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El tipo está loco
Por Rafael A. Bielsa
Llegué a Funes promediando el ‘77. Cuando me detuvieron, a las siete y media de la mañana y a cincuenta metros del trabajo, los Tribunales Federales de Rosario, mi primer pensamiento fue “lo que durante tanto tiempo esperaste que sucediera, por fin sucedió”. Podrá parecer extraño, pero sentí alivio a pesar de que era invierno. Por entonces –a diferencia de Juan Moreira– creía que sería más amable morir de día, a pleno sol y con calor. Me tiraron en el piso trasero de un Renault 12, me pusieron una venda inmunda y sanguinolienta sobre los ojos, encima una caperuza corta, y sobre ambas una capucha hecha y contrahecha. Así entré en la casa de Funes.
Esas paredes son para mí como un Aleph, un punto del espacio donde están todos los puntos, hecho de sótano, ayes, tabiques delgados, urgencia, hambre, ruina inminente, nunca vi más que fragmentos por debajo de los trapos que me cegaban. A las pocas horas estaba atado en cruz sobre un elástico de cama, y dos o tres recaderos se aplicaban sobre mi cuerpo con la picana, la llamaban pasionalmente Martita Corrientes. Así transcurrió un lapso impreciso. De un momento para otro, noté que alguien estaba parado a la altura de la cabecera. Con un tono recargado en polvo cósmico, como desde el corazón beatífico mismo de una tormenta sideral, dijo: “Va a costar. El tipo está loco”. Me sentí desenmascarado, como un viejo al que obligan a desnudarse y debe mostrar su cinturón de herniado. Muchos años después supe que ese desconocido tenía razón. En cierto modo, no hay otra manera de salir vivo de allí (lo cual es distinto de conservar la vida) que volviéndose previamente loco. He soñado muchas veces con el que pronunció aquella frase. Mientras duermo tiene el rostro de Rutger Hauer en Blade Runner, cuando dice “...he visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque ardiendo sobre el hombre de Orión. Rayos C brillando en la oscuridad cerca de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.
Una noche me hicieron salir al exterior, y arrodillar sobre la tierra. Morir en invierno y de noche, no habría una próxima vez. Me pareció que delante mío había un pozo, y que dentro hervían cal. Acercaron el cañón de una pistola a mi oreja y dispararon. Yo caí casi de costado, en posición fetal pienso ahora. Mis manos tocaron el pasto y notaron la humedad del rocío. Un muerto no se da cuenta de que tiene húmedas las palmas, recuerdo que pensé. Varios rieron, al parecer se trataba de una broma. Habían puesto la pistola a la par de la cabeza, y gatillado.
Otra noche hubo rumor de precipitación, corrimiento de muebles. “Ya llegó”, fue anunciado. Bajaron al sótano donde yo estaba, me sentaron en una silla, me quitaron el candado y la larga cadena que me inmovilizaba a la baranda de la escalera, y alguien apareció. Se sentó frente a mí, y en otra silla apoyó la gorra. Por debajo de la capucha pude verla, el alarde de los entorchados me hizo pensar que se trataba de un jefe. “¿Por qué su familia donó la biblioteca de su abuelo al Colegio de Abogados, eh?” preguntó. “¿Para que los letrados marxistas estudien cómo sacar a los subversivos de la cárcel?” Yo le contesté, con toda naturalidad, que ni la Biblioteca Nacional, ni la de la Facultad de Derecho, ni la de la Cámara Federal habían aceptado la donación, por falta de espacio. Los hombres muy raramente somos razonables cuando está por medio nuestra muerte. Algunos años después me pareció reconocer esa voz, hecha para la radio de galena (astigmática, pedregosa, astillada, ebria), hablándole al país: fue en abril de 1982, durante Malvinas.