Domingo, 16 de agosto de 2009 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Por Alfredo Zaiat
Empleo versus asignación y focalizada versus universal son los conceptos dominantes en el debate sobre el contenido de la política social para alcanzar a la población desamparada. Esa tensión también involucra la forma de abordar la cuestión de la pobreza. En este tema, la trampa de la demagogia está muy presente porque se trata de situaciones que movilizan y sensibilizan a una mayoría. Pero la cuestión es un poco más compleja que las expresiones sentidas de ciertos grupos sociales y de analistas preocupados por los buenos modales. De esas últimas fuentes aparecen iniciativas que se presentan como políticamente correctas, pero que no tienen ninguna intención de cambiar las raíces estructurales que originan la pobreza. En ese escenario, donde los líderes de la restauración conservadora aspiran a apropiarse con impunidad de la agenda de la pobreza, emerge con mayor intensidad en otros espacios políticos la discusión sobre qué es más pertinente en la actual coyuntura: impulsar una estrategia que fomente el empleo o lanzar un plan de asignación universal por hijo. En esa instancia intervienen además factores que responden al juego de la política, vinculados a la acumulación de un capital simbólico para conquistar espacios de poder y legitimidad social, y otros que están relacionados específicamente con la actuación en el terreno social.
Respecto de esa primera cuestión, la propuesta de universalizar una asignación monetaria por hijo tiene la mayor virtud en el reconocimiento de derechos de los excluidos, además de una justa reparación social por décadas de neoliberalismo. Esta iniciativa de indudable relevancia, que para los sectores más postergados significa tener más dinero en sus bolsillos, no implica necesariamente que se terminará con la indigencia o disminuirá el índice de pobreza. Esto es un aspecto fundamental para no depositar en esa iniciativa cualidades de las que carece, aspectos que si no se precisan pueden terminar deslegitimándola. La idea de una asignación universal se ha convertido en una bandera política de un amplio arco del centroizquierda. Frente a ese reclamo, el Gobierno reafirmó su posición el viernes pasado trasladando ese debate al Congreso al tiempo que presentó el plan de empleo denominado Plan de Ingreso Social con Trabajo. La base conceptual de ese proyecto es que el trabajo es el mejor equilibrador social y que sin esa condición no hay posibilidad de empezar a evaluar niveles de ingresos, el umbral de la pobreza y las condiciones para mejorar el panorama de los excluidos.
Con criterio amplio, ambas políticas no son excluyentes y sólo están limitadas por la restricción presupuestaria. Plantear un enfrentamiento de esos enfoques sólo sirve para abonar el camino para que avancen las posiciones reaccionarias, que ven a los pobres como sujetos pasivos a los que les corresponde recibir dádivas del poderoso. Esta corriente se muestra cómoda en el desarrollo de estrategias denominadas políticas asistencialistas focalizadas, que es la receta social que impulsan los organismos multilaterales de crédito, dominante en la década pasada. En su esencia, focalización es sinónimo de individualización y de competencia por la “ayuda”. Después de la experiencia de los ’90, que expresó el agotamiento de la concepción del neoliberalismo, la cuestión social adquirió otra densidad al estar vinculada con el trabajo, con el acceso de la ciudadanía a mejores niveles de vida y con la participación, lo que debería traducirse en políticas de integración articuladas y no focalizadas.
En esa instancia, aparece el debate acerca de la necesidad de instrumentar una asignación universal por hijo, que inicialmente aparece como un sendero enfrentado a la política de generar empleo para los sectores hundidos en la pobreza. En estas dos vías, que no son excluyentes sino que más bien son complementarias, la preferencia por la segunda se reconoce en la historia de la naturaleza de las políticas sociales en el país. En el libro Políticas sociales argentinas en el cambio de siglo. Conjeturas sobre lo posible, la socióloga Susana Hintze explica que “como correlato de un período histórico de altas tasas de ocupación y casi pleno empleo, a lo cual se suma la alianza que establece el gobierno peronista con los sindicatos, lo característico de la sociedad argentina fue un relativamente escaso desarrollo de la categoría de ciudadano y un amplio alcance identificatorio de la categoría de trabajador”. Para agregar que “así, en nuestro país, la expansión de los derechos sociales no estuvo ligada a la de la ciudadanía sino a la constitución misma de la categoría de trabajador”. “La universalización en este caso se derivó de la amplitud de esa categoría, casi superpuesta a la de ciudadano, más que a la ampliación de los de derechos de ciudadanía”, apuntó Hintze.
La herencia de décadas de decadencia dejó como saldo que lo que en otro momento servía como universalización de derechos sociales –el empleo–- hoy sea insuficiente por las características del heterogéneo mercado laboral, lo que implica el requerimiento de complementarla con una asignación familiar para desocupados y empleados informales. Al respecto, el economista Rubén Lo Vuolo escribió en Estrategia económica para la Argentina que “la actual situación del mercado laboral, distribución de ingresos y pobreza, vuelve recomendable cambiar dicha tradición (política de sostenimiento de ingresos vinculada con el empleo) y avanzar hacia un sistema institucional que se constituya como una red de sostenimiento de ingresos de las personas, que sea lo más incondicionada posible”.
En realidad, ambas políticas pueden convivir y no excluirse. En la práctica, existe una asignación por hijo casi universal junto a una política de empleo, que con la última iniciativa oficial se busca reforzar. Lo que sucede es que está discusión ha ingresado en un terreno bastante peculiar debido a que las áreas sociales de la administración kirchnerista se resisten a los conceptos “asignación” y “universal”. Por eso mismo se denominó “Ingreso Social con Trabajo” el plan anunciado anteayer. A esta altura se trata de una discusión improductiva entre corrientes teóricas de la ciencia social y de un ámbito de disputa en la política. De acuerdo con los datos registrados en los ministerios de Trabajo y de Desarrollo Social, la cantidad de beneficiarios de los distintos programas sociales alcanzan al 78,5 por ciento del total de menores de 18 años, estimados en 12,4 millones, según el último censo de 2001. Esta cobertura se estructura de la siguiente manera:
- Empleados en relación de dependencia: 5,2 millones menores.
- Empleados que reciben más de 5000 pesos mensuales, que declaran en la AFIP los menores a cargo para la deducción en el Impuesto a las Ganancias: 800 mil menores.
- Plan Jefas y Jefes de Hogar: 636.447 menores.
- Plan Familias: 1.965.143 menores.
- Pensión No Contributiva –madre de 7 hijos–: 1.038.441 menores.
- Pensión No Contributiva –discapacidad–: 61.141 menores.
- Otras PNC: 34.562 menores.
En ese esquema quedan sin cobertura 2,6 millones de menores, de los cuales se estima que cerca de la mitad no tiene documentos de identidad, lo que hace más complicada la posibilidad de su incorporación a un programa social. En el caso de poder alcanzar a la totalidad de ese universo de niños con un monto de 150 pesos cada uno, significaría destinar del presupuesto nacional casi 4800 millones de pesos anuales. Para equiparar esa suma a los actuales planes asistenciales que se ubican por debajo de ese monto, se requeriría otros 2900 millones pesos. En total: 7700 millones de pesos por año. Interesante debate para que preocupados tardíos por la pobreza participen sobre cómo conseguir los recursos para atender a ese sector vulnerable de la sociedad. Disminuyendo y hasta eliminando las retenciones a las exportaciones de los principales cultivos, estandarte de la rebelión de la cruzada conservadora, es una medida que transita a contramano de la declamación de combatir la pobreza.
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