Domingo, 6 de mayo de 2012 | Hoy
EL MUNDO › ESCENARIO
Por Santiago O’Donnell
Los disidentes molestan a los regímenes autoritarios. No importa si están libres, o presos en la cárcel, o presos en sus casas, o presos en un hospital: se quejan y arman un barullo, atrayendo los interesados oídos de la prensa internacional. Algunos se quieren ir, otros se quieren quedar. Cuanto más autoritario el régimen, más molestan los disidentes.
En estos días, en China el abogado ciego Chen Guangcheng (foto) es un disidente muy molesto y además inoportuno. Acaba de escaparse de un arresto domiciliario y de viajar 300 kilómetros para refugiarse en la Embajada estadounidense de Beijing, justo cuando Estados Unidos había mandado una delegación de funcionarios de primer nivel para acordar con China los grandes temas de la agenda internacional.
Señal de los últimos reacomodamientos geoestratégicos, los principales funcionarios de China y Estados Unidos se reúnen anualmente por tratarse de la primera y la segunda potencia del mundo. En la reunión de esta semana en Beijing la delegación estadounidense encabezada por la secretaria de Estado, Hillary Clinton, y el secretario del Tesoro, Timothy Gaithner, llegó con una agenda cargada. Al tope de la lista, las ventajas competitivas que una moneda supuestamente devaluada le da a China y la respuesta china a las supuestas amenazas nucleares de Norcorea e Irán. China no cedió en ninguno de los dos temas. Dijo que la valuación de su moneda era una cuestión de mercado y respecto de posibles sanciones en el tema nuclear, apenas aceptó estudiarlas.
Pero esta reunión era especial por otros motivos. China está en el medio de una transición presidencial que no ocurre desde hace diez años. El futuro presidente chino designado, Xi Jinping, había visitado Estados Unidos hace tres meses para presentarse en sociedad. Estuvo con Obama en Washington y con productores rurales en Iowa, y después en Los Angeles fue a ver un partido de los Lakers. Sonriente, entusiasta y accesible, marcó un contraste con el actual presidente, el sobrio y distante Hu Jintao. La gira de Xi mostró la creciente importancia que China la da a su imagen en el exterior. Por eso también lo del disidente molestó.
El escape de Chen tampoco cayó en un buen momento para Estados Unidos. El presidente Obama se encuentra en plena campaña y sus rivales republicanos se aprovechan para criticarlo por su supuesta debilidad ante las violaciones de derechos humanos en China. “Nuestro país debe de-sempeñar un papel importante para instar a China a realizar reformas y en apoyo a quienes luchan por las libertades que disfrutamos”, Mitt Romney le espetó al presidente la semana pasada en un comunicado en el que le exigía a Obama que proteja a Chen.
Chen se metió en la Embajada estadounidense el miércoles, dos días antes de que lleguen Hillary y compañía. Tenía el pie fracturado en tres partes por un mal paso dado durante la fuga. En cuanto llegó, los norteamericanos empezaron a negociar con los chinos sin admitir públicamante que tenían a Chen, buscando una solución discreta que no opacara las negociaciones bilaterales.
Chen se había hecho famoso mundialmente por documentar y denunciar las campañas rurales de esterilización y abortos forzados del gobierno chino para imponer la política de un solo hijo por hogar y así bajar el índice de natalidad en el país más poblado del mundo. Los chinos querían que la embajada entregue a Chen y Chen les había dicho a los estadounidenses que quería quedarse en China.
Entonces los norteamericanos negociaron que Chen saldría de la embajada para tratar sus fracturas en un hospital de Beijing, donde lo estarían esperando su mujer y sus hijos. Chen tenía mucho miedo por su familia. Había pasado los últimos dos años bajo arresto domiciliario sin ser acusado de nada y, antes de eso, cuatro años y medio en prisión, acusado, según él falsamente, de destruir propiedad y obstruir un carretera durante una manifestación. Chen les dijo a los norteamericanos que estaba precupado porque él y su esposa ya habían recibido varias palizas durante su arresto domiciliario, y temía que su familia sufriera represalias por haberlo ayudado a escapar.
Los norteamericanos le dijeron que se quedara tranquilo que habían arreglado con los chinos para que pueda estudiar abogacía en una universidad a cuarenta kilómetros de Beijing, sin que nadie lo vuelva a molestar.
Eso sí, para que agarre viaje, los norteamericanos le dijeron a Chen que, si no aceptaba su familia sería devuelta a su casa donde fueron golpeados, a 300 kilómetros de Beijing, donde la embajada no podría garantizarles su seguridad. O sea, una oferta que Chen no podía rehusar. Entonces aceptó y salió de la embajada horas antes de que empezaran las reuniones de alto nivel.
No bien partió Chen de la sede diplomática, la Embajada norteamericana emitió un comunicado triunfalista destacando que la solución alcanzada con China en el caso Chen podría servir de modelo para otros disidentes que quisieran quedarse en China y expresarse con libertad. El embajador estadounidense acompañó a Chen al hospital, donde efectivamente esperaban los familiares del disidente.
Parecía que todos ganaban con el acuerdo. Estados Unidos solucionaba el problema del disidente chino más famoso. China evitaba el papelón de ver partir al exilio a un ciudadano reconocido. Y Chen se reunía con su familia y empezaba una vida tranquila. Pero algo salió mal.
No bien terminó el horario de visitas, los médicos y los diplomáticos estadounidenses que acompañaban a la familia Chen fueron invitados a retirarse y los Chen quedaron en manos de agentes de seguridad chinos que interceptaban sus visitas y limitaban sus comunicaciones telefónicas. A Chen no le gustó nada y a la mañana siguiente, cuando volvió el horario de visitas, reunió a corresponsales extranjeros y les dijo que había cambiado de opinión, que quería irse de China y que temía por la seguridad de su familia.
Las declaraciones del disidente cayeron mal entre la dirigencia china. El gobierno emitió un comunicado criticando la “intromisión inaceptable” de Estados Unidos en los asuntos internos chinos. Sin embargo, las reuniones bilaterales se llevaron adelante con normalidad, sin que se diga mucho, al menos en público, de los derechos humanos.
Ayer, terminadas las reuniones, con Hillary y Gaithner de regreso en su país, Estados Unidos anunció que se había llegado a un nuevo acuerdo con el gobierno chino sobre el futuro de Chen. Tras unos días en el hospital, el disidente viajará a Estados Unidos con su mujer e hijos para estudiar derecho en la Universidad de Nueva York, señala un comunicado del Departamento de Estado. O sea, no viaja como un asilado de embajada, sino como un simple estudiante extranjero becado.
Beijing y Washington salvan las apariencias, pero Chen no está contento. Le preocupa la suerte de su hermano mayor y su sobrino, que cayeron presos la semana pasada. Y más todavía le preocupan su madre y su padre, que siguen viviendo en el mismo pueblito con las mismas autoridades que encerraron y golpearon a Chen y a su esposa.
Los disidentes molestan a los regímenes autoritarios. Molestan también a los gobiernos que buscan negociar con regímenes autoritarios. Sobre todo cuando esos gobiernos pretenden mostrarse, ante sus propios electorados, como referentes de la defensa de los derechos humanos.
Como en el caso de Estados Unidos con Chen, buscan una solución intermedia entre la denuncia y la inacción. Suelen apelar a la llamada “diplomacia silenciosa” de acuerdos no escritos que permiten mejorar la condición de los perseguidos, pero sin castigar a los perseguidores. A veces sale bien, a veces sale mal. Cuando sale mal, los disidentes quedan expuestos y desprotegidos.
Por suerte, Chen sigue molestando. Por más que lo metan preso, lo manden a su casa, lo escondan en una embajada o lo internen en un hospital, por más que lo saquen volando para que vaya a estudiar en Nueva York. El disidente molesta porque no le encuentran lugar.
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