SOCIEDAD › OPINION

De qué hablamos cuando hablamos de discriminar

 Por Daniel Goldman *

Por definición, la discriminación es el acto que nos permite distinguir y diferenciar una cosa de otra. Esto, claro, mientras no encierre ningún juicio de valor. Al contrario, discriminar lo positivo de lo negativo es de manera cabal lo que exige el más elemental sentido de la realidad. Es más, en cualquier tradición religiosa el acto de “santificar” es el resultante de una discriminación. Santificar representa el evento de discriminar, separar y distinguir lo sagrado de lo profano. Por ejemplo, y aunque suene duro, un varón cuando “santifica” a una mujer en el acto del matrimonio la “discrimina” del resto de las mujeres.

Por supuesto que en determinados contextos lo discriminatorio exige un profundo juicio de valor. El recordado filósofo italiano Norberto Bobbio sostuvo la diferencia entre discriminación “positiva” y “negativa”, afirmando que el derecho prohíbe solamente la “negativa”, a la que él denomina “desigualdad injusta” o “discriminación arbitraria”, es decir, una discriminación introducida o no eliminada sin justificación, o sea, una discriminación no justificada (y en este sentido “injusta”). Otros filósofos llegan a considerar que basta con diferenciar entre “distinción” y “discriminación” para que las palabras queden claras: la primera sería justa; la segunda, siempre injusta, por definición.

Aceptando las convenciones lingüísticas, y para saber de qué estamos hablando, determinados grupos sociales, por ser tan laxos, postergamos los problemas y nos entrampamos en el devaneo entre las verdaderas “distinciones” y “discriminaciones” (no las lingüísticas). Infinitas veces en aras de la “buena conciencia”, que no resulta ser otra cosa que un óptimo instrumento de dominio, determinamos “distinciones” que producen una discriminación negativa de la que conviene no hablar, y “discriminaciones” que son distinciones positivas. Lo que quiero destacar, simplemente, es que debemos ser sinceros, y con dignidad y coraje intelectual no disfrazar las “antidiscriminaciones” bajo actos de buena acción, jugando con supuestas “distinciones” justificadas, ya que ninguna danza lingüística evita enfrentar los profundos conflictos, las discriminaciones indominables y que siempre son injustas. Para ser más claro vaya el ejemplo: horrorizarse por la segregación racial (cosa que obviamente es válido) pero la convivencia con la implacable segregación económica y de clase social es lo “honestamente aceptable”, porque resulta sólo una mísera e indigna “distinción” (obviamente digo esto con ironía). La antidiscriminación en un sentido profundo debe ser un proyecto político-social-económico-religioso-cultural. En definitiva, cualquier política antidiscriminatoria tiene que ser clara, batalladora y tiene la obligación de incomodar, para no transmutarse en una herramienta que tranquilice las “santas almas” de los que dicen no discriminar pero que ejercen la “bobbiana” forma negativa como instrumento cotidiano, cuando la discriminación de verdad atenta contra sus propios poderes e intereses.

Identidad y discriminación

Vale la pena también volver brevemente a la cuestión de la identidad, pensamiento tan útil en los dorados años ’60. La “identidad” es un concepto muy usado en la lógica, la filosofía, la psicología, que designa el carácter de todo aquello que permanece único e idéntico a sí mismo, pese a que tenga diferentes apariencias o pueda ser percibido de distinta forma.

Lo idéntico se contrapone a lo distinto y siempre supone un rasgo de permanencia e invariabilidad. Desde Parménides hasta Heráclito, por tomar algunos filósofos, trabajaron esta idea de identidad en su vínculo con la variabilidad del ser.

La identidad tiene un carácter universalizador y disciplinario que exhibe la aceptación de los individuos a valores, sean éticos o morales o soportes referenciales, para preservar determinado orden como también para ayudar a orientar nuestra memoria, constituyendo una ideología que permita proyectar acciones futuras, responsables y creativas. En este sentido, la función de la ideología, al decir de Paul Ricoeur, es la de servir como posta a la memoria colectiva, con el fin de que el valor inaugural de los acontecimientos fundadores se convierta en objeto de la creencia de todo el grupo. La identidad nos constituye y nos diferencia de los otros. Y es la propia identidad la que limita, clasifica y segrega. La diferencia –sostiene Lacan– la debemos pensar no como una afirmación ontológica, sino como una variación sobre el mismo sustrato humano. El “otro” es lo distinto, pero también es lo amenazador, lo que debe permanecer en el sitio que el “poder” le asigna. Otras razas, otro género, otras opciones sexuales, otras maneras de mirar el mundo. Cuando la otra identidad parece amenazadora, discriminar (la negativa, por supuesto) implica la incapacidad de aceptar las formas de ser de otras personas y la imposibilidad de respetar las culturas, siendo esta actitud de discriminación la que puede derivar en genocidio. Bajo un sistema de representación, lo que recubre y encubre al eje de la diferenciación es una “distinción” que se basa únicamente en prácticas discriminatorias concretas y articuladas por clases sociales y políticas. Por eso, si raza, etnia, clase y género son construcciones sociales centrales para la identificación de la propia identidad y su diferencia con otras, la cultura es el resultado de la forma en que se interpreta esa diferencia, siendo lo peligroso y lo que está en juego la situación de cómo se asume al otro, al diferente, al supuestamente distinto, al que tiene una piel extraña, al que es más gordo o más desgarbado, para ahí derivar a otro tipo de diferencias, las sexuales, las de religión, o las políticas. Por eso la combinación de identidad y poder en la cultura, si no es transmitida con amplitud espiritual y de criterio, puede derivar en un juego letal que conduzca al genocidio.

Discriminación, memoria y educación

El rabino Marshall T. Meyer, en un acto organizado por el Movimiento Judío por los Derechos Humanos en la Plaza de la República en el año 1984, sostenía que “hemos decidido recurrir a nuestros recuerdos, porque como argentinos judíos creemos que la memoria colectiva del pueblo judío puede encerrar una enseñanza inestimable para la Argentina toda, una acción que puede ser aprendida, que debe ser aprendida. Nadie puede vivir en libertad o seguridad o comodidad mientras a su semejante les son prohibidos esos privilegios”. Estas palabras sirven para comprender cómo la memoria permite que las raíces de la discriminación tengan un profundo sentido en la práctica real y no la conceptual, ya que prejuicios arraigados en nuestra sociedad provienen de la falta de una modificación social, que desde la particularidad judía se sostiene como valor de cambio a través de la tradición profética y rabínica. Y en toda memoria colectiva existe un acto de denuncia.

En este sentido la propia Biblia propone una dialéctica esencial, en donde sus fronteras son, precisamente, por un lado el acto de recordar y por otro lado su opuesto, que no es la amnesia, sino la acción de no olvidar. El “recuerdo” como práctica activa y el “no olvidar” como actitud pasiva. La pedagogía bíblica, como ejercicio de transmisión, nos asigna una misión abarcativa que indica que no se puede vivir todo el tiempo recordando, pero a su vez resulta obsceno ejercitar el olvido. El profesor Jaim Iosef Yerushalmi, en su célebre libro Zakhor, realiza un desarrollo magistral sobre este tópico. Como dato ilustrativo, nos cuenta Yerushalmi que la palabra “zajor” (recordar, memorizar, rememorar), en todas sus variantes hebreas, aparece 273 veces en la Biblia hebrea. El uso reiterado de este concepto da cuenta de la insistencia simbólica del mensaje. A su vez, el otro de los ejes centrales de la Biblia está enraizado en la práctica de la denuncia como actividad permanente, en oposición al sometimiento del ser humano al conformismo mediocre y al autoritarismo ejercido por ciertos poderosos de la historia, quienes a través del autoritario mecanismo de la corrupción y la instrumentación del prejuicio obstruyeron la capacidad del pueblo de escandalizarse. Fue la palabra de los profetas –desde el ejemplar enfrentamiento de Moisés con el faraón hasta la acusación de Jeremías al poder terrenal, y desde la tensión ejercida por Samuel ante el rey hasta el grito de incomodidad de Amos frente a la opulenta obscenidad material de su época– la que impregnó el desafío de responsabilidad en períodos de decadencia y en tiempos de crisis para que se ejerza la dignidad entre los individuos.

En este sentido, soy un convencido de que la insistencia en una pedagogía del recuerdo, en este cruce de la particularidad de lo argentino y lo judío como también en general de cada colectividad, siendo ésta parte de una enseñanza oficial sobre el origen y el aporte de los de las diversas inmigraciones a este país, colaboraría de manera extraordinaria a la superación de paradigmas discriminatorios que tanto daño provocan. Unido a esto, el tema de la Shoá debería ser uno de los puntos significativos, ya que la dimensión que este acontecimiento tuvo en la conciencia universal, sumado al tema la versión del nazismo nacional y sus implicancias en los aciagos días de la dictadura militar, debería ocupar un lugar importante en ese espacio curricular, como ya lo desarrolló el Ministerio de Educación.

Se me ocurre que “un plan general de la memoria lejana y cercana” permitiría en un presente desarrollar la energía social para que la denuncia individual y colectiva pueda tener eco en la propia sociedad de modo tal que los vulnerados por los profundos prejuicios puedan ocupar el lugar comunitario que les corresponde.

* Rabino de la comunidad Bet-el.

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