Martes, 29 de mayo de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
Un tema habitual de discusión: los discursos de la Presidenta. También son un tema para ella. En el que dio en Bariloche el 25 de Mayo se refirió a esta misma cuestión. En este caso, rememorando el discurso de Kirchner nueve años antes. Era un momento crucial. Aquel discurso inaugural había tenido una redacción previa, en la que ella misma había participado, a fin de ajustar la expresión a la fijeza natural que tienen los textos escritos. Kirchner rechazó esa redacción inicial y prefirió otra, más enfática o atrevida. Pero igualmente leída. La Presidenta dijo, recordando esos momentos, que prefería verlo leer al ex presidente, debido a la evidente incerteza que siempre siente un orador en la soledad (valga la paradoja) de su palabra pública. Lo dijo en un discurso, como todos los de ella, estrictamente no leído.
Vivimos hace tiempo una época donde lo público y lo privado no tienen líneas ciertas de separación. Quizás el drama esencial de la política contemporánea lo expresa esta pregunta notoriamente dificultosa: ¿qué han hecho los grandes medios de comunicación con la palabra política, con la argumentación pública? En el acto mencionado, se cantó a la manera de homenaje al presidente Kirchner el habitual fraseo “no se murió / vive en el pueblo / la puta madre que lo parió”. Es una mezcla de conmemoración apenada y lamento eufórico. Todo el mundo sabe el valor reversible y múltiple de palabras que aparentan ser blasfemias. La Presidenta interrumpió el cántico diciendo que, aun siendo así, también habría preferido tenerlo a su lado. Fue una súbita intrusión del dolor privado, que dicho en un ámbito público puede dispersarse en múltiples direcciones. Y así, en el acostumbrado modo del discurso presidencial, que sobre una línea principal produce constantes derivaciones, asociaciones inesperadas y saltos abruptos en los planos de significación, se introdujo una secuencia breve y dramática de irrupción de la punzada íntima. Fue en el ámbito de una rogativa colectiva.
Tenemos aquí varios temas sobre los que vacilamos sobre si debemos conjeturar, pero igual lo haremos. Hay evidentes diferencias de juicio que provocan los discursos leídos y otros dichos de viva voz. En ese último acontecimiento se supone gozar del don de la palabra expresada no en la institución textual sino en la institución oratoria. Aunque en este último caso los temas cuenten con ayudamemorias o hayan sido punteados previamente. Y hay diferencias entre el Estado (y sus asuntos) y la intimidad (y sus lenguajes). La Presidenta, como se sabe (esto ya fue lo suficientemente analizado, criticado, festejado, vituperado o exaltado) cuenta con la facilidad de producir deslizamientos y enlaces conceptuales entre planos muy variados de la realidad. Son lo que en un texto correspondería a las notas al pie de página o a anotaciones marginales que luego pueden, o no, dejarse de lado. En la situación presidencial, estamos ante discursos fuertemente incorporativos de esos suplementos lingüísticos derivados.
En muchas situaciones, estos agregados, saturados de expresiones coloquiales, dan pasto a diversos comentarios. Son las habituales secuelas de desciframientos que suceden luego de proferidas piezas semejantes, sean de la Presidenta de este país, de la de la Islandia o de cualquier otro funcionario del planeta en la situación habitual de un mandatario “dando señales”. Esta expresión seguramente no es solamente de “uso nostro”, pues debe existir en cualquier lugar del mundo. Por ejemplo, frases de la Presidenta sobre la tenue historicidad de lo humano, lo transitorio del existir, la imposible permanencia de lo político en sus configuraciones aparentemente estables, parecieran filamentos casuales. ¿Qué “señales” implican? Ellas se van desprendiendo a menudo no como teorías de la historia sino como frases dichas al vuelo desde el acervo usual o la muletilla popular. No obstante, no es difícil encontrarlas en meditaciones clásicas de Maquiavelo o Gramsci, pues es el tema estoico de la fugacidad de la existencia y de los momentos de catarsis en las construcciones políticas.
El dicho en torno de “dejar la posta” fue lanzado por medio de una expresión sostenida en este lugar común, lo que puede corresponder al habitual sello de ciertos temas clásicos, graves, pero dichos de un modo casero. Como al pasar. Suele afirmarse que una cosa son los discursos y otra su efectivización. En el mismo discurso que estamos comentando, la Presidenta también relativizó el poder de los discursos. Aunque, en realidad, todo discurso está casi obligado a hacerlo. Sus poderes se aceptan mejor, cuando existen, si se los mitiga con la autocontención a la que todo orador está obligado. Pero nadie está en condiciones de rechazar o desconocer, menos en esta época, la rara cualidad de todo discurso de producir acciones, o mejor dicho, símbolos de acciones, que vendría a ser casi lo mismo, pero más sutil.
El discurso presidencial no contuvo apenas una alusión lateral al tema esencial de los relevos en la historia –que es lugar menos conceptualizado de la política, su punto de temblor y angustia máximo–, sino una tesis sobre la relación de Angola con los sucesos revolucionarios de Mayo de 1810. Aquí funciona también el sistema de translaciones y amalgamas. Sobre la base de datos censales de la población negra en la Buenos Aires de fines del siglo XVIII y su probable origen en el tráfico esclavo proveniente de la costa suroccidental de la región Ndongo –la futura Angola–, la Presidenta conjeturó sobre la formación de los ejércitos independentistas, de un modo totalmente verosímil. Formados, desde luego, sobre una base social de negros, esclavos manumitidos e indios, en proporciones diversas que hoy están menos en los censos que en las brumas insospechables de la historia. Múltiples consecuencias se extraen de este hecho.
Un discurso, desde luego, es un acontecimiento que pone lo histórico en términos de yuxtaposiciones libres, pero también inesperadas. “Angola” aparece así en términos novedosos mediante esta compenetración con la historia nacional, que resulta legendariamente abierta hacia otras dimensiones. El presente admite palabras que, sin ser antiguas, se hallan en algún recinto de los recuerdos de la actualidad. “MPLA”, también dijo la Presidenta, al repasar sumariamente las siglas de los grupos políticos que se disputaron el predominio en la larga guerra angoleña, que contó también con el fugaz paso de Ernesto Guevara, también mentado en otros discursos de la Presidenta. ¿Qué significan estas menciones que brotan repentinamente de un arcón donde yacen Frantz Fanon y Amílcar Cabral, que son hoy, con mucho, apenas temas académicos? ¿Y la del propio Agostinho Neto, dirigente máximo del MPLA, recordado por la Presidenta, efectivamente, como “médico y poeta”?
Vivimos en un momento en que el proceso de recordación adquiere aspectos cambiantes que afectan distintos niveles artísticos. Sin juzgar más que muy rápidamente las opciones estéticas de dos recientes obras muy diferentes entre sí, las pondré como ejemplos de absoluta contemporaneidad respecto de cómo rememorar. Una es la novela de Laura Alcoba, Los pasajeros del Anna C; la otra es la obra de Mauricio Kartun Salomé de chacra. En la primera, el recuerdo de los años de preparación revolucionaria deja una pátina de melancolía, y la narración mantiene una delicada película fuliginosa con los hechos de décadas pasadas, a pesar de que abundan los nombres propios y hay una apariencia de que el pasado absoluto puede ser contado en presente. En la obra de Kartun, un opulento y carnavalesco entrelazamiento de leyendas permite una batahola de citas, extraídas esencialmente de los mitos del idioma nacional y de las grandes narraciones dantescas sobre el sacrificio y la sangre. ¿Cuál sería entonces la manera de rememoración más adecuada?
No pienso que los dilemas de una sociedad se arreglen con discursos. Pero no da igual cualquier discurso, y los que surgen de la oratoria central del Estado no tienen por qué tener el mismo moldeamiento que las piezas de ficción que acompañan este complejo período, ni proceder con el mismo inmediatismo con que se expresan los medios de comunicación de la época, que gustan de abolir los discretos tabiques que regulan las diferentes situaciones del lenguaje. Ni una cosa ni la otra ocurre con los discursos de la Presidenta; en ellos hay esfuerzos de autorreflexión importantes que van más allá del habitual “desentrañamiento de guiños”, rápidamente devorados, si fueran sólo eso, por la inquieta coyuntura. No son triviales las graves reflexiones sobre la dialéctica de la intimidad; no son desdeñables las menciones a las peculiaridades del tiempo huidizo, tanto como a una situación aparentemente opuesta, la del ciclo de doscientos años de vida nacional a la luz de una mirada de la descolonización africana, a la vez extemporánea y propia. Y por otro lado, no pueden ignorarse los esfuerzos por ampliar los léxicos sociopolíticos e históricos.
Así como hay jergas que en su condición de idiolecto permiten las rápidas conversaciones políticas, pero producen cierres litúrgicos de la lengua, también hay discursos políticos que parecen ser de circunstancias y no lo son. No lo son estos discursos presidenciales, que traducen la angustia de los días y las turbulencias de un tiempo que reclama nuevas ideas. Cierto, vienen arropados por el cruce inmediato con los pellejos y residuos del agitado horizonte actual. Pero sus listones internos hablan explorando conceptos inesperados y reconocibles. Con ataduras intempestivas y vocabularios que surgen de imaginar nuevas explicaciones para el pasado, sin reiterarlo míticamente. Ante la infecunda inmediatez del habla política cuando se vuelve rutinaria (que es lo que nos llevaría a perder frescura y libertad en la opinión) debemos reencontrar en el discurso el tiempo de los grandes panoramas históricos, con sus largos ciclos y sus espesuras puntuales, dramáticas.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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