Miércoles, 10 de octubre de 2007 | Hoy
EL MUNDO › TESTIMONIO DE UNA DE LAS TRES PERSONAS QUE OCULTARON EL CUERPO
El operador del tractor que cavó la fosa común donde fue sepultado el Che revela cómo se escondieron los restos. Su colaboración permitió que hace una década se hallara el cadáver.
Por Pablo Ortiz
desde Santa Cruz de la Sierra
Suena el timbre. Un hombre bajito, moreno y de cuerpo robusto, sale a ver quién lo busca. Viste pantalones cortos y una camiseta para tratar de soportar el calor de la noche cruceña. Pese a que es cerca de la medianoche, acepta recibir visita y pronto incorpora a su esposa a la conversación. Ambos tienen alrededor de 70 años y su casa está aún en construcción. “Tenemos todo revuelto”, dice la mujer, amable y vallegrandina. El hombre se nota cansado, pero se pone alerta al escuchar el motivo de la visita: hablar sobre el Che. “Es mejor no hablar de eso, me puede traer problemas”, advierte. Su esposa interviene y comienza a preguntar sobre cómo dimos con él y por qué estamos allí. Cuando se le da el nombre de su primer comandante de batallón, condiciona el diálogo: “Cuento mi historia, pero que mi nombre no se sepa. Esto me puede traer problemas con este gobierno y puede afectar a mi archivo de jubilado, a mi pensión”, dice.
–¿Qué es lo que lo puede perjudicar?
–No ve que fue él el que enterró al Che –interrumpe su esposa, y cierra el trato: historia por anonimato.
S. A. nació en Cochabamba pero es vallegrandino por adopción. Llegó a la provincia cruceña con el Ejército a principios de los ’60, cuando el Batallón Pando fue destinado a la zona para abrir el camino entre Vallegrande y Masicurí. Recién casado, en 1967 recibió la orden del coronel Andrés Selich de enterrar a Ernesto Guevara y a otros guerrilleros caídos en la quebrada del Yuro.
“Yo ya estaba avisado y la noche del 9 de octubre pasaron a buscarme a mi casa. Mi mujer no sospechó nada, porque teníamos guardias nocturnas y era normal que trabajara de noche”, cuenta. Formaba parte del batallón de Selich y la operación debía realizarse rápido, en secreto y sin dejar huellas. Pronto fue conducido hacia la pista del aeropuerto de Vallegrande, junto al cementerio. Allí había una excavadora Caterpillar con la que abrió la fosa común en la que se depositaron los cadáveres de los siete guerrilleros llevados hasta el lugar en una volqueta. Luego, alrededor de las 3 de la mañana, S. A. cubrió la fosa y salió del lugar. Sólo él, Selich y un chofer participaron de la operación y guardaron el secreto. Una fuerte lluvia se encargó de borrar sus huellas. Como el aeropuerto era zona militar y las tropas fueron acuarteladas, nadie supo que al lado de la pista se había enterrado a los guerrilleros.
Justo en el aniversario de la muerte de Guevara, ¿cómo saber que el ex operador de tractores del grupo de ingeniería del ejército dice la verdad?
Tiene documentos para demostrarlo. Mantuvo el secreto por casi 30 años, pero a finales de 1996 fue operado en un hospital militar y bajo los efectos de la anestesia confesó todo. Lo habían trasladado a una sala de recuperación y, junto a él, un capitán que había sufrido una luxación de tobillo mientras jugaba al fútbol leía un libro sobre la guerrilla de Guevara. Cuando la esposa del tractorista comentó que ellos también tenían el libro, abrió las puertas del secreto de su marido:
–Ese no sabe nada (el autor del libro), miente. Yo sé dónde está enterrado el Che, yo lo enterré –gritaba el hombre, mientras su mujer, asombrada por la revelación, trataba de hacerlo callar.
Cuando le pasó el efecto, ni él mismo creía que lo había dicho. Durante 30 años no se lo había contado ni a su esposa. El rumor creció entre los miembros de las fuerzas armadas y pronto llegó a oídos de Jorge González, director del Instituto de Medicina Legal de La Habana y jefe del grupo de investigadores cubanos que buscaban los restos del Che. Ellos estaban tras la pista. En 1995, el ex general Mario Vargas había confesado al escritor estadounidense Jon Lee Anderson que los restos del Che estaban entre la pista de aterrizaje y el cementerio, pero nadie daba con el lugar exacto. Ayudado por un médico vallegrandino amigo del ex militar, González llegó hasta su casa para pedirle que le diera la ubicación exacta y ofrecerle lo que quisiera, desde dinero hasta ser atendido por médicos en La Habana. “¡No! No puedo hablar porque eso es secreto militar. Además, yo quiero que los restos del Che se queden en Vallegrande, porque quiero que vayan turistas allá”, dijo.
S. A. se negó sistemáticamente a confesar su secreto, hasta que a mediados de 1997 le llegó un memorándum del Estado Mayor de la Fuerzas Armadas que lo eximía del secreto militar y lo obligaba a colaborar con los cubanos. De los que participaron en el entierro, sólo quedaban vivos S. A. y el chofer de la volqueta, que no recordaba con precisión el lugar del entierro. Selich murió en 1971, cuando era cónsul boliviano en Hamburgo, en un atentado de la alemano-boliviana Mónica Ertl.
El día que el ex tractorista fue llevado a la zona en la que exploraban los cubanos, todos los trabajadores fueron retirados de la excavación y por primera vez se utilizó maquinaria pesada. “Ellos buscaban por encimita, pero lo habíamos enterrado bien hondo, casi a dos metros de profundidad”, dijo. La máquina paró cuando afloró el brazo de un esqueleto, luego los arqueólogos y antropólogos hicieron su trabajo. S. A. pudo volver a ese anonimato que tanto atesora. Pese a los años pasados, su opinión sobre el Che Guevara no ha cambiado. “Si él había venido aquí a matar, también tenía que morir –dijo–. Para mí no fue un héroe.”
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