Domingo, 28 de junio de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Uno de los fenómenos más interesantes y menos comprendidos de la campaña es la “ejecutivización” de la disputa electoral. Las marcas son evidentes: listas que incluyen decenas de diputados se presentan como si fueran fórmulas ejecutivas (Kirchner-Scioli, De Narváez-Solá, Stolbizer-Alfonsín), candidatos que aspiran a una banca argumentan que van a combatir la inseguridad (parece dudoso que alguno pueda hacerlo si algún día es elegido gobernador, pero es materialmente imposible que lo logre desde el Congreso) y una lista de presidenciables (Scioli, Kirchner, Carrió, Reutemann) que aceptan “bajar” sus aspiraciones y pelear un lugar en el Congreso.
El fenómeno produce una irritación tan extendida como inconducente y genera las quejas de los animadores televisivos (“Pero si se eligen sólo diputados...”). Sin embargo, el hecho de que una elección parlamentaria adquiera los trazos de un comicio ejecutivo, con la carga de dramatismo y crispación que esto implica, no es resultado de una conjuración de la clase política sino un efecto de la debilidad de los partidos y la personalización de las campañas.
El tema es estructural. Los partidos políticos, se ha escrito hasta el cansancio, han visto debilitado su rol representativo y ya no actúan como los organizadores excluyentes de la competencia. Como explica Gerardo Scherlis en el último libro de Isidoro Cheresky (Las urnas y la desconfianza ciudadana, Homo Sapiens), las campañas se organizan cada vez menos alrededor de los ejes partidarios tradicionales y cada vez más alrededor de la división oficialismo-oposición (y de las personalidades que los representan).
Hoy es sobre todo la capacidad de gestionar y el apoyo o rechazo que genera un determinado gobierno lo que estructura las preferencias políticas, lo que su vez explica que cualquier comicio termine convirtiéndose en una elección ejecutiva. A diferencia de De la Rúa, que en el 2001 utilizó el argumento de que se trataba de una elección parlamentaria para intentar vanamente escurrir el bulto, los principales líderes políticos han entendido exactamente lo que se juega en estos comicios, y actúan en consecuencia.
El subproducto más comentado de la “ejecutivización” de la campaña es el de las candidaturas testimoniales. La estrategia –cuestionable desde un punto de vista ético, institucionalmente muy desprolija y poco adecuada para una democracia sana– es perfectamente legal, y se suma a otras decisiones menos graves pero también criticables, como la renuncia a un cargo ejecutivo en mitad de mandato para aspirar a una banca legislativa (Gabriela Michetti), la renuncia a una banca para disputar la misma banca (Felipe Solá, Elisa Carrió) o el cambio de distrito (Néstor Kirchner, Carrió y miles de etcéteras).
Su lógica política, sin embargo, es impecable. Aunque el blanco de los cuestionamientos fue Scioli, el objetivo real de la estrategia era asegurar la lealtad de los intendentes –se anotaron 47– y evitar su conversión a doble agentes de Unión-PRO. Las motivaciones también son claras: la decisión de Scioli de acompañar al kirchnerismo al punto de arriesgar su propia figura tiene motivos tanto económicos (el déficit estructural de la provincia de Buenos Aires) como personales (la posibilidad de convertirse en la última esperanza del neokirchnerismo para el 2011).
En cuanto a los intendentes, la mayoría pertenece al segundo y tercer cordón del Gran Buenos Aires, especialmente a los populosos y empobrecidos municipios del sur y del oeste, es decir, aquellos que cuentan con menos presupuesto per cápita y por lo tanto dependen más de las transferencias de los gobiernos nacional y provincial. Según los datos publicados en el blog Conurbanos, La Matanza, por ejemplo, cuenta con 1,11 peso por día por habitante, Almirante Brown con 1,09 y Lanús con 1,71, contra 3,52 de San Isidro, 5,6 de Coronel Pringles y 19,53 de Pinamar.
Otra tendencia que viene de lejos pero que se ha hecho más visible que nunca en esta campaña es la territorialización de la competencia política. Como describen Ernesto Calvo y Marcelo Escolar en La nueva política de partidos en la Argentina (Editorial Prometeo), la política es cada vez más un fenómeno provincial e incluso municipal.
Esto es resultado de cambios de larga data: la descentralización administrativa de los ’90 transfirió a los gobiernos provinciales instrumentos clave de gestión, como la educación y la salud, al tiempo que las reformas de las constituciones provinciales –33 en las últimas décadas– habilitaron la reelección de los gobernadores, todo lo cual contribuyó a fortalecer el poder de los líderes distritales. Pero la descentralización político-electoral también es una paradójica consecuencia de los éxitos del modelo kirchnerista: el alto crecimiento de los últimos años y la expansión de las economías regionales fortalecieron a algunos gobernadores (no a todos), lo que hoy les permite a algunos líderes distritales moverse con un margen de autonomía inédito.
Esto se refleja en la novedad de que los jefes políticos de algunas provinciales, como Córdoba y Santa Fe, no sólo hayan decidido prescindir del Gobierno, sino incluso desafiarlo mediante la imposición de candidatos propios. Pero también se comprueba en la estrategia K de conceder a los gobernadores cercanos una autonomía inédita. En otras palabras: como el De la Rúa del 2001, Kirchner acepta provincializar los comicios, pero para ganarlos.
Lo interesante es que la tendencia a la provincialización se contrapone con la tendencia a la “ejecutivización”. En efecto, los planes del Gobierno de convertir a la elección en un plebiscito acerca de la gestión nacional –la tesis de los dos modelos– se debilitan por la fragmentación territorial, de lo que resulta un mapa complejo que incluye varios plebiscitos simultáneos, el más importante de los cuales se juega por supuesto en Buenos Aires.
En este contexto de tendencias en pugna, la división campo-Gobierno no adquirió la magnitud que muchos anunciaban y otros tantos deseaban en los tiempos de la 125. El conflicto marcó a fuego el primer año de gestión de Cristina: polarizó el escenario político, catalizó la ruptura entre el oficialismo y un sector importante de la clase media, mostró el abuso de la acción directa por parte de un sector económico privilegiado, reveló los déficit de la gestión política oficial y el agotamiento de la estrategia de redoblar la apuesta.
Pese a todo esto, el campo no fue el eje de la campaña. Los ruralistas no han logrado copar las listas opositoras con sus dirigentes, aunque haya algunos distribuidos aquí y allá, y el debate público ya no gira en torno de la soja y las retenciones. Pero si la línea de fractura no pasa por la adhesión o no al campo, es posible pensar que sí se produjo una división geográfica, una frontera más territorial que, digamos, de clase: las zonas productoras de soja –Santa Fe, Córdoba, La Pampa, el interior bonaerense– aparecen lideradas por la oposición, mientras que las zonas no sojeras –el conurbano, el NOA y la Patagonia– se muestran más cercanas al oficialismo. Desde el año pasado, la ciudad de Buenos Aires se ha sojizado en términos electorales y culturales.
La crisis de los partidos no solo ha reconfigurado los términos de la competencia política; también ha modificado la forma de votar (aunque podría pensarse que es esta forma de votar la que está cambiando a los partidos: ¿el huevo o la gallina?). En cualquier caso, la gente ya no vota como en el pasado. El votante de hoy ya no se adscribe a un partido de una vez y para siempre, y los tiempos en que alguien nacía radical o peronista, como nacía hincha de Boca o de River, quedaron atrás.
Esta tendencia no necesariamente debería ser juzgada como negativa, en la medida en que puede ser vista también como el signo de un electorado más atento y exigente, que demanda, compara y está dispuesto a votar distinto de acuerdo con el tipo de elección en juego (el politólogo francés Pierre Rossanvallon utiliza la metáfora del “consumidor exigente”). Como sea, esto refuerza el carácter fluido y dinámico de la política, lo que genera inestabilidad e incertidumbre y agrega dramatismo a las elecciones, cada una de las cuales parece completamente diferente de la anterior.
En esta ocasión, las grandes novedades fueron tres: el surgimiento de un peronismo disidente, que ya se había insinuado pero que recién ahora ha adquirido verdadera forma, aunque limitado a la provincia de Buenos Aires y la Capital; la emergencia de un pejotismo disidente –nada menos que en Córdoba y Santa Fe– que antes había permanecido más o menos alineado con el Gobierno; y la reunificación de las diferentes corrientes radicales en listas conjuntas en casi todos los distritos (aunque en los dos más grandes, la provincia y la Capital, los resultados probablemente no sean los esperados).
Al personalizar el análisis, es fácil comprobar que, como efecto de los nuevos formatos electorales, nunca antes tantos líderes importantes habían apostado tanto en una misma elección: Kirchner, que juega la fortaleza del Gobierno en los dos años que le quedan y los términos de una transición pos o antikirchnerista; Scioli, que también apuesta el futuro de su gestión y sus ambiciones presidenciales; Reutemann, que juega su candidatura presidencial, como él mismo ha admitido en más de una oportunidad; Cobos, a quien una derrota de sus candidatos en Mendoza dejaría demasiado expuesto; y Carrió, que definirá la supervivencia de su liderazgo de cara al 2011.
Cada momento histórico entierra y produce sus liderazgos, en procesos de cambio que se hacen más evidentes cuando la transformación no es un camino gradual y pacífico sino una crisis o un derrumbe. Así, el gran emergente de la crisis alfonsinista fue Carlos Menem (Antonio Cafiero era demasiado parecido a Alfonsín en demasiados aspectos), el principal emergente del gran acuerdo político de los ’90 –el acuerdo alfonsinismo-menenismo simbolizado en el Pacto de Olivos– fue Chacho Alvarez, mientras que el recambio de fines del menemismo fue la versión ampliada del Frepaso en la forma de la Alianza y el paradójico liderazgo de De la Rúa (Duhalde se parecía demasiado a Menem en demasiados aspectos).
La crisis de la convertibilidad generó dos grandes líderes, Kirchner y Carrió, que han sabido mantenerse en el centro de la escena desde hace ya seis años. Para quienes se quejan de la irracionalidad del voto, hay que reconocer una cierta inteligencia histórica en estas transiciones silenciosas: no es casual que los elegidos hayan sido justamente ellos, la menos radical de los radicales y la única que se había atrevido a romper con su partido durante el delarruismo, y el menos menemista de los peronistas, el primero que había comenzado a tomar distancia de Menem en los tempranos ’90. Tal vez por eso, ambos tienen más cosas en común de lo que habitualmente se piensa: el sistema radial de relación con sus seguidores, el decisionismo, el personalismo, la desmesura discursiva y, por supuesto, la lógica amigo-enemigo, aunque en Kirchner la división sea pasado-presente (neoliberalismo versus progresismo, dictadura versus derechos humanos) y en Carrió ética (ladrones versus honestos) o republicana (populistas versus institucionalistas).
Las últimas encuestas indican que Kirchner, si gana, lo hará por unos pocos puntos, y que los candidatos K ocuparán el tercer o cuarto lugar en distritos clave como la Capital, Santa Fe y Córdoba, al tiempo que el Gobierno especula con una transición poskirchnerista en la figura de Scioli. También según las encuestas, la lista de Carrió podría salir tercera en la Capital y ocupar un lejano tercer puesto en la provincia (sus candidatos tienen buenas chances en Santa Fe y Córdoba, pero se trataría de las victorias de Luis Juez y del socialismo más que de triunfos de Carrió). Y además está Cobos, que acecha.
En suma, los números preliminares sugieren un debilitamiento relativo de los dos grandes liderazgos que, surgidos de las cacerolas y los piquetes del 2001, se consolidaron como los protagonistas de la Era K, aunque aún sea pronto para arriesgar su final y aunque el nombre de sus herederos dependa en buena medida de los resultados de las elecciones de hoy.
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