Domingo, 7 de junio de 2009 | Hoy
Por Ricardo Forster
OPINION
La historia no deja de sorprendernos, sus giros inesperados constituyen una más que interesante oportunidad para no perder la esperanza. ¿Era imaginable, hasta ayer nomás, la quiebra de General Motors? ¿Podíamos prever la hondura de la bancarrota del capitalismo especulativo-financiero y, junto con su crisis, el descalabro, todavía más discursivo que efectivo, del neoliberalismo? ¿Alguien, instalado en la década del ’90, hubiera alucinado lo que hoy está ocurriendo en gran parte de Latinoamérica? Señalo estas cuestiones, formulo estas preguntas porque hoy vemos cómo algunas cosas se repiten en nuestro país; escuchamos y observamos de qué modo las corporaciones económicas, esos mismos grupos que acumularon riquezas y poder a lo largo de gran parte de la historia, vuelven a instalarse en el centro de la escena para ejercer su veto a decisiones de un gobierno democrático y a intentar deslegitimar un proceso político que, a grandes trazos, ha invertido la lógica de dominación que venía desplegándose en Argentina desde, al menos, el año ’76. Los grupos concentrados han dicho basta, lo vienen haciendo desde la rebelión agropatronal del 2008, y lo manifiestan a través de uno de sus pilares, que son los grandes medios de comunicación y sus periodistas estrellas. Para ellos la crisis del capitalismo debe resolverse reduciendo una vez más la participación de los asalariados en la distribución de la renta; debe apuntalar una forma de acumulación que logre doblegar las demandas emergentes en el interior de un proceso de recuperación económica que les devolvió a los trabajadores la capacidad para salir a las calles en defensa de sus intereses. Por eso están dispuestos a doblar la apuesta en un mes electoral buscando espantar una vez más a las clases medias con el cuco del chavismo y de las estatizaciones; pero, dudosos del éxito en el cuarto oscuro, buscan y buscarán profundizar la horadación del Gobierno apelando a su inmenso poder económico-mediático.
La profunda crisis desatada en el corazón del poder económico mundial no ha tenido como único resultado evidenciar el núcleo de injusticia que subyace impune en el centro neurálgico del sistema capitalista; ni tampoco se ha detenido apenas en evidenciar el nivel de irracionalidad de un modelo económico que sigue amplificando las tendencias destructivas allí donde se ha desentendido de cualquier posibilidad de entramar una relación más equitativa entre las ansias de rentabilidad y la utilización a destajo de los recursos naturales; apenas si nos ha permitido, a los mortales comunes y corrientes, visualizar que algo del orden de lo mefistofélico ha propiciado el despliegue de un sistema-mundo capaz de arrasar todo a su paso pero que, sin embargo, no responde, como algunos nos quisieron hacer creer, a la naturaleza de las cosas ni a la eternidad de lo inmodificable. Un pesado velo comienza a caerse delante de nuestras miradas todavía desconcertadas e influidas por una construcción ideológica que permanece entre nosotros reclamando sus virtudes y sus derechos. No deja de ser fascinante una época que ve de qué modo algo se va desplomando al mismo tiempo que lo nuevo no acaba de nacer; una época envuelta en tinieblas que no terminan de ser despejadas por los rayos del sol.
Lo que no termina de diluirse es la afición de las corporaciones económicas a ejercer distintas formas de presión sobre el gobierno y la opinión pública allí donde intentan perpetuar sus intereses, como si un antiguo y nunca olvidado reflejo siguiera actuando a la hora de recordar de qué modo operaron en otros contextos históricos, lejanos y recientes. Ha habido, en nuestro país, una relación directa entre los intereses del poder económico más concentrado (haya sido o siga siendo agrario, industrial y/o financiero) y las continuas exigencias desplegadas por esos mismos capitanes del capital en sus diversas y entrelazadas variantes hacia los diferentes gobierno que, con dificultades y debilidades, habitaron los últimos 25 años de vida democrática (y eso para circunscribirnos a un período que nos incluye y no dirigir nuestras miradas hacia la totalidad del siglo XX en el que los poderes económicos han bombardeado sistemáticamente todo proyecto democrático que intentó fijar límites a su avidez). ¿Alguien olvida, acaso, lo que significó para Alfonsín la oposición de esos mismos poderes que desataron el proceso hiperinflacionario e hicieron posible la entrada triunfal a la era de la convertibilidad? ¿Es posible que los hilos de la memoria sean tan débiles que no nos permitan recordar quién gobernó el país durante la década del noventa y de qué modo el proyecto de la Alianza no vino sino a continuar lo inaugurado por el menemismo en el plano estrictamente económico, pero que acabó por emponzoñar a la totalidad de una gestión enclenque y desnutrida de toda capacidad de generación de alternativas viables a la hegemonía neoliberal? ¿Tan lejos queda el 2001 que no somos capaces de recordar el hundimiento económico, político e institucional que amenazó la integridad del país sometiendo al despojo y a la exclusión más brutal a una gran parte de la sociedad?
Es por eso que no deja de ser letra conocida la manera cómo las corporaciones (y ahora también se ha sumado al coro de los críticos la UIA, junto con los ideólogos de un neoliberalismo que sigue insistiendo) buscan presionar al gobierno de Cristina Fernández. Quieren cerrar el capítulo de la recuperación salarial iniciada en el 2003; quieren clausurar por peligrosas y contaminantes las relaciones con Venezuela (incluso allí donde han logrado ingentes ganancias en los últimos años); sospechan de la política latinoamericanista del Gobierno porque les huele a “populismo”; regresan sobre las argumentaciones resquebrajadas de un neoliberalismo rancio a la hora de cuestionar en el país lo que no cuestionan en los países centrales (¿alguien los escuchó reclamándole a Obama por la estatización de GM? ¿Han mostrado su indignación ante las nuevas formas de participación estatal que se vienen planteando en Europa como un medio indispensable para hacerle frente a la crisis brutal desatada por la economía de mercado? ¿Se han quejado de los gigantescos rescates, con dinero de los contribuyentes, que se hicieron en esos mismos países de los grandes bancos y de las compañías aseguradoras generadoras de la burbuja especulativa? ¿Han acusado, acaso, a Obama de socialista? Tal vez no falte mucho para que lleguen a esa instancia, como sí lo hacen los sectores más recalcitrantes y reaccionarios del Partido Republicano).
Toda su retórica ideológica se dirige a criticar al Gobierno en un momento electoral, de la misma manera que la Mesa de Enlace no ha hecho otra cosa, desde el 11 de marzo de 2008, que buscar horadar la legitimidad del Gobierno allí donde lo único que quieren es volver a fijar, ellos, las líneas maestras de la economía. Se han acostumbrado a ser los dueños del poder, los árbitros de todas las decisiones trascendentes, aquellos que arman el partido y luego lo dirigen a su antojo. Para ellos palabras como estatización, nacionalización, regulación, equidad, distribución de la renta, soberanía alimentaria, paritarias, son expresiones demoníacas que amenazan con arrojar a la Argentina en los brazos de la nueva bestia de la época: el populismo. Y esa bestia asume hoy el rostro de Chávez, se expresa en las políticas reparatorias de Evo Morales y en la Constitución revolucionaria promulgada en Ecuador por Correa, todos ellos aliados de un gobierno, el de Cristina, que buscaría deslizarse hacia las sendas horrendas que conducen hacia el populismo. Nuevamente se trata, para el discurso que hoy se despliega hegemónico desde los medios de comunicación concentrados, de decir basta, de cortar de cuajo la cabeza de la serpiente y devolver a la Argentina al concierto de las naciones civilizadas, las que siguen rigiéndose por la sacrosanta economía de mercado, esa misma que entre nosotros activó la bomba que hizo añicos, durante los añorados, por los dueños de la riqueza, años ’90, industrias y trabajo multiplicando la desocupación y la miseria y concentrando todavía más la riqueza. Ese basta se expresa nuevamente a través de presiones y de acciones que buscan condicionar al Gobierno llevándolo a un plegamiento de las políticas de reconstrucción del tejido social, de la economía y de los derechos de los desposeídos. Añoran la ley de flexibilización laboral; extrañan su tiempo de reinado absoluto.
Resultaría escandaloso si no fuera el efecto de una larga y dilatada intervención en la historia nacional ver de qué modo las corporaciones siguen recorriendo los caminos del chantaje, de la brutalización social, de la avidez indisimulada por maximizar la acumulación y la rentabilidad a costa de los salarios y de las riquezas naturales; observar, también, cómo piensan la democracia, cómo desean corporativizarla reduciéndola a una cáscara vacía puramente funcional a sus intereses. Por definición los grupos concentrados del poder económico no son democráticos, no lo fueron ayer ni lo son hoy. Ellos actúan de acuerdo con sus intereses y lo hacen, ahora, entre nosotros, apropiándose, muchas veces, del sentido común; construyendo, a través de la corporación mediática (profunda y decisivamente entrelazada con las otras partes del poder económico) una opinión pública que se ha vuelto una caja de resonancia de sus propios intereses y de su visión del mundo. Para ellos la democracia es apenas un dispositivo formal que nada tiene que ver con la querella por la igualdad; antes bien, es clave, desde su perspectiva, alejar esa lógica de las demandas insatisfechas de las decisiones centrales de un gobierno que se quiere democrático apuntalando todas aquellas políticas que, en consonancia con lo desplegado desde marzo del ’76 (pero ya anticipado por el Rodrigazo), no hagan otra cosa que multiplicar sus ganancias y su hegemonía.
Ellas, las corporaciones, han fijado el límite, han dicho lo que ya no están dispuestas a tolerar. Será responsabilidad del Gobierno eludir el chantaje, estará en él seguir por un camino que busque mejorar la vida de los que menos tienen, defender el salario ante una crisis que, entre otras cosas, busca ponerles un freno, profundizar la integración sudamericana, ampliar y mejorar la participación del Estado, regular e intervenir allí donde sea necesario para resguardar los intereses nacionales, el medio ambiente y los derechos sociales. Todas estas cuestiones vitales que hacen a la calidad institucional y a la genuina profundización de la democracia vienen a expresar, de un modo invertido, todo aquello que buscan quebrar y limitar las corporaciones económicas. Algo de esto se juega en las elecciones del 28 de junio y en el día después, cuando haya que elegir entre la profundización de los cambios o la aceptación del gran chantaje corporativo. No resulta menor que, a diferencia de otros momentos difíciles de la democracia argentina, hoy podamos situarnos ante una disyuntiva que no se ha cerrado y ante un Gobierno que, más allá de sus carencias y faltas, no ha dado el brazo a torcer y sigue insistiendo en un camino fundado en el doble mandato de no reprimir la protesta social y de acrecentar el núcleo vital de los derechos humanos buscando, al mismo tiempo, invertir la pirámide de la distribución de la renta. Contra esa orientación se mueven y deliberan, como lo han hecho en otros momentos de nuestra travesía como nación, los grandes grupos económicos, esos mismos que no dudaron en solventar, cuando fue necesario, a las alternativas golpistas y dictatoriales pero que hoy prefieren una democracia domesticada y vaciada de ese interminable litigio por la igualdad que los incontables de la historia no han dejado de sostener y de defender. La persistencia de ese litigio sigue viva entre nosotros pese a lo mucho que los poderosos de siempre han hecho por doblegarlo definitivamente.
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