Sábado, 20 de septiembre de 2014 | Hoy
EL MUNDO › MILITARES DE LA DICTADURA SE NIEGAN A DECLARAR ANTE LA COMISION DE LA VERDAD
Desde un teniente hasta un general, los militares brasileños se resisten, definitivamente, a colaborar para que el país conozca su pasado y rescate su memoria. De hacer justicia, ni hablar: una absurda Ley de Amnistía les da impunidad.
Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
“No colaboro con el enemigo. Arréglense.” Así, de manera tan escueta como determinada, el teniente (retirado) del ejército brasileño José do Nascimento contestó a la convocatoria que recibió de la Comisión de la Verdad, instituida por ley por la presidenta Dilma Rousseff. Otro militar retirado, pero de rango bastante superior –es general–, José Teixeira, optó por apuntar, en el mismo papel que determinaba que debería, a fuerza de ley, comparecer y contestar, que sólo acepta cumplir órdenes del comandante en jefe del ejército. Y como el comandante en cuestión no lo convocó para nada, se eximía.
En estas últimas semanas, los trabajos de la Comisión de la Verdad traen a la superficie un dato escalofriante: los militares brasileños se niegan, definitivamente, a colaborar para que el país conozca su pasado y rescate su memoria. De hacer justicia, ni hablar: hay una absurda y esdrújula Ley de Amnistía, decretada en los estertores de la dictadura militar que imperó de 1964 a 1985, que asegura absoluta impunidad a los que cometieron actos de lesa humanidad en ese período.
Pero aunque esté asegurado que no se haga justicia contra torturadores, violadores, vejadores, secuestradores y asesinos, los militares brasileños quieren asegurarse que, además, se mantengan secuestrada a la verdad y la memoria. Con olímpica desobediencia y formidable prepotencia, los actuales integrantes de las fuerzas armadas se niegan a facilitar hasta el acceso a los archivos secretos que registran las perversidades cometidas.
Ninguno, o casi ninguno, de los militares en activividad participaron del terrorismo de Estado. Pero fueron formados bajo aquel período y actúan con una cobarde complicidad con los que fueron sus formadores.
Mientras sus colegas de países vecinos se enfrentan al juicio de la Justicia y de la Memoria, los militares brasileños se abrigan bajo un silencio cobarde. Llegan a afirmar, por escrito y en documento oficial, que no hubo ningún “desvío de función” en instalaciones militares que se transformaron en centros de tortura. Como si la función primordial de tales instalaciones fuese precisamente torturar, violar y asesinar. Lo hacen con la impávida seguridad de los cobardes que se saben inalcanzables por la Justicia.
A veces, admiten lo obvio. Hace pocos días, al prestar testimonio a la misma Comisión de la Verdad, Pedro Moézia, coronel retirado, dijo, con todas las letras, que sí, hubo torturas en la unidad a que estaba destinado. “Sólo un idiota imagina que no haya ocurrido”, dijo. “Pero –aclaró– no somos monstruos como dicen por ahí, somos seres humanos.”
No le pasará nada a Moézia, de la misma forma que no le pasará nada a ninguno de los que son seres humanos pero, en determinadas ocasiones, no sólo practicaron como admitieron el uso del castigo físico como arma contra los que se rebelaban contra la dictadura.
Moézia trabajó bajo las órdenes del entonces coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra. Y tiene una opinión firme e inmutable sobre su antiguo jefe: “Es el mayor héroe del ejército. Fueron muy injustos con él. A todos ahora les encanta decir que fueron torturados. Es la moda”.
Tengo varios amigos y amigas que fueron torturados. A ninguno le encanta contar lo que sufrieron. A ninguno le interesa estar en la moda. Lo que más me espanta es saber que mi país, presidido por una antigua militante que resistió a la dictadura –y padeció torturas y vejámenes de toda clase–, no reaccione.
Acorde con la Constitución brasileña, quien preside la República es el comandante supremo de las fuerzas armadas. Y a quien ocupa ese puesto corresponde la responsabilidad de hacer que los respectivos comandantes de las tres fuerzas –ejército, marina y aeronáutica– cumplan lo que determina la ley.
Hay, en mi país, una ley que instituye la Comisión de la Verdad, y que obliga a los que sean convocados que comparezcan y contesten a las preguntas que les sean dirigidas.
Hay, en mi país, un orden militar del comandante del ejército –y, por lo tanto, subordinado al comandante en jefe de las tres fuerzas– determinando que no hay que atender ni ofrecer información alguna a la Comisión de la Verdad.
Alguien está equivocado. Alguien no cumple, a propósito, un orden legal e institucional. O el comandante del ejército desobedece, de manera clara, a su comandante suprema –la presidenta de la República– o la comandante suprema no comanda nada.
El teólogo brasileño Leonardo Boff, combatiente incansable por la justicia, dice que “la memoria es subversiva”. En sus tiempos de militante de resistencia a la dictadura, Dilma Rousseff era tratada, tanto por los medios de comunicación como por los militares, como “subversiva”.
Ella, ahora, y por derecho pleno, conquistado por el voto popular, preside al país y comanda a las fuerzas armadas.
¿Aceptará semejante insolente desobediencia? Está bien que ya no sea subversiva y se haya transformado en institución máxima del país. ¿Pero habrá, en ese tránsito, perdido la memoria?
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