Domingo, 31 de julio de 2011 | Hoy
EL MUNDO › ABANDONO EN LAS FAVELAS DE BRASIL
Por Eric Nepomuceno
Vidas partidas, olvidadas, abandonadas.
Por los cerros de Río de Janeiro en cuyas favelas fueron instaladas UPP (Unidades de Policía Pacificadora), deambula un impresionante número de jóvenes, cuyas edades van de los quince a los veinte y pocos años. Visten bermudas y camisetas, casi todos andan descalzos. No trabajan, no estudian: deambulan. Cada tanto logran algunas tareas que los aburren, nunca duran más de tres o cuatro días y les dan algún dinero. Los vecinos los ven con un poco de recelo y alguna conmiseración. Las familias los tratan con cierta resignación y un hilo de esperanza; la policía, con severidad y desprecio. Son los restos de las pandillas de traficantes que controlaban las favelas y que, con la llegada de la policía, se quedaron sin otro medio de vida.
Los traficantes son avisados antes de que los cerros sean invadidos. Es la forma que el gobierno encontró para evitar pequeñas guerras. Son avisados y se van: primero los jefes, luego los aspirantes a jefe, luego los gerentes. Se quedan los de menor rango y se quedan los periféricos. Los de menor rango pasan a cometer pequeños robos para ganarse la vida. Los otros, ni eso. Eran periféricos, encargados de tareas menores, casi nunca les habían dado un arma y mucho menos trabajos de responsabilidad. Vivían al filo de la aventura, admiraban y respetaban a los que estaban en la verdadera acción. Eran amigos de los amigos del traficante que comandaba todo. Ese traficante cambiaba de nombre, de rostro y de grupo cada tanto. O era detenido por la policía o era muerto por algún rival. Los periféricos, los de las tareas menores, sobrevivían con el sueño de un día ser ascendidos al tráfico. Y sabían, saben, que tendrían, tendrán, vida corta. En las favelas de Río es difícil encontrar, entre los del tráfico, a alguien con más de 25, 28 años. La muerte llega temprano en esas comarcas de la violencia, donde la vida es siempre breve.
Mucho se critica –y con razón– la ausencia de acciones y políticas sociales efectivas en las favelas “pacificadas”. Hasta el secretario de Seguridad de Río de Janeiro, el comisario de la Policía Federal José Mariano Beltrame, dijo y redijo que mientras no se establezcan programas sociales y sanitarios en las favelas “pacificadas”, o sea, liberadas del yugo armado del narcotráfico, no habrá alternativa viable para los miles de habitantes de esas áreas de conflicto. Porque el tráfico sigue, ahora en plan hormiguita y sin los bandos armados imponiendo el orden, pero sigue. Dejó de demandar mano de obra, dejó de ser una alternativa de trabajo para los adolescentes.
En el caso de las favelas “pacificadas”, de lo que nadie parece haberse percatado es de que había otro problema: ¿qué hacer con los sobrevivientes, los abandonados por el tráfico?
Existen datos fiables de la situación. Pese a la muy floja actuación del Estado (cuando no omisión absoluta), agentes sociales se movilizaron en varias de las favelas “pacificadas” y lograron el apoyo de varias empresas privadas, que aceptaron abrir plazas de trabajo para los abandonados del tráfico, los periféricos. Al mismo tiempo aumentó considerablemente la oferta de cursos de capacitación profesional, que deberían atender precisamente a esos jóvenes. Y, para sorpresa de todos, los interesados han sido poquísimos. Con la “pacificación” de las favelas tomadas por la policía el comercio local creció rápidamente. Hay nuevos salones de belleza, hay pizzerías, hay servicios de despacho y nuevas pequeñas tiendas. Y, en algunos casos, falta mano de obra: buena parte de los jóvenes desempleados se presentó y fue contratada, muchos otros prefieren o parecen preferir quedarse al margen.
Un estudio realizado por el Instituto de Estudios del Trabajo y de la Sociedad indica que en nueve de las favelas “pacificadas” existen por lo menos 3800 jóvenes de entre 15 y 24 años que no estudian ni trabajan. Y más: no tienen, declaradamente, el más mínimo interés en estudiar o trabajar. ¿Perspectiva de futuro? Ninguna. La inmensa mayoría (82 por ciento) de ellos viene de familias desestructuradas, o por abandono del padre o por alcoholismo del padre o la madre, o por adicción a alguna droga. Un agente social definió, en ese estudio, el cuadro de esos jóvenes: han vivido en la periferia del narcotráfico y no les preocupa nada que no sea el presente. De futuro, ni pensar. Han pasado la infancia y la primera juventud conviviendo cotidianamente con el crimen. No tienen otra idea de vida que no sea la del enfrentamiento con la ley y el odio implacable dirigido (y recibido) a la policía. No se sienten beneficiados, para nada, con la “pacificación” de las favelas donde viven.
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