Viernes, 18 de diciembre de 2009 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Rocco Carbone *
Zamboni. Quiero rescatar este apellido, como primer movimiento. Alguien memorioso, erudito quizá, me diría: el nombre de una calle de la Università degli Studi di Bologna. Sí. Justo donde está situado el edificio del Rectorado. Pero mi interés no va por ahí. Ni por la universidad ni por la calle, sino por Anteo Zamboni (Bologna, 1911-1926). Sobre él en Italia circulan muchas versiones. Sin embargo, pretendo recuperar lo que en la memoria colectiva quedó como la variante libertaria.
A fines de octubre de 1926, il Musso está en Bologna para inaugurar una magna obra fascista: una cancha de fútbol. Me refiero al Stadio Littorio, el mayor espacio deportivo de la ciudad, que hoy se conoce rebautizado en términos democráticos como Stadio Renato Dall’Ara. Sea. A fines de ese mes, en la Piazza Nettuno, adyacente a la Piazza Maggiore, Anteo Zamboni se sitúa en el lugar del Neptuno que ocupa el centro de la plaza (una estatua que los boloñeses llaman familiarmente el Zigànt, el gigante) y dispara un balazo en contra del Duce. La bala al Musso nomás le roza el pecho. Luego del disparo el primero que intercepta a Anteo es un oficial de infantería: Carlo Alberto Pasolini, padre de Pier Paolo (es que la risa de la historia sabe ser tétrica). La continuación es previsible: los squadristi que rodean el dictatorial auto descapotable reaccionan sin delaciones ni desprolijidades. A Anteo lo masacran a patadas y cuchilladas. Un linchamiento, a manera de didáctica pública, según el mejor estilo del Fascio. Dos fotos del cadáver de este mártir, perteneciente a la que Palmiro Togliatti definió indecorosamente como “Resistencia silenciosa”, pueden verse en www.inventati.org/resistenza/a4/279.htm. El hecho sucedió cuando este Simón Radowitzky italiano tenía quince años.
El de Zamboni era el cuarto atentado que Mussolini recibía ese año y a raíz del episodio se desencadena una violenta reacción fascista. A los diputados de la oposición se les oblitera el mandato. Los sobrevivientes partidos son disueltos con un decreto real. Se instituye el Tribunal Especial por la Seguridad del Estado y se declara vigente el confino. Los remanentes de instituciones o de revistas hostiles que con precauciones continuaban independientes del régimen se suspenden sin sí ni pero. Y se aprueba la institución de la pena de muerte.
Segundo momento. Anteo Zamboni, hoy, se me antoja Massimo Tartaglia, “desequilibrado” presunto. Prefiero imaginarlo como otro Zigànt que nos supo mostrar el contrafrente de la cara, personal y política en la sincronía, sin tiempo ni arrugas de Berlusconi, Silvio. Un viejo: ridículo y senil. Bien: apelar al eventual desequilibrio mental de Massimo Tartaglia –o a “un acto de terrorismo” falto de causalidad, según quisiera el xenófobo y derechista Bossi, Humberto– implica solapar la trascendencia de un nítido hecho político. Recurrir a la locura significa apostar a desdibujar los contornos de la violencia política que la clase política italiana parece no querer ver con su condena unánime al hecho. De ese mismo clima de violencia que entre sus artífices cuenta al Ducetto, en un país cuya convivencia civil se desmorona paulatinamente gracias al régimen racista y antisindical promovido por el Popolo della Libertà.
Quizás es cierto que Massimo Tartaglia es un desequilibrado, pero justamente con su “desequilibrio” –concretado en un hecho político de una hermosa turbulencia– supo interpretar y canalizar esas partículas que están suspendidas en el aire de Milán y de toda Italia, que aún no cuajaron en un discurso contundente o en la acción política. Supo interpretar y canalizar esas partículas suspendidas tal como Arlt en sus “locos” supo prever los sucesos acaecidos a raíz del “movimiento revolucionario” del 6 de septiembre de 1930. Una vez más, con Massimo Tartaglia se corrobora el postulado de que la locura muestra que es, además de política, arte.
* Ensayista, profesor de la Universidad Nacional de General Sarmiento.
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