Lunes, 26 de mayo de 2008 | Hoy
DIALOGOS › EDUARDO ROJAS ANALIZA EL DEVENIR CHILENO Y SU RELACIóN CON LA ARGENTINA
Es chileno, socialista, militante y dirigente, magíster en Ciencias Sociales. Conjugó formación y militancia, compromiso y estudio. Vivió el proceso de Allende en Chile, vive en Argentina desde hace 22 años. Su reciente libro, Los murmullos y los silencios de la calle, aborda el debate político desde esa perspectiva, la de la praxis y la teoría.
Por Mario Wainfeld
–Su libro, recientemente publicado, se titula Los murmullos y los silencios de la calle. Por favor, cuéntenos por qué.
–Soy muy admirador de alguien que nos acompañó siempre desde los ’60 que es Norbert Lechner. Era alemán, se instaló a vivir en ese país tan raro como Chile y se hizo chileno. Fue una rara avis entre nosotros los militantes, porque se tomaba todo en serio. En los ’90 ya estábamos en el gobierno, se empieza a preocupar por el tema de la política, cosa de la cual los revolucionarios sabíamos poco, como usted sabrá. La sociedad, la necesidad histórica sí... pero la política ¿cómo se hace?... pregunta traumática para nosotros a comienzos de los ’90. El comienza a preguntárselo, nosotros empezábamos a preguntarnos por la política cuando la política empieza a perder sentido, reemplazada por la expertez, por el que sabe, por el que conoce, por la economía. La economía es el gran saber en ese momento en Chile que quiere, rápidamente, ser un país del primer mundo. Lechner descubre que entre la economía y la política hay una diferencia muy grande. En ese mundo, dice él, en que la economía ha invadido la política, el político pierde capacidad para captar algo más allá de los ruidos más estentóreos de la lucha social. Pierde capacidad (“las antenas”) para escuchar los murmullos y los silencios de la calle.
–Usted retoma la frase, para interpelar a la fuerza política a la que pertenece, el socialismo. Una fuerza exitosa en conseguir el poder a través del voto, conservarlo. Y con reputación (por lo menos en Argentina) de ser un modelo de partido progresista moderno. Pero, traduzco con mis palabras, usted sugiere que esta fuerza no termina de escuchar a la calle, ha reemplazado la política por la gestión. ¿Esto es lo que les dice a sus compañeros?
–Sííí, pero de otro modo (ríe). Porque lo primero es que a nosotros nos va bien. Y, como toda madre cuando a su hijo le va bien, llega un momento que no lo entiende. El nene va por otro lado, no estudia lo que ella quiere... Eso nos pasa con Chile. Nos va bien, lo criamos, lo salvamos, el país se hizo más democrático, más justo. Pero llega un punto en que ya no lo entendemos porque, en cada punto de esos avances dejamos algo de lado. Un joven periodista que cito en mi libro nos dijo: “Ustedes lo hicieron bien, muy bien. Pero en cada cosa que hicieron fueron dejando un resto, una deuda. Esa deuda se ha acumulado. Ya son tan grandes que no las pueden pagar”.
–Sobrevolemos esas deudas.
–Una deuda de justicia, una deuda para hacer una sociedad con menores desigualdades que sean aceptadas por los desigualados, una deuda de ciudadanía de un régimen político que no consigue que el ciudadano se sienta gobernando a través de quien lo representa. Eso ya no ocurre. Y, decía Lechner, hay una deuda de utopía, de un proyecto de futuro. Esto es un problema general, pasa en casi todo el mundo. Quizá no “un proyecto de país”, quizá no un “modelo de país”... esas cosas que les gustan a los argentinos que son tan terroristas cuando hablan. No quiero tener un modelo de país sino luchar por un modelo de país. En Chile la gente no piensa más que en su situación concreta, piensa en términos económicos. Más aún, la gente hace mucha economía. Hay tanto crédito en Chile, tanta bancarización, tantos cajeros automáticos per cápita (el doble o el triple que en Argentina)...
–Usted escribe que se ha reemplazado el compromiso con ciertos sectores por una idea genérica de “imparcialidad”. Cuéntenos, por favor.
–Me cuesta hacer esa crítica, tengo una prevención moral. Nosotros debimos construir la política con Pinochet, que era constitucionalmente comandante en jefe y senador vitalicio. La dirección progresista estaba obligada a buscar acuerdos con los que no puede llegar a acuerdos.
–Y, entonces, ¿por qué los critica?
–Hago la crítica con prevención... pero creo que se transformó la necesidad en virtud. Mientras se explicaba políticamente esto como algo que había que hacer en la situación que teníamos se transformó, para algunos, en algo transhistórico. Se transformó en la idea que el consenso con el adversario es necesario siempre. Y ahí me pongo nervioso de nuevo.
–¿Cómo encastra en todo esto la memoria o la evocación de Salvador Allende?
–(Silencio largo, el primero.) En esa construcción de consenso con el adversario (con el que nunca se podía llegar a un acuerdo) era indispensable no nombrar a Allende. Lo que definía la identidad de la derecha era el golpe contra Allende. Era un principio innegociable. Mis compañeros senadores tenían que buscar acuerdos con Pinochet y tenían que saludarlo. Con la foto de los desaparecidos, pero lo saludaban. Frente a eso, la Concertación en general no tenía problema, en ella ya hay gente (muchos de la Democracia Cristiana) que había estado con el golpe del ’73. Pero para los socialistas exigía prudencia muy grande. Para no poner la figura de Allende como una cuestión política fundamental. Y se traduce en una cierta voluntad, durante los ’90. Eso empieza a cambiar cuando Pinochet empieza a desaparecer de la escena política, cuando cae preso, cuando debe ser juzgado.
–Recuperada que fue la posibilidad de hacer intervenir la memoria de Allende en el debate político, ¿qué significa su figura para usted, para los socialistas?
–¿Mirada desde hoy?
–...
–Allende significa para nosotros un insólito grado de consecuencia entre lo que hace y lo que dice. No sólo por el sacrificio de su vida el 11 de septiembre sino mirando su trayectoria histórica. No lo comprendimos así nosotros, los jóvenes revolucionarios en el ’69, estos niños felices que íbamos a cambiar el mundo... En el socialismo había cuatro o cinco candidatos posibles, Allende entre ellos. En el Partido Socialista le generamos tal oposición que en la dirección ganó su candidatura por un voto. Lo acusábamos de inconsecuente, de socialdemócrata, de que hablaba de socialismo y revolución y que no garantizaba nada de eso. Ese modo de analizar estaba muy despegado de la práctica histórica. Allende siempre obró en forma consecuente, aunque los indicadores dijeran otra cosa.
–Me viene a la mente un testimonio de Eduardo Luis Duhalde, contado por María Seoane en su libro Todo o nada. En 1972, los militantes de organizaciones armadas que pudieron huir desde la cárcel de Trelew hasta Chile se entrevistaron con Allende. Les pidieron que les facilitara viajar a Cuba. Allende y su gabinete les señalaron sus errores políticos, las dificultades que les causaban en la política interna chilena y en las relaciones con Argentina y Brasil. Casi todos los ministros estaban en contra del pedido. Allende estaba enojado, les dijo “Chile no es un portaaviones”. Y luego, cuando todos creían que les iba decir que no, le pegó una piña a la mesa y dijo “pero éste es un país socialista, carajo, y ustedes se van esta noche a Cuba”. La consecuencia, como dice usted, primó sobre las consideraciones de oportunidad.
–Seguro, siempre fue así. Pero hay algo más. Allende nunca dejó de tratar de conciliar ese discurso de izquierda con uno institucionalista y democrático. Su discurso entremezclaba ambas cosas, nosotros no entendíamos un carajo. Esa lección, la de un liderazgo político que se afirma socialmente como revolucionario, encarna fuertemente en la sociedad.
–Repasemos. Callar sobre Allende tantos años ¿estuvo bien, estuvo mal, se podía hacer de otra forma?
–(Silencio, ríe después.) A mí me interesa más la teoría que la práctica política. Nunca contrataría a Eduardo Rojas como asesor político, le puedo contar un par de anécdotas...
–Volvamos a la teoría, de momento. Usted destaca flaquezas teóricas o de lecturas entre sus compañeros. Me cuesta (y no creo estar solo) imaginar fuerzas políticas gobernantes de esta región con teorías consistentes. Máxime una teoría de raíz socialista, cuando la desaparición del capitalismo o aun las modificaciones muy intensas han salido de la agenda.
–Una teoría ya no tenemos. No tenemos “un” discurso teórico como cuando éramos felices. Ya no tenemos un discurso así. Pero se puede tener un discurso político coherente que le diga algo a las prácticas, que pueda encarnarse en las prácticas. Y para eso nos sirve la experiencia que tuvimos antes. La izquierda chilena, el socialismo también, es de historia libresca. Hubo grandes discusiones teóricas, entre dirigentes de izquierda muy importantes, que no se dedicaban especialmente a escribir libros, que hacían política, de modo bastante exitoso. Esa alimentación libresca ya no existe, por múltiples razones. En aquel tiempo los militantes aprendíamos de los libros, estábamos obligados a leer para militar. En los ’70 me exilio en Francia y empiezo a dar clases de historia del movimiento obrero chileno, sin haberla estudiado formalmente, con lo que leí para militar. Se era teórico en la práctica, eso ya no está. Y hace falta. Hay una sospecha de que hay temas que merecen pensarlos antes de resolverlos, la política desde arriba o desde abajo por ejemplo debe pensarse.
–Me sorprendió lo que escribió y lo que me dice. Para muchos argentinos la “clase política” chilena es mucho más leída y versada que la argentina.
–La lectura chilena llegó a los noventa. Se supuso que se tenía el pensamiento suficiente para lo que necesitaba el progresismo. Pero en verdad, hay mucha pero mucha, mucha, mucha novedad. Vi a Ernesto Laclau recientemente acá discutiendo sobre populismo, justamente la política de arriba y de abajo. Esa es una discusión completamente ignorada en Chile. Hay en el mundo un desarrollo del pensamiento político que nos pasa por al lado. Mucho tenemos que aprender de las luchas feministas, tenemos que aprender del pensamiento social que nos viene de las feministas yanquis. Alguien como Nancy Fraser, que vino a la Argentina, a Chile no va, allí van los economistas... Nancy Fraser empieza hace quince años a discutir de qué manera se construye una necesidad social, quién la construye. Las obligaba la práctica feminista: si ellas daban por hecho que había un solo modo de construir la necesidad social, no había necesidad de ninguna deliberación de género. El método de análisis anterior a ellas decía que toda necesidad era una necesidad de clase. Y, por tanto, lo que había que hacer era especificar, delimitar a qué intereses de clases respondía eso que se llamaba “necesidad”.
–Ya que de mujeres hablamos: usted pinta a Michelle Bachelet como una figura que estableció una ruptura en el terreno de la relación entre dirigentes y representados.
–La conocí no hace tanto, cuando ya era ministra. Cuando iniciaba su candidatura, la veo en un acto de un congreso socialista. Había una cantidad de viejos militantes, incluido yo, que esperaban que dijera algo antiimperialista. No dijo nada. Había una cantidad de jóvenes muy apurados, que escuchaban poco. Y había muchas mujeres que llegaron temprano, que estaban adelante porque se ganaron el lugar. Yo estaba bien atrás, miraba. Y me di cuenta de algo importante: si uno la escuchaba, le creía. El único modo de ser buena gente en ese momento y no votarla era no escucharla. Era un fenómeno nuevo, uno no les creía a los compañeros en general. Uno le creía a ella lo que decía. Uno nota, sobre todo cuando tiene experiencia, cuando el que está hablando está convencido de lo que está diciendo. Me convertí un bacheletista furioso. Mucho de mis compañeros pensaban que había que buscar alguien no tan socialista, un candidato o candidata más “razonable” que no pusiera en riesgo a la Concertación. Con ella el partido recuperaba la tradición de leer la sociedad.
–¿Cuál era la novedad de ese discurso?
–Michelle representa, incluso a pesar de ella, los cambios que le han sucedido a la sociedad chilena, sobre todo en los temas de mujeres, en los temas de género. A principios de este siglo la sociedad está tan cambiada que un tercio de ella está siendo vivida y dirigida por mujeres solas. Es muy raro, no se da en todos los países. Toman decisiones todos los días, solas, no tienen ni un marido para compartir las decisiones, ni siquiera para mantenerlo, ni un marido en el mercado. Una buena parte de la sociedad empieza a darse cuenta de que puede gobernarse bastante sola en cosas decisivas, incluso las económicas: cómo invertir los recursos que se tienen. Michelle lo entiende, lo llama “política ciudadana”. Llega a decir que no quiere hacer ni candidatura ni gobierno que sea de los partidos sino de los ciudadanos. Si les consultaba a los partidos, como con Allende en el ’69, le iban a decir que no. Pero la gente se enganchaba con ese discurso ciudadano, lo sentía bien.
–Y como presidenta ¿qué?
–Como presidenta tuvo que gobernar. A veces les pasa a los presidentes, no quiero trasladar realidades...
–...ya lo vamos a hacer.
–Como presidenta se produce una discusión fuerte entre su discurso y el del gobierno, evidenciada en la revolución de “los pingüinos”, los estudiantes secundarios. Desde el principio, los pingüinos se dan cuenta de que la presidenta está de acuerdo con ellos y el gobierno no. Desde el primer momento la presidenta dice que hay que resolver el problema asumiendo varias de las demandas de ellos. Guarda, que una de las demandas es cambiar la Ley de Educación que es, no entraré en detalles, casi una reforma constitucional. Todo miran con escepticismo: el ministro, el viceministro, el jefe de partido... “No tenemos mayoría en el Parlamento”, dicen, ella insiste. Resulta que los pingüinos son dirigidos por jóvenes de la UDI (extrema derecha), del socialismo y del comunismo. Interpelan a todo el Parlamento, los jóvenes de derecha y de izquierda interpelan a sus parlamentarios. Cuando la presidenta dice esto el gobierno, un gobierno realista, no la entiende. Michelle cambia el ministro, cambia el gobierno en medio del conflicto. Eso nunca es comprendido por el gobierno.
–Atisbo una analogía entre la irrupción de los pingüinos al comienzo del mandato de la presidenta Bachelet con la de los productores agropecuarios por acá... Un sujeto político nuevo reclamando en calles y rutas... ¿Le parece?
–Hay analogía por la irrupción, por la inmediatez. En Chile lo de los pingüinos atravesó toda la sociedad. Todo el país se pronunció sobre las demandas. Hubo un alto consenso de cambiar la educación del modo que lo decían los pingüinos. No sé si en la Argentina hay consenso en cambiar la economía como proponen los productores. Lo que pasa en Chile es una irrupción de la sociedad en la política. Está, un año después, lo del Transantiago. No es un sector determinado, es un reclamo de millones de personas, de pertenencia indiferenciada. Empiezan a exigir una manera distinta de tomar decisiones políticas. En el Transantiago la sociedad establece una conciencia muy arraigada de que la decisión tecnocrática tiene límites democráticos. No son puras demandas de intereses sectoriales, no sé si ocurre lo mismo con el campo. Y, ojo, que los tecnócratas chilenos son gente arraigada, son gente de prestigio.
–Usted se define como chileno-argentino...
–Llevo 22 años viviendo en la Argentina. Trabajé siempre con equipos argentinos, sobre problemas argentinos. Diría que fui asumiendo progresivamente un modo de comportarme que muchos de mis amigos chilenos me pintan como argentino.
–¿Eso es a favor o en contra?
–Más en contra que a favor, más como defecto que como virtud. Ahora está cambiando: los chilenos, la sociedad, están aprendiendo a valorar su relación con la Argentina, hoy. He recorrido el país, conocí a los obreros, conocí los sindicatos. No eran iguales a los que yo dirigí en Chile, es otro paisaje social.
–¿Se da maña para explicarles a los socialistas chilenos qué es el peronismo?
–Es difícil explicarles a los socialistas chilenos o a chilenos el modo de tener un lenguaje común con los argentinos. Me acuerdo de amigos que me decían, en el 2003 cuando ganó Kirchner, “mira, queremos hablar con el Partido Justicialista”. Yo les respondía: “No hay”. “¿Cómo no hay, si están en el gobierno?”. “No hay, tú dime con quién quieres conversar.” No es fácil entenderse, uno cree que si habla “bien” se le entiende en cualquier parte. Además, casi todos ellos hablan bien en inglés... Hay distinto vocabulario, es necesaria una traducción.
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