SOCIEDAD › OPINION

¡No somos teólogos!

 Por Atilio Boron

En la entrevista que el ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva publicara en este diario el lunes pasado, Lino Barañao se refirió a los temas que habrán de concitar la especial atención del ministerio a su cargo. Quisiéramos aportar algunas ideas a una discusión que el país se debe sobre la investigación científica, y que Barañao parece dispuesto a convocar. Lo peor que podríamos hacer en un momento como éste es optar por el silencio en lugar de manifestar, con respeto y altura, las discrepancias que pudiera suscitar su exposición.

En primer lugar diríamos que la puja por el presupuesto es un tema central y que no fue adecuadamente subrayado por el ministro. Está muy bien que la Argentina trate de meterse a fondo en el tema del software, la biotecnología y la nanotecnología, y también en muchos otros. Pero para entrar a competir con ciertas posibilidades en áreas de punta se requiere, primero, contar con laboratorios muy bien equipados, posgrados bien organizados con profesores de tiempo completo y todos sus estudiantes becados, carreras e instituciones universitarias adecuadamente financiadas, bibliotecas actualizadas y que efectivamente sean algo más que un desvencijado y anárquico depósito de libros, y remuneraciones apropiadas al personal científico, en todos sus niveles, desde el técnico auxiliar hasta el investigador superior. Nada de eso existe en nuestro país, a diferencia ya no digamos de Estados Unidos o Europa sino de Brasil o México. Esas imprescindibles condiciones no se obtienen tan sólo con esfuerzo, dedicación o buena voluntad, virtudes en las cuales nuestros científicos sobresalen a nivel mundial, sino que exigen disponer de recursos que en nuestro sistema científico y universitario siempre han sido escandalosamente escasos. Tal como Barañao lo señala, nuestra inversión en Ciencia y Técnica está en el orden del 0,4 por ciento del PBI, pero contra el 0,9 de Brasil y el 0,6 de Chile, para no compararnos con los niveles en torno del 3 por ciento del PBI que caracterizan a países como Corea y Japón. Nuestro sistema es paupérrimo por comparación a nuestros vecinos subdesarrollados, y esto debería convencer al ministro de que su primerísima tarea será lograr que las abultadas arcas del Tesoro nacional se dignen a financiar como se debe el sistema científico y universitario de la Argentina. Si no lo hace, o no lo dejan, todos sus planes corren el riesgo de convertirse en futuras anécdotas de una enésima frustración. Si convoca a los científicos de todo el país a una discusión seria sobre el futuro de la ciencia en la Argentina, su voz tendrá el peso suficiente para, tal vez, poner punto final a décadas de abandono y ninguneo. Esta convocatoria, además, está en línea con las palabras de Barañao al exigir, con toda razón, el compromiso social de los científicos. Lo que es seguro es que si trata de hacerlo sin ese respaldo, difícilmente vaya a encontrar oídos receptivos a sus reclamos.

Una segunda cuestión tiene que ver con las ciencias sociales, sobre las cuales la intervención del ministro no fue precisamente feliz. En la entrevista asegura que las humanidades y las ciencias sociales “no son las cenicientas” del sistema científico “porque tienen un financiamiento equivalente a cualquiera de las áreas de las ciencias básicas y durante mucho tiempo tuvieron un financiamiento superior en términos de los insumos que requerían”. Este juicio es insólito en un hombre tan “acostumbrado a la verificación empírica” como él mismo se define. Para refutar su afirmación bastaría con comparar, en el caso de la Universidad de Buenos Aires, la proporción de docentes con dedicación de tiempo completo a la enseñanza y la investigación en la Facultad de Ciencias Sociales y en la Facultad de Ciencias Exactas. Mientras que en el primer caso se trata de una cifra ínfima, en el segundo abarca, y en buena hora, a la casi totalidad de su planta profesoral. Otro elemento que debería añadirse a la comparación es la articulación existente entre el sector privado, e inclusive las agencias del Estado, y los investigadores: mientras que en el caso de Sociales esa vinculación es prácticamente inexistente, en Exactas constituye un importante vehículo de reforzamiento presupuestario. Hay otros elementos que, de agregarse, reforzarían aún esta conclusión. Por lo tanto, el análisis empírico demuestra que nuestra situación no es la que describe el ministro sino mucho peor, y que es preciso remediar cuanto antes.

Un párrafo final merece su exhortación para que en las ciencias sociales se opere “un cierto cambio tecnológico; estoy tan acostumbrado a la verificación empírica de lo que digo, que a veces los trabajos en ciencias sociales me parecen teología”. Y agrega, rematando su argumentación, que “no hay un motivo por el cual las áreas humanísticas deban prescindir de la metodología que usan otras áreas de las ciencias”. La pretensión de que existe una sola metodología común para todas las ciencias es, a esta altura de la historia, tan insostenible como la teoría geocéntrica de Ptolomeo. Tal como lo prueba el célebre Informe Gulbenkian sobre la situación de las ciencias sociales y el pensamiento científico a finales del siglo XX, el viejo paradigma “newtoniano-cartesiano” entró en crisis en las propias (mal llamadas) “ciencias duras”. Cabe destacar que este informe fue elaborado a partir de una labor transdisciplinaria, en donde investigadores de las ciencias exactas dialogaron de igual a igual con sus colegas de las humanidades y las ciencias sociales. De hecho, uno de los redactores de ese informe fue Ilya Prigogine, y en él se dice, entre otras cosas, que el modelo de ciencia, y por lo tanto de metodología de verificación, instituido desde el siglo XVIII, entró en crisis irreversible. En el Informe se señalan dos causas de esta decadencia; la crisis de la epistemología nomotética en el propio campo de las “ciencias duras” y, en segundo lugar, los nuevos desarrollos teóricos que en estas disciplinas “han subrayado la no-linealidad sobre la linealidad, la complejidad sobre la simplificación y la imposibilidad de remover al observador del proceso de medición y [...] la superioridad de las interpretaciones cualitativas sobre la precisión de los análisis cuantitativos”. En suma, termina diciendo el Informe que “las ciencias naturales han comenzado a parecerse mucho más a lo que por mucho tiempo había sido despreciado como ‘ciencias blandas’ que a aquello que fuera considerado como ‘ciencias duras’”. Como bien recordaba Albert Einstein, “no todo lo que cuenta se puede contar; ni todo lo que se puede contar cuenta”. Mal haríamos, a la luz de este informe, en imitar para las ciencias sociales y las humanidades un modelo de verificación empírica ingenuamente quantofrénico y declaradamente obsoleto. La producción de la evidencia que sustenta un razonamiento, admite una multiplicidad de procedimientos cuya rigurosidad y precisión se construyen desde otras premisas. ¿O vamos a creer que un Chomsky en lingüística, un Sánchez Vázquez en filosofía, un González Casanova en sociología, un Hobsbawm en historia son charlatanes que se dedican a la teología?

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