Domingo, 28 de diciembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › LA LARGA VIDA Y LOS POCOS CAMBIOS DE LA REVISTA CABILDO
Nostálgica de cuando tenía influencia y hasta algún poder, la ahora marginal revista se mantiene firme en eso de confundir coherencia con obsesiones. Un vistazo a la historia y la actualidad de Cabildo.
Por Sergio Kiernan
La revista Cabildo es una de las criaturas más excéntricas de la derecha nacionalista argentina. Pernóstica, malamente escrita, obsesiva en inventarse enemigos, es sin embargo representativa de una vena subterránea que no tiene miedo al ridículo y sigue ahí: es la revista más antigua de ese palo.
Cabildo aparece y desaparece tanto que los radicales tenían el chiste de que sabían que iban a ganar las elecciones porque la estaban relanzando. La primera edición vio los kioscos el 17 de mayo de 1973, justo a tiempo para escandalizarse con Cámpora y despuntar una vieja fantasía del nacionalismo católico, la del complot masónico-liberal-sionista para entregar el país al comunismo internacional.
Este tipo de cosas es un artículo de fe entre los nacionalistas católicos de derecha. En 1973, lo que pasaba era que Alejandro Agustín Lanusse había aceptado llamar a elecciones por ser un criptoliberal, un masón y un sirviente de la Trilateral, el nuevo nombre del Kahal de Hugo Wast. Sólo esto explicaba que traicionara la “revolución” de esos católicos ilustres que fueron Juan Carlos Onganía y Marcelo Levingston, invitado de Cabildo en sus reuniones políticas. Curiosamente, el maoísmo había llegado a la misma conclusión y acusaba a Lanusse de ser un agente del comunismo soviético, que definía como el “verdadero dueño” de Argentina gracias a testaferros que posaban de millonarios conservadores, como Adalberto Krieger Vasena.
Para Cabildo, entonces, el pase de mando de Lanusse a Cámpora fue la misma entrega de Argentina a la subversión judía, cosa explícitamente dicha en esos tiempos felices en que no había ley antidiscriminatoria. La revista, junto a casi todo el nacionalismo, respiró aliviada con la aparición de Lastiri y la llegada de Perón al poder, el mismo año, y con el nombramiento de gente de confianza como Alberto Ottalagano y Oscar Ivanissevich en las áreas culturales y educativas del Estado. Así empezó la “limpieza”.
El golpe de 1976 fue simplemente la oportunidad de volver a sentirse en el poder para muchos del sector nacionalista, cosa que no ocurría realmente desde hacía años. Cabildo hasta se dio el gusto de jugar en las internas militares, apoyando a los “nacionalistas” frente a los “liberales”. Este azules versus colorados tardío le valió un chas chas en la colita y la revista fue retirada de kioscos y clausurada por un mes, cosa que todavía recuerdan como una epopeya heroica.
No extraña que Cabildo coincidiera ideológicamente con lo más feroz de la represión y tuviera de columnista al general Adel Vilas, un militar “pensante” capaz de leer los libros de Salvador Borrego y de escribir sobre los peligros de la subversión cultural triunfante. Este argumento resultó de larga vida y fue usado por varios militares al ser juzgados por sus atrocidades. Es así: la subversión existe y es corrosiva; usted no se da cuenta porque ya fue cooptado; los terroristas no ganaron la batalla militar, pero al convencerlo a usted de que somos malos ganaron la batalla cultural. O como decía Cosme Béccar Varela con más elegancia, “usted ya es un comunista, sólo que no se da cuenta”.
Hojear las Cabildo de los setenta permite descubrir también de dónde viene la obsesión del grupo por el Conicet. Resulta que la “cueva de terroristas” fue “limpiada” por Ottalagano, que se le entregó a gente más confiable. Varios nazis, nacionalistas y católicos falangistas con título universitario, se transformaron en investigadores rentados. Una de las tantas razones del odio desmesurado que le tiene la revista a Raúl Alfonsín fue que su gobierno terminó con esos contratos.
El staff de Cabildo muestra continuidades notables. El director fue Ricardo Curutchet hasta su muerte, acompañado de Juan Carlos Monedero como secretario de redacción y tesorero. Entre los colaboradores se puede ver, ya hace treinta años, a Antonio Caponnetto, actual director, y a plumas como el médico Hugo Esteva, profesor de cirugía en la UBA y colaborador en publicaciones afines como Patria Argentina. Ya en los setenta, Caponnetto había desarrollado el estilo farragoso y estentóreo que lo sigue destacando, y ya mostraba síntomas de la logorrea que lo impulsa a prologar cuanto libro le ponen delante. No es su culpa, en realidad, ya que sigue el estilo vueltero y lleno de exclamaciones de Curutchet.
Los veinticinco años de democracia que acabamos de cumplir no fueron gratos para Cabildo. Como el nacionalismo reaccionario, elitista y chupacirios es químicamente piantavotos –acerada definición del Perón de 1946–, sólo mojaban cuando gobernaban por la fuerza las minorías a las que influían. Así fue en 1943 y 1955, y así fue en 1966 y 1976. El sector llega a este nuevo milenio en un estado de marginalidad completa, sin la influencia cultural a la que se habían acostumbrado y pasados por derecha por otros sectores. Sólo les queda algún militar, juez o párroco, que trata de que no se noten sus convicciones.
Un síntoma de esta marginalidad es el nuevo slogan de Cabildo, “alguien tiene que decir la verdad”, y su creciente concentración en actividades más religiosas que políticas. El único ambiente donde el nacionalismo católico juega de local es ese arrabal de la Iglesia que sueña con cruzadas de limpieza y piensa que con Franco estábamos mejor. Esto explica que los nuevos héroes de Cabildo sean obispos militarizados como Antonio Baseotto y sus actos de desafío al “régimen” consistan en misas en Luján o ataques a artistas como León Ferrari.
Y también explica el vueltero hispanismo de la prosa cabildesca, donde los colaboradores firman sus notas desde “San Luis de la Punta de los Venados” o desde el “Fuerte de San Felipe de Montevideo”, escriben de tú o arman diálogos platónicos, como Aníbal D’Angelo Rodríguez, editor de cultura, sobrino de Ivannisevich y racista que se llevó racismo a marzo. Son todas muestras de senectud y marginalidad de una revista –de un sector– que supo bajar línea y ser escuchado.
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