EL PAíS › OPINIóN

Planificación y utopía

 Por Horacio González *

¿Cuándo surgió en la lengua habitual de la política argentina la palabra planificación? Hagamos un rápido recorrido. Muchos gobiernos hicieron gala de tener un plan. Pusieron en un lugar fuerte la palabra planificación. Frondizi surge fácil en el recuerdo. Llamaba “batalla” a los planes económicos, con ligeras reminiscencias de la reconstrucción europea de los años ’50. Conade era una sigla con encanto. Contenía la palabra desarrollo. Un poco más lejos: la década del ’30. Tiempo en que se debate el intervencionismo estatal, a la Federico Pinedo. Bien o mal, planificación. Banco Central, juntas reguladoras. Ciertamente, tutelaje indisimulado de Gran Bretaña y penurias colectivas. Son elocuentes las denuncias de Scalabrini y de Lisandro de la Torre. Con Perón, hubo Consejo Nacional de Posguerra, planes quinquenales y el polémico Congreso de la Productividad. Luego, Raúl Prebisch. Era un economista formado con Pinedo. Había surgido en los escarceos de la década infame –aunque peores infamias fueron sucediendo después–. Prebisch en los años ’50 dará impulso a la Cepal. Es el célebre autor de la tesis sobre el “deterioro de los términos de intercambio”. Sin embargo, según Jauretche, podía ser progresista en Latinoamérica y reaccionario en la Argentina. Aquí se trataba, dijo, del “estatuto del coloniaje”.

Por su parte, el Perón póstumo abrazó con empeño las expresiones “proyecto nacional” –que se fue amasando entre el tercermundismo y el peronismo–- y “modelo argentino”, que asomaba como una sinopsis del lenguaje planificador, técnico y modernizador de las décadas anteriores. A pesar de las distintas místicas de planificación –había un eco keynesiano y hasta tenuemente sovietista–, no por ello la historia supo tornarse estable. Aquella época fue muy movilizadora, pero en su supremo fragor, esos años ’70 acabaron no descubriendo su verdadero texto propiciatorio.

Ahora sabemos que las instituciones y la estabilidad son excepciones. Quizás el golpismo, ese gran espantajo de la imaginación política, es lo simbólico permanente de la vida pública. Lo político de nuestros países posee una sibilina percepción golpista, sabida o no. Tenga ese nombre u otro, el lenguaje corriente sigue impregnado de antiguas o nuevas denominaciones, como “conspiración”, “golpe de mercado”, “golpe mediático”, “manos negras”, “maniobras de los basureros de la historia”. En el pasado, vimos la irrupción de una razón decisoria de última instancia originando regímenes al margen de las leyes constitucionales. En la actualidad, vemos desestabilizaciones que horadan el poder de las instituciones clásicas con oscuros gerenciamientos de pesadillas colectivas y con la creación de sujetos menguados, amurallados. Para ello se movilizan implícitamente las tecnologías de las industrias de “contenidos simbólicos”. De una u otra forma, se acrecientan las magnas fisuras de la historia sin que los recursos reconstructivos posean capacidad de interesar a los conjuntos sociales inmovilizados.

Perón había dicho que el golpe del ’55 coincidía con el afán de los poderes mundiales petrolíferos. Y lo había relacionado con similares acontecimientos en Irán, a propósito del derrocamiento del líder nacionalista Muhammad Mosaddeq. Las historias del “golpe” y de la “planificación” –esto es, respectivamente de lo inseguro y de lo estable en la historia– escriben las fronteras oscuras de las sociedades contemporáneas. Ninguno de los dos conceptos ha desaparecido, aunque ahora actúan en la sordina de sociedades volátiles, sometidas a corrientes de desasosiego subterráneo, crisis de larga duración que exceden los estados nacionales, lenguajes políticos anémicos, dilución de legados populares, molduras económicas resquebrajadas y dificultades de recrear una visión del tiempo histórico como en su momento tuvieron los grandes núcleos partidarios de Occidente, la socialdemocracia alemana de la época de Kautsky, el partido socialista francés de la época de Jean Jaurès o el partido comunista italiano de la época de Berlinger.

¿Se acabaron los planes? ¿Viviremos en trasfondos históricos abismales, con democracias sometidas a las presiones restauradoras de las nuevas derechas, de las corporaciones de interesas y de los insustanciales que por doquier pontifican sobre la securitas? Toda sociedad –toda historia–- puede tener un plan, sin acaso animarse a computarlo como quinquenal, siquiera trienal. Pero lo que seguramente no debe dejar de tener es un rasgo de utopía. Proyectos caen, fenecen, cuando se agota la veta soñada, la vislumbre utópica. Se trata de lo que no está visible pero que representa la cauta esperanza de los pueblos, que se halla en tempo presente y no en el futuro, que exige una preciosa valentía colectiva. Pero ella es argamasa de futuro. Si presupone un efectivo descubrimiento autónomo de masas, por eso mismo consuela por su sentido de promesa extendida en el tiempo. ¿Pero cómo conseguirlo? ¿Nos está reservada aún esa posibilidad de volver a las vetas de la vida justa? Quizá no se sabía que estaba subyacente, pero repentinamente, al brotar, se torna coraje cívico en presente. Sin reclamar sacrificios vanos, llama a protagonizar una actualidad en tanto augurio pendiente.

Ese es el sentido de una revelación de época. Proyecta un plano que se despliega con lo inesperado, que surge abruptamente. Sin sabérselo, ya era poseído. Así se redescubre como aventura concreta. Lo que de pronto se evidencia que estaba ahí, se convierte en un índice expectante que enlaza con las nuevas generaciones. Era real y sin embargo contenía un horizonte de entusiasmo en la línea de lo que imaginariamente todos esperaban, aunque sin confesarlo. Es el excedente que todo horizonte actual debe tener y sin el cual todo plan crece en el vacío como mera aplicación de técnicas de momento, aunque puedan ser las adecuadas. Es lo venidero que puede palparse en una forma realista del presente.

La utopía es lo real-venidero, intuido en una lengua política novedosa. Es la que debe tener este momento argentino. Implica descubrir tanto la posibilidad como el obstáculo del aquí y ahora, la transparencia y el freno de lo que nos es contemporáneo, absolutamente actual. No se puede ser actual por entero si no se es enteramente utópico. Pero el régimen de lo utópico, en la Argentina, no se ha renovado. Perón lo llamó comunidad organizada, y al encontrar ese nombre, a la vez lo cerró inadecuadamente. Sin embargo, esto no disminuyó su efecto utopista. Frondizi no supo hallarlo. Intuyó que debía desautorizar el utopismo peronista pero dejándole su núcleo de hierro. Convenios pretrolíferos, puente subfluvial, torres de alta tensión. Difícil aunque no imposible, ejercer el don de la utopía con cables y combustibles; allí poca cosa misteriosa surgía.

Frondizi quedó como usurpador en la historia argentina. Usurpador de votos, de nombres, de planes y de teorías, aunque hoy no sean éstas las apreciaciones justas. Tuvo más planificación que utopía. Dejó flotando hasta hoy una palabra: desarrollismo. ¿Y Alfonsín? Usó el término utopía como sinónimo de vida, de vitalismo democrático. Tuvo más utopía que planificación, aunque a la primera la expuso sinceramente y a lo segundo lo confundió con las actas de los regímenes cerrados. No debería ser así. Nosotros nos referimos a una posibilidad concreta, síntesis de múltiples determinaciones, con la cual el plan –lo concreto de la necesidad colectiva– sería el sentido equivalente de la utopía.

Se nos dirá que éstas no son épocas de cosmovisiones, de doctrinas instauradas, de “principios establecidos” con cartillas cantadas en marchas callejeras. ¿Pero si no qué? ¿Seguir en las jergas de la hora, que tal “cruzó” a cual, que fulano salió a “pegarle” a mengano? El idioma periodístico –que recoge la desazón de cada época, confirmada en su propia revisión de incertezas– traduce una trama de voces que luchan por un “posicionamiento”. Mejor sería sacar esa palabra, que implica la sustitución de lo político por lo meramente posicional. Me posiciono después de comprobar lo que hicieron todos los demás y recién entonces elijo lo mío. No hay más a priori de ideas, hay juego en la tabla de ajedrez, me pongo en el lugar que logro deducir luego de ver cómo los otros ocupan su casillero. Reclamo la “pata peronista” o evito que otros sustraigan mi propia “pata”. Cada uno desea el mendrugo del otro en tanto astucias de laboratorio. Cierto, esos juegos son habituales. Pero si representan la fuerza de la política acabarán degradándola por completo.

En vez, el utopismo recobrado –la política como confianza colectiva y caminos proyectados que, lógicamente, en momentos de infortunio arriesgan desandar lo ya andado– es un trazado desarrollado en tiempos múltiples y no lineales. Implica actos laterales, vacilaciones, contramarchas, improvisos, dubitaciones, molestos beneplácitos. Sin duda, son eventos abrumados. Abundan hoy. Pero aun como renunciamientos, quedarían sometidos al juicio más amplio que surge de un itinerario declarado, de los movimientos tutelados con la lengua de un proyecto nuevo, rector, socialmente pactado. Este acepta legados pero no debe corresponder a ninguna copia o reiteración antepasada. Lo inadecuado del presente se confronta así con lo utópico, forma esperanzada de ese mismo presente. Su explicitación necesaria es un esfuerzo colectivo de carácter histórico–moral, crítico, autonomista y de alto nivel de compromiso con antecedentes sociales liberacionistas. En tiempos quebradizos, sería ésta la idea de lo que le debe lo utópico al plan y éste a un trecho del futuro proyectado y soñado a partir de los rigores presentes. La utopía no debe reiterar los nombres del siglo anterior o querer remendarlos con aditamentos. Es que el nombre de la experiencia nacional socialmente libre aún no lo sabemos

Existiendo la materia de esta lengua utópica, no es necesario interpretar cada movimiento actual, sea esencial o fortuito, como un canje, una concesión o un retroceso irreversible. ¿Por qué podrían parecer “agachadas” definitivas las incertezas del momento? ¿O asemejar a un estado permanente de sospecha las dificultades inherentes al trámite complicado de la cosa pública? Lo que aquí llamamos utopía o razón utópica es la autoconciencia pública, meditada y publicitada, que evita el cacareo infértil sobre regresiones irrevocables, a condición de explicarlas como posibilidades indeseadas o desprendimientos inesperados, modalidades necias en nuestro país vastamente diseminadas. No refutan el corazón de una historia si ésta queda adecuadamente explicitada en su trazo maestro. Este sería un punto de aglomeración complejo en que se hilan las múltiples fuerzas en tensión, formas manifiestas y latentes que van de aquí para allá –erradas o apropiadas– recostadas en la traza general de lo utópico y del plan. A éste hay que tenerlo, a aquella hay que solicitarla.

Doy un ejemplo. Si se soterra el Ferrocarril Sarmiento –puesto que por lo visto no se trata de construir submarinos nucleares con Carla Bruni–, estamos ante una compleja obra de ingeniería con exigencias colectivo–sociales, financieras, técnicas, económicas, administrativas y urbanísticas. No es ajeno a la utopía reconstructiva popular, que tiene su otro nombre en el plan de justa distribución de bienes, culturas y símbolos. Y esto último con adecuadas decisiones, no especulativas, del Estado. El plan revisitado por lo utópico sería así la fusión de lo nacional y popular en la huella democrática de una nueva república social. Debería fusionar políticamente el mundo cultural con una dimensión científico–técnica renovada y repensada. Debe llevar a que se despliegue una visión emancipada de la ciudad y de los equipamientos de locomoción colectiva. Esta utopía implica un uso esperanzado de la lengua social movilizada, una mística democrática social, una solicitación ética de cuño imaginativo popular, un republicanismo urbanístico, un ideal emancipado del transporte público, un humanismo que evite ser ocioso, una moral austera de crisis, un distribucionismo de los usos del tiempo libre, un proyecto de reparación material y un universalismo democrático. Y todo en un viaje en tren, parte empírica y cotidiana de la utopía de la vida buena. Más que exigencias son autoexigencias. Pues la autoexigencia es el estado real de la política como régimen de utopía y plan de transformación práctica de la vida.

* Sociólogo, profesor de la UBA, director la Biblioteca Nacional.

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Imagen: Jorge Aloy
 
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