Domingo, 12 de junio de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
Fracasó rotundamente el intento de imponer la idea de que en la elección de octubre estaría en juego la continuidad de la democracia argentina, amenazada por el autoritarismo del Gobierno o la inminencia de una catástrofe. Ese era el marco que sustentaba la necesidad de una especie de amplia “unidad antifascista”, en la que los partidos políticos debían participar más allá de cualquier definición ideológica y programática. Hubo, en ese sentido, un documento dirigido a “cuidar la democracia”, firmado por el PRO, el radicalismo y la Coalición Cívica, y hasta un paper con bases programáticas generosamente presentado por Mauricio Macri y puesto a disposición de los demás partidos.
La tan meneada perentoriedad de la unidad de la oposición no llegó a ser una línea políticamente operativa; más bien quedó anclada en algunos editoriales dominicales de importantes diarios. La conformación del grupo A en el Congreso después de la elección legislativa de 2009 nunca alcanzó a establecer horizontes comunes que fueran más allá del reparto de las comisiones parlamentarias y sus direcciones, episodio que ni el más benévolo de los juicios podría calificar como una acción de carácter democrático. Alguna vez se ha dicho en esta misma columna que esa imposibilidad de la unidad opositora tenía una explicación más profunda que la tan declamada “falta de generosidad” de los líderes partidarios: para que la derrota del Gobierno sea más importante que la victoria del propio partido como norte estratégico hace falta que el desalojo del kirchnerismo constituya algo así como una cuestión existencial. Es decir que estén en juego intereses y valores fundamentales, compartidos por todo el arco opositor, y amenazados en el caso de una continuidad en el gobierno de la actual coalición.
No habrá, entonces, unidad de toda la oposición, ni de todo el peronismo disidente con la centroderecha, ni alianza del radicalismo con fuerzas de centroizquierda. El último retoño de este proceso de desagregación es el lanzamiento de una coalición de centroizquierda con el gobernador santafesino Hermes Binner como candidato presidencial. La iniciativa es posicionalmente perfecta: apunta a generar un espacio nacional de actuación a un gobernador exitoso que viene de revalidar su ascendiente al imponer a su delfín como candidato para su sucesión, provee una referencia nacional a varios liderazgos de alcance local y reclama para sí un grado de coherencia discursiva que no es muy abundante en estos días. Una aclaración necesaria es que la alianza que se está concretando no es la unidad de todo el progresismo, sino la de los sectores que se oponen al actual Gobierno. El universo progresista no tiene hoy una posición común: hay un sector que forma parte del Partido Justicialista, otro que forma parte del dispositivo oficialista desde fuera de esa estructura y otro, el Nuevo Encuentro liderado por Sabbatella, que no integra el Frente para la Victoria aunque acompaña decididamente el rumbo oficial.
La unidad del progresismo opositor tiene un excelente candidato, importantes puntos de apoyo distritales y figuras reconocidas. La esperan, sin embargo, algunos problemas muy complejos. La unidad del progresismo opositor tiene un excelente candidato, importantes puntos de apoyo distritales y figuras reconocidas. La esperan, sin embargo, algunos problemas muy complejos. El principal de esos problemas es que la demarcación del campo político entre derechas e izquierdas no es de orden abstracto y no se desenvuelve al margen de la historia concreta; son los conflictos políticos reales los que dividen las aguas. Un proyecto político es mucho más que un documento programático: es un conjunto de actores políticos y una red de episodios en los que se ponen en juego antagonismos. Es también un dispositivo de adversarios y de obstáculos políticos.
Constituirse en un actor político relevante de centroizquierda presupone colocarse de cierto modo frente al conflicto político central de estos años, pronunciarse sobre los actores sociales que pueden acompañar un rumbo transformador, enunciar con claridad cuáles son las resistencias a ese rumbo y cómo superarlas. Perfectamente puede pensarse en un camino superador de la experiencia de estos años, pero para ganar credibilidad hará falta explicar cómo, con quién y contra quién. La idea del mundo feliz de las transformaciones reparadoras e igualitarias sin conflictos, sin adversarios y con el apoyo de una constelación sin contradicciones ni puntos oscuros funciona muy bien en la charla de sobremesa pero equivale a la total impotencia en materia política.
Se puede eludir la complejidad de la realidad que sobrevendría al hipotético triunfo de la alianza centroizquierdista, sobre la base de postular que no se juega a ganar estas elecciones, sino a implantar una nueva empresa política orientada hacia el futuro. Este enfoque es completamente respetable y hasta podría ser una contribución importante al desarrollo de una subjetividad política transformadora en el país. Claro que la tarea no será fácil. Ante todo porque tendrán que salir a buscar votos en el universo social de quienes por uno u otro motivo no apoyan al Gobierno. Y el contexto de la campaña no es apacible ni propenso a la exquisitez argumentativa; lograr apoyos para una propuesta política que reivindica valores de igualdad y justicia social en momentos en que los pilares de la Argentina conservadora e injusta han declarado una guerra sin cuartel a una Presidenta que será además candidata a la reelección parece un desfiladero angosto y de laborioso recorrido. Y está siempre la tentación de los atajos. Atajo que más de uno de los protagonistas de la nueva empresa política ya viene transitando en los últimos años: el de equiparar esta experiencia con el menemismo, el de ir detrás de los prejuicios gorilas contra la CGT, el de defender el centimetraje en Clarín sobre la base de sumarse a cualquier operativo de prensa que el grupo promueva, entre muchos otros.
Parece claro que si el naciente agrupamiento progresista se inclina hacia una línea discursiva que tienda a promover la profundización de un rumbo y a incorporar nuevos temas programáticos actualmente ausentes o insuficientemente recorridos, puede convertirse en un factor dinamizador de la política. La cuestión es que en esa ruta tendrán que acostumbrarse a un trato menos benevolente del establishment mediático que el que han venido recibiendo algunos de los actores principales del acuerdo. No será igual el trato a una campaña que reivindique la ley de medios audiovisuales y la reestructuración de Papel Prensa como jalones positivos para una visión progresista de la sociedad, que el que se recibió cuando hicieron causa común con Clarín contra un reclamo sindical o cuando denunciaron penalmente a la Presidenta por usar las reservas del Banco Central para cancelar obligaciones evitando el costo financiero del crédito internacional.
La simpatía de los editorialistas del establish-ment con los actores centrales del acuerdo tiende visiblemente a disminuir. A Binner ya lo colocan como un desertor que faltó a su deber patriótico y democrático por sus “pruritos ideológicos”. Como ha dicho alguno de esos comentaristas con su habitual claridad, se trata de ver si la unidad progresista se hace contra el Gobierno o para debilitar a la oposición. Por lo pronto, la emigración de algunas de las fuerzas integrantes de la alianza con el radicalismo es percibida como un problema para la posibilidad de una segunda vuelta.
Eventualmente despojada del discreto encanto del antikirchnerismo y renuente a ser la cara “progre” del grupo A, la nueva alianza podría constituirse en un aporte a futuras alianzas políticas y parlamentarias dirigidas a la profundización del rumbo. Claro que en ese caso tendría planteado el problema de dónde recoger el necesario respaldo electoral.
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