Domingo, 22 de julio de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Edgardo Mocca
Toda disputa política es un combate de interpretaciones de la realidad. Esto es mucho más así cuando una crisis mundial de proyecciones imprevisibles refuerza el permanente interrogante humano sobre el futuro. Es cierto que hay entre nosotros un amplio arco político –abrumadoramente mayoritario en el terreno de quienes están en contra del Gobierno– que separan sistemáticamente los análisis de la realidad nacional del contexto mundial. Abundan hasta el hartazgo los comentarios que prescinden de toda consideración histórica, de época y de marco mundial para considerar nuestra coyuntura. Toda referencia a esas instancias, imprescindibles para cualquier análisis que se pretenda serio, es considerada como una disquisición ideológica o llanamente como manipulación simuladora. “El relato oficial” es el santo y seña sospechosamente generalizado entre los comentaristas del establishment, incluidos los recién llegados desde una trayectoria crítica y progresista. El relato no es, desde esta perspectiva, una construcción de sentido disponible para la interpretación de los acontecimientos particulares; no es un paradigma ni una hoja de ruta programática: es una retórica engañosa y encubridora. No se opone al relato de quienes apoyan al Gobierno un relato alternativo de oposición; simplemente se prescinde de cualquier trama lógica e histórica en la cual inscribir los hechos de la realidad. Hechos, puros hechos, sin historia ni sentido. Para colmo, en muchos casos, en demasiados casos, esos “hechos” tienen vigencia entre su publicación matutina y la correspondiente desmentida vespertina o nocturna.
Aun así, los análisis de la coyuntura, incluso los que se suceden vertiginosamente en las redacciones de los medios dominantes tienen, implícita o explícitamente, la pretensión de la previsión política. ¿Es realmente previsible el futuro político? La pregunta, ciertamente, desborda las ambiciones y posibilidades de lo que no es más que un comentario político-periodístico. Pero está claro que si por previsión entendemos el pronóstico certero de lo que ocurrirá, la respuesta debe ser drásticamente negativa. En el siglo XIX se postulaba la posibilidad de estudiar a las sociedades con el método y las pretensiones de las ciencias naturales: en ese clima de ideas nació la sociología y, tras ella, todo lo que hoy conocemos como “ciencias sociales”, por lo menos en sus formas más sistemáticas. Hoy rendimos justo homenaje a los fundadores del pensamiento social, pero no estamos dispuestos a aceptar sus profecías, sea que rematen en el dominio de la “ciencia positiva” o en la “sociedad sin clases”.
Sin embargo, todos queremos prever. Y deberíamos también reconocer que en ese esfuerzo por prever, cualquier analista –aun los periodistas más puros e independientes– pone en juego sus deseos personales y/o los objetivos del grupo político o social del que forma parte. Decía Antonio Gramsci: “...es absurdo pensar en una previsión puramente, ‘objetiva’, Quienes prevén tienen en realidad un ‘programa’ para hacer triunfar y la previsión es justamente un elemento de ese triunfo”. A primera vista esto parece extraño: cómo puedo ser objetivo si en mi análisis entra el “programa” que yo defiendo. Es que la previsión, en los asuntos sociales y políticos, no es la visión anticipada de procesos inevitables, sino que incluye la acción de millones de hombres y mujeres. Y esto no es todo; incluye también el efecto de mi propio análisis, en la medida en que éste pueda adquirir significación en la acción político-práctica.
Cuando la derecha “prevé” el encadenamiento de una crisis económica, un estallido social generalizado y el consecuente descalabro político en el futuro argentino inmediatamente próximo, está, en realidad, apostando a la eficacia de todas las acciones que puedan converger en una dinámica de esa naturaleza, sin excluir el sabotaje de aquellos líderes y sectores que, hasta hace muy poco tiempo, consideraba parte de lo peor de la sociedad argentina. Pero la “apuesta” no es un acto analítico, es una disposición política. Significa que el analista toma posición a favor de ese curso de los acontecimientos. Y significa más: que su propia praxis de analista va a actuar en esa dirección.
Del mismo modo, pueden pensarse las apuestas de aquellos analistas que apoyan al Gobierno. Los mejores de ambos campos observan la existencia de tendencias contradictorias y saben que cada una de esas tendencias cuentan con recursos para intentar alcanzar sus fines. Saben también que el resultado no está predeterminado, pero colocan su trabajo al servicio de un curso determinado de los acontecimientos. Ambos “prevén”, no en el sentido del pronóstico o la profecía, sino en el sentido de la detección de las tendencias contradictorias y la toma de posición en el choque entre esas fuerzas. Aquí vale la digresión ante quienes consideren esta exposición atada a una perspectiva binaria; esta crítica se ha puesto de moda en los distintos campos de opinión (no digo en “ambos” campos para no redundar en la binariedad). Efectiva y visiblemente, el mundo de la política y del análisis político no se reduce a dos posiciones, favorables o contrarias al Gobierno. Es un campo de fuerzas rico, plural y contradictorio. Sin embargo, como en pocos momentos de nuestra historia, esa gama heterogénea de perspectivas se ha organizado en torno a una división principal del campo. Cada uno la conceptualiza según su opinión. Para algunos es la lucha de la república contra el autoritarismo, para otros es la lucha de la política democrática contra los poderes fácticos, para los de más allá es la lucha del verdadero progresismo contra los simulacros. Pero la materialización política de esas contradicciones abstractas termina siendo la línea que separa a los impulsores del gobierno (con todos sus matices) de los opositores (con todos sus matices). Sería bueno que unos y otros reconociéramos la objetividad de esa división. Que no la atribuyamos a la malevolencia del adversario y la reconozcamos como producto concreto de una lucha política, de un momento de nuestra historia. El reconocimiento es un primer paso para la busca de las mejores formas de resolver el contencioso.
Este comentario no es, claro está, un candoroso e imparcial llamado a la bondad de las partes en conflicto. Su autor considera que las dificultades para traducir los intereses y valores en juego en relatos políticos orgánicos y argumentados no es atribuible en igual medida a unos y otros contendores. Todo lo contrario: estima que la obsesión del frente opositor –cuyo núcleo más firme y coherente es la clásica derecha argentina– por ocultar los términos estratégicos y programáticos del debate y proceder a la estetización, la moralización y la neutralización sistemática de las diferencias políticas no es un acto inocente ni un error metodológico. Se habla del carácter de la Presidenta, de la escenografía de sus intervenciones públicas, del último escándalo real o supuesto y de la falta de conferencias de prensa –entre otros innumerables tópicos de la neutralización política– para no aceptar la existencia de problemas sustantivos que están en juego. Para no conectar las imágenes de la crisis y la protesta en España con nuestra propia historia. Para no definir una posición sobre la discusión de paradigmas que hoy recorre el mundo. Para no reconocer que la política de estímulo de la demanda, de aumentos del salario real y las prestaciones sociales, de incentivo del crédito a partir de la “no independencia” del Banco Central, de no sometimiento a los mercados internacionales de crédito tiene una y sólo una alternativa. Y esa alternativa es el ajuste sistemático, el regreso al monitoreo del FMI, el abrazo de reencuentro con los poderes económicos concentrados y sus voceros mediáticos y el abandono a su suerte de millones de hombres y mujeres en nombre de los “mercados autorregulados”.
Hasta se puede arriesgar que el reconocimiento de esa división principal pudiera ser la llave de un sistema de diferenciaciones políticas más rico. Tal vez si reconociéramos que en los trazos estratégicos más gruesos la alternativa al proyecto en marcha es el neoliberalismo, podríamos abrir líneas de discusión más interesantes entre quienes nos situamos de “este lado” de la gran línea divisoria. Todo esto, sin olvidar que la política no es puro debate. Es conflicto, es hegemonía y es poder. Y que el vértice de una concepción democrática del poder es el sufragio universal como único medio para obtener el gobierno. La derecha, como lo demuestran los hechos de Paraguay y los intentos que puso y pone en marcha en otros sitios de nuestra región, no está definitivamente afiliada a esta noción de la democracia.
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