Martes, 3 de mayo de 2011 | Hoy
EL MUNDO › EL RETRATO DE BIN LADEN DESDE SUS AñOS EN PAKISTáN
El jefe de la red terrorista fue un adversario de Washington, pero también se enroló bajo su bandera. Fue crítico de la monarquía saudita, pero la sirvió. En la ciudad de Peshawar, fronteriza con Afganistán, formó su militancia.
Por Eduardo Febbro
En aquellos años de pesquisa inicial –septiembre/octubre 2001–, Bin Laden era un emblema en las calles de Peshawar. Esta ciudad paquistaní fronteriza con Afganistán había visto surgir de sus callejuelas mugrientas el mito y la realidad. Bin Laden se había instalado allí para tejer su imperio de terror con la inagotable ayuda que, en esos tiempos de Guerra Fría y con Afganistán invadido por las tropas de la ex Unión Soviética, le proporcionó Estados Unidos. En la casi totalidad de las escuelas coránicas de Peshawar y sus alrededores el retrato de Bin Laden era omnipresente. Desde lo alto de un muro su barba tupida presidía todos los encuentros con los líderes islamistas radicales de Pakistán. Las celebraciones por su muerte contrastan con los años en que Washington le entregaba armas, millones de dólares y apoyo logístico. Bin Laden supo ser un disciplinado soldado doble: el de la causa norteamericana primero, el de su propia venganza después.
El millonario saudita comenzó su verdadera carrera en Peshawar. Esta ciudad colorida, de casas bajas y habitada por una legión de enigmáticos emisarios, agentes secretos y traficantes de todo tipo fue el ojo virulento donde se gestó la versión más eficaz del islamismo radical como pieza de una estrategia que tenía un solo objetivo: decapitar a los ejércitos de la ex Unión Soviética que ocupaban la vecina Afganistán. En 2001, sus discípulos perpetuaban su leyenda y reivindicaban su legado. En la escuela coránica de Al-Haqqania la foto de Bin Laden ocupaba un lugar destacado en el escritorio del director, Sami Ul-Haq, el jefe del partido islamista Jamiat Ulema-e-Islam, con quien Laden aparece en la imagen. “Osama es un sabio, un hombre simple, lleno de bondad. Lo único que ha hecho es defender los intereses y los derechos de los musulmanes”, decía Hamid Ul-Haq, el hijo del director. Los 2500 alumnos de esta madraza fundada a mediados de los años ’40 por el padre de Sami Ul-Haq para luchar contra el colonialismo británico profesaban la misma convicción. “Es el más grande entre todos, el más inteligente, el único”, decía Nassim, un muchacho de apenas 11 años embrujado por el relato de Bin Laden. Cuando llegó a Peshawar en los años ’80, Bin Laden se mezcló con la gente, como uno más. Vivió y durmió en la calle junto a los demás pobres, fue devoto, solidario y atento a sus semejantes. Lo habían apodado “el constructor”, porque dedicó parte de su fortuna y de los fondos provenientes de Estados Unidos, Arabia Saudita y de las monarquías del Golfo Pérsico a construir rutas, hospitales, túneles, campos de entrenamiento y madrazas.
Osama siempre actuó con un doble
Fue un crítico de la monarquía saudita, pero la sirvió; fue un adversario de Estados Unidos, pero también se enroló bajo su bandera. Laden realizó varios viajes a Peshawar y se instaló en 1982. Venía con una misión estructurada. A finales de los años ’70, Bin Laden se puso al servicio del príncipe Turki Ibn Al Facyçal Ibn Abdelaziz, el jefe de los servicios secretos de Arabia Saudita. Abdelaziz le encargó la creación de una organización capaz de implantarse en Afganistán y expandir el Islam combatiente para desalojar a los rojos. Así nació la “Legión Islámica”. Laden se encontró en Peshawar con Abdullah Azzam, su guía espiritual, su modelo, su mentor. Azzan era un palestino de Cisjordania, ex miembro de la OLP, Organización para la Liberación de Palestina de Yaser Arafat. Azzan defendía con posturas radicales su mirada sobre el Islam y era también un crítico acérrimo de la dirigencia palestina. Indignado por la corrupción en el seno del movimiento, Azzam había dejado la OLP. Abdullah Azzam dirigió en Londres la editorial Azzam Publication y había editado una biografía de Bin Laden y varios libros donde promovía la lucha armada. En Peshawar, Azzam se encargaba de unir a los combatientes árabes que iban a combatir a los soviéticos en Afganistán. El palestino estaba al frente de una estructura, la llamada “oficina afgana”, la Makhtab al-Klidamet, MAK, que centralizaba a los combatientes árabes. Su principio motor siempre fue intratable: “La Guerra Santa y los fusiles exclusivamente. No a la negociación, no a las conferencias, no al dialogo”. Azzan influenció profundamente a Osama bin Laden. El hombre era de una estatura fuera de lo común. “Un guerrero sin igual, un hombre profundamente impregnado en el Islam, convencido en lo más profundo de su corazón de que el credo de la guerra santa y el martirio eran los únicos caminos para liberar las tierras musulmanas”, contaba Tahmin, un afgano fundamentalista que lo frecuentó con asiduidad en los años ’80. Para Azzam sólo había un opción: sacar a los soviéticos de Afganistán mediante la guerra santa. “La Jihad debe continuar hasta que todos los pueblos oprimidos sean liberados, la Jihad debe continuar para proteger nuestra dignidad y recuperar nuestras tierras ocupadas. La Jihad es la forma de obtener la gloria eterna”, decía en sus sermones. Abdullah Azzan no era un mero predicador sino un hombre de acción que peleó en Afganistán y federó parte de la resistencia contra el ocupante soviético.
Bin Laden copió su modelo. Osama creó en Peshawar su propia organización, Bayt al Ansar, “La Casa de los Partidarios”, y rápidamente se convirtió en el financista de las dos organizaciones gracias a los fondos suministrados por Arabia Saudita, las monarquías petroleras del Golfo Pérsico, Pakistán y la CIA. El apoyo de Occidente fue tan pleno que Bayt al Ansar y Makhtab Al Klidamet abrieron oficinas en Estados Unidos, Londres, en los países del Golfo y en Egipto. Con ese dinero Bin Laden puso en pie un edificio poderoso. Azzam y Bin Laden gestionaban desde Peshawar el primer circuito internacional de combatientes. Bayt al Ansar y Makhtab al Klidamet llegaron a contar con más de 50.000 voluntarios que fueron enviados a Afganistán. Azzam y Osama constituían una pareja perfecta. Tenían dinero, influencia, prestigio, eran auténticos jihadistas, habían sabido captar la humillación profunda del mundo musulmán. Ambos extrajeron de la palabra de Alá lo que les convenía para su guerra de liberación. Durante ese período Bin Laden conoció al Molá Omar, el dirigente afgano que algunos años más tarde se convertiría en el jefe de los talibán. El nombre de Al Qaida también lleva el sello de Peshawar. A fin de supervisar las idas y venidas de los voluntarios árabes que dependían de Bayt al Ansar, Bin Laden creó un registro. Ese documento era la espina dorsal de la estructura administrativa con la cual se hacía el repertorio de los combatientes. Bin Laden le puso el nombre: “Registro de la Base”, es decir, Al Qaida, la Base.
El Corán, las tierras ocupadas, las invasiones, Bin Laden, la manipulación de la religión, los intereses geopolíticos de Estados, el conflicto entre Washington y Moscú, el petróleo y el clérigo saudita montaron una mecánica siniestra que arrastró a muchas vidas. Hamid UlHaq, el hijo del director de la escuela coránica de Al Haqqania, recordaba con ironía que si Bin Laden pasó a ser el enemigo número 1, hubo un tiempo en que no tuvo ese estatuto: “La CIA apoyó a Bin Laden porque era una pieza clave en la guerra contra los soviéticos. Después bombardearon un país para buscarlo, pero Osama fue tratado como un héroe por los norteamericanos”.
La CIA también respaldó a la madraza. El abuelo de Hamid Ul Haq la fundó en 1947 para luchar contra el colonialismo británico y Estados Unidos la reactivó a principios de los años ’80 como centro de formación de combatientes contra los soviéticos. “Ustedes encarnan el bien supremo. ¡Combatan al Diablo!” Ese era el credo con el que Washington repartía sus millones en las madrazas de Pakistán.
Parte del mundo que conocemos Osama bin Laden lo diseñó en Peshawar. Bin Laden y sus redes islamistas contribuyeron a derrocar a los soviéticos que habían invadido Afganistán. La siguiente etapa consistió en preparar el terreno de la derrota del imperio que le había facilitado fondos y material para su primera empresa. Muy a pesar suyo, Hamid Mir había frecuentado a Bin Laden más de lo que deseó. Este periodista paquistaní, redactor en jefe del diario Daily Ausaf, especializado en informaciones sobre los movimientos islamistas, era uno de los periodistas que más veces había hablado con Bin Laden. La primera fue en 1997, cuando le hizo una entrevista en Afganistán. La segunda en 1998, cuando Osama lo acorraló para que Mir escribiera su biografía. La última remontaba a noviembre de 2001, en plena guerra de Afganistán. Bin Laden lo había vuelto a elegir como “interlocutor” para transmitir su mensaje al mundo. En esa ocasión, Hamid Mir lo entrevistó en un lugar inhóspito, sacudido por el eco de las bombas norteamericanas. Mir no pensaba como todo el mundo. Seguía convencido de que Occidente había “sobreestimado” a Bin Laden, que Osama era “apenas un guerrillero de las montañas, un luchador solitario, una suerte de primitivo que ni siquiera hablaba inglés o usaba teléfonos satelitales”. Bin Laden, la sombra del Islam armado fomentada por Estados Unidos, era, según Hamid Mir, un pésimo conocedor de la religión: “Sólo conocía los principios generales del Islam”. Mir resumía el pensamiento de Osama bin Laden cuando decía que si el líder de Al Qaida “pudo expulsar a los soviéticos de Afganistán, ¿por qué no sería capaz de echar a los norteamericanos de Arabia Saudita?”. Para ello preparó la trampa afgana. Osama terminó edificando una estructura de terror respaldado por quienes, más tarde, lo perseguirían.
La historia retendrá otro hecho, tan doble como Bin Laden. Osama fue a Peshawar encomendado por el hoy ex jefe de los servicios secretos de Arabia Saudita, el príncipe Turki Ibn Al Facyçal Ibn Abdelaziz. Fue el mismo príncipe quien, el año pasado, propuso unir las fuerzas de Estados Unidos, Arabia Saudita, Pakistán, China, Rusia y Afganistán para asesinarlo. Tenía miedo de uno de los credos más repetidos por Bin Laden en los últimos años: “terminar con los gobiernos árabes corruptos”. Muchos ya cayeron, pero sin Al Qaida como instrumento sino por la revuelta y la voluntad popular.
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