Sábado, 12 de enero de 2008 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
Por Alfredo Zaiat
El grupo de trabajadores más vulnerables e indefensos es el personal contratado, que tiene menos estabilidad y protección legal que la planta permanente, además de carecer de regulares aportes previsionales para garantizar una digna jubilación futura. También penan por una cobertura de salud. Son el símbolo institucionalizado de la precariedad laboral y la falta de derechos, como el empleo en negro, aunque éste es aún peor porque se encuentra fuera del marco legal. Los contratados, figura extendida en los noventa, aunque empezó a implementarse con prudencia en los ochenta con el regreso de la democracia, no son una modalidad desarrollada solamente en el ámbito del sector privado. El Estado nacional, las provincias y los municipios apelan a ese tipo de empleo para incorporar personal en todas las áreas de la estructura de la burocracia pública. El sistema de contratados en el Estado tiene su impulso a partir de restricciones presupuestarias, congelamiento de vacantes, planes de ajuste prometidos con los organismos financieros internacionales y, como un factor no menor, un aceitado mecanismo de prebendas y clientelismo político en complicidad con el gremio y también con universidades, fundaciones e instituciones internacionales con financiamiento para planes específicos. De esa forma, con los peores aspectos de la flexibilización laboral, se fue consolidando un Estado paralelo inestable que no permite construir una masa crítica de profesionales comprometidos con el área pública ni un plantel permanente de prestadores conscientes de su responsabilidad de servicio a la comunidad.
La medida de despedir a más de 2000 contratados y revisar la situación de unos 20.000 en el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires tiene el objetivo de realizar un impacto mediático, más que de repensar un mecanismo perverso de precariedad laboral. Se eligió al sector más débil y desprotegido de los trabajadores, lo que revela las características de la estrategia de construcción política de la nueva gestión comunal. Se trata de trabajadores que en la gran mayoría realizan iguales tareas que los de planta, pero con casi ninguno de sus derechos. En muchos casos mantienen una relación laboral de años, hasta diez de antigüedad en algunas situaciones absurdas. Varios estuvieron sin cobrar durante meses o con pagos salteados. Algunos con proyectos ya iniciados en el área social, por ejemplo de recreación en barrios carenciados, que han quedado truncos en estos días. En última instancia, los contratados, como grupo más vulnerable, se han convertido en parias del mercado laboral. Los gobiernos de turno negocian con el gremio la renovación de los contratos para deshacerse del plantel de su antecesor, para poder colocar de ese modo lo que denominan “tropa propia”. Así el origen y la cantidad de contratados es el primer botín de disputa en el inicio de una administración política.
Ese tipo de organización estatal, tanto a nivel nacional como municipal, sólo garantiza una gestión que se deteriora a lo largo del tiempo. En primera instancia ofrece a la administración política la ilusoria idea de que tendrá seguridad de que podrá manejar resortes clave de la estructura. Pero esa distorsión constante en la plantilla, con personal permanente, contratada para locación de servicios en el marco de diversos programas, otros por convenio con el sindicato y otros por camiseta partidaria, genera descalabro y marcos de gestión corrompidos. Ese proceso va debilitando los mecanismos de incentivos para que una administración funcione de manera ágil. El caso del Indec es otro ejemplo que sirve para describir esa situación.
Ahora bien, aunque esa forma de organización estatal genera todo tipo de ineficiencia, el estereotipo del empleado público, que tan bien personificó en su oportunidad Antonio Gasalla, sólo sirve para los discursos reaccionarios del ajuste al estilo Doña Rosa. La atención en dependencias del Estado no es mejor ni peor que en oficinas de compañías del sector privado, teniendo en cuenta los recursos, la cantidad de personal y el número de trámites a resolver en función de la población a cubrir. En lugar de menos empleados puede ser que se necesite bastante más de los existentes si se realizara un estudio riguroso del proceso involucrado en la atención al vecino. Durante años se aplicaron normas de reducción de personal, con el mismo criterio que hoy se presenta en la ciudad de Buenos Aires, que terminaron afectando el funcionamiento del Estado, en particular de aquellas áreas que son mano de obra intensivas y que vieron incrementar sus prestaciones desde fines de los noventa.
Como espejo de esa dinámica de achicamiento y decaimiento en la prestación de servicios, sirve de antecedente el deficiente funcionamiento de atención en bancos y empresas de servicios públicos privatizados. Largas colas, malhumor del empleado a cargo, demoras en los trámites, maltrato con el sistema de atención automática telefónica son algunas de las características en lo que se supone un sector privado eficiente versus un Estado ineficiente. A ningún político se le ocurrirá promover el despido de personal contratado y tercerizado de esas compañías, sino que la exigencia a sus dueños pasa por brindar un mejor servicio, con más puestos de atención y empleados para que, por ejemplo, los jubilados no tengan que esperar horas en el banco para cobrar su haber mensual. En el Estado sucede lo mismo, pero la reacción política y social es diferente. Se carga sobre el eslabón más débil.
La responsabilidad de que no haya respuestas a los problemas más básicos y simples de la población, como pueden ser el pago de impuestos y tasas de la manera más cómoda, o tener calles limpias y veredas en buen estado, no es del empleado público. Esa competencia corresponde a las sucesivas administraciones políticas, desde que comenzaron la destrucción del Estado y que luego se han manifestado impotentes para reconstruirlo. Apuntar al empleado público o a la dimensión de la plantilla es simplemente la utilización de un prejuicio social bien arraigado en la mayoría para ocultar la propia incapacidad para colocar ladrillo sobre ladrillo para edificar un Estado moderno y ágil al servicio de la población y no de grupos de interés.
En ese cuadro de situación, los contratados no son responsables de la arbitrariedad o falta de previsión del Estado, sino sus víctimas. El pase a planta permanente requiere del concurso público y abierto, lo que permitiría la inscripción de otros trabajadores interesados para ocupar esos puestos. Para ello se “necesita la reconfiguración de un Estado que tiempo atrás había promovido la inclusión y la integración social” y que luego “fue visto como anacrónico”, explica el investigador Ezequiel Lapera, en un informe presentado en la Asociación Argentina de Especialistas en Estudios del Trabajo. “La destrucción de las seguridades del empleo y los derechos laborales fueron barridos ante la mirada atónita de los trabajadores y la connivencia sindical-empresarial-estatal”, apunta Lapera, para agregar que “la desestructuración provocada en el mercado de trabajo promueve modificaciones de la subjetividad del individuo, que disuelve la identidad del trabajador y se rompe la idea de colectivo social”. Para recuperarla se necesita vocación política de los agentes sociales involucrados para construir una estructura del sector público con mínimas normas de continuidad, estabilidad y profesionalidad, para ir alejándose de ese Estado paralelo e inestable que se constituye con los contratados.
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