunidad de Russo. Disimuló bastante bien mientras Riquelme se cargaba el equipo en la espalda dolorida para ganar la Libertadores, pero en el segundo semestre se vio desbordado por las circunstancias y abrumado por su falta de respuesta. Aunque Boca terminó siendo el grande mejor colocado en un Apertura dominado por los chicos, la pronta eliminación en la Sudamericana y un papel discreto en el Mundial de Clubes armaron la trampa. Russo nunca tuvo más remedio que rechazar la oferta de renovación si incluía la voluntaria mutilación de su cuerpo técnico. Tampoco podía seguir adelante sintiendo en la piel el rechazo del plantel, que aprovechó la derrota contra el Milan para poner de manifiesto que, en las encrucijadas más delicadas, el fusible continúa siendo el entrenador.
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