Viernes, 14 de enero de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Gabriel Puricelli *
Como siempre desde que está en política, el filo por el que camina Silvio Berlusconi se estira un centímetro más y la anticipada caída al precipicio se posterga otra vez. Si las jugadas de sus abogados y el desprejuicio amoral con el que abusa del poder no hubieran preparado ya un terreno en el que no pueden germinar las condenas, la decisión de la Corte Constitucional de obligarlo a argumentar caso por caso por qué sus funciones le impiden hacerse tiempo para ir a tribunales (o para siquiera declarar por escrito ante éstos) lo hubiera empujado varios pasos más cerca de una penitenciaría. Sin embargo, aunque ahora le limitaron el uso de la chicana leguleya del “impedimento legítimo”, los tres procesos más importantes que lo involucran como acusado están de todos modos demasiado cerca de la prescripción.
Sus abogados actuales (convenientemente titulares de sendos curules en el Parlamento por el partido de gobierno) son los más recientes cultores de ese arte de la dilación judicial que conoce su ventenio de oro contemporáneamente con los veinte años de Berlusconi en la actividad política.
Después de haber comprado diputados en cantidad apenas suficiente para que la Cámara no haga caer su gobierno y de haber transformado el procedimiento judicial en una caricatura que ni el grotesco más imaginativo hubiera podido retratar, después de haber nombrado no senador a un caballo sino ministro sin cartera a su compinche Aldo Brancher para que él tampoco pudiera ser procesado, Berlusconi invita a todo el mundo a admirarse frente a la perfección y el desparpajo con que construyó la impunidad de Estado. Sin disparar un tiro, sin meter a ningún opositor preso, sólo munido del mantra “miente, miente, que ya prescribirá”, el hombre para cuyo ascenso a la riqueza fue necesaria la Primera República (con su corrupción y su protección de la mafia y de las lavanderas de ésta), el hombre para cuyo ascenso al gobierno fue necesaria la caída de esa misma Primera República, la vindica sin hacer alharaca. El esfuerzo que hizo toda una gran familia tiene su recompensa en el éxito de su mejor hijo.
Una lectura angélica de lo que decidieron ayer los jueces se detendría en el detalle de que, a la larga, siempre hay alguien que manda a parar. Por cierto, no cabe poner injustamente sobre los hombros de esos jueces el peso del gran fracaso colectivo de la democracia italiana, máxime cuando ellos hicieron en parte lo que se debía hacer. Sin embargo, lo que en el papel resulta justo es demasiado poco, demasiado tarde. Una mirada desencantada debe tener más profundidad de campo. Debe usar la decisión recta de la Corte Constitucional para poner en evidencia cuánto se ha torcido el proceso político después de ese momento justicialista de Mani Pulite, cuando cayeron los dirigentes que estaban sobre el escenario, pero no los prestidigitadores sedicentemente “emprendedores” que estaban entre bambalinas. Más bien, los dueños del teatro mediático, que pusieron rápidamente en cartel un vodevil peor que la opereta que acababa de bajar. La anomalía italiana la han constituido los gobiernos de centroizquierda que se pretendieron patrón de normalidad en una Italia que reconoce hace veinte años en un testaferro venido a más al único patrón.
Ese centímetro que siempre se interpone entre Berlusconi y su caída definitiva no es suficientemente exiguo para impedir las nuevas gambetas que éste imagina. Habiendo transformado la jefatura de gobierno en un mero escudo de inmunidad para delincuentes, el presidente del Milan no cejará hasta hacer lo mismo con la Presidencia de la República que hoy ocupa Giorgio Napolitano con la misma dignidad (aunque mucha más perplejidad) que antaño Sandro Pertini. La tarea de demolición de la política como la entienden los justos (o los que se empeñan trabajosa y contradictoriamente en serlo) no estará completa hasta que el símbolo mismo de la República Italiana no tome la forma de ese hombre siempre joven y hasta que la Constitución que osó crear “una república fundada sobre el trabajo” haya sido reescrita.
No hay daño que no pueda ser reparado, por cierto. Pero sin tomar nota de la profunda herida que representa Berlusconi se corre el riesgo de ilusionarse con que el golpe del destino que se lo lleve (y eso podría sin dudas ocurrir mañana mismo) es todo lo que hace falta para curarse, en definitiva, en salud. Mentir de frente, más todavía que “robar pero hacer”, es el modo más eficaz de disolver la fe laica en la democracia sin la cual no hay ciudadanos. Berlusconi retrocedió ayer un casillero, pero está faltando a la cita la fuerza de rescate democrático que le ponga fin a un juego en el que la norma es la trampa.
* Coordinador del Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas http://www.politicainternacional.net.
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