Viernes, 8 de marzo de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Martín Rodríguez *
Chávez hizo una revolución sin muerte, más allá del conspiracionismo que ve CIA en todos lados, más allá del temperamento de su política y del medidor de su eficacia (partir la sociedad en dos). ¿Pero Chávez hizo una revolución? Esa es una pregunta insoportable que pide en parte una respuesta estadística: a partir de qué se hace una revolución. ¿A partir de qué dato distributivo, de qué tasa? ¿O de qué violencia? Hay datos contundentes de reformas sociales que explican por qué la mayoría venezolana se identifica con Chávez. Lo cierto es que llamó revolución a algo que está en una línea de tiempo sin ningún manual y que no tiene escrito dónde termina, o que tiene escrito que no sabe dónde termina. Me gusta pensar mientras todo se pone solemne que el tipo prefería hacer un Aló presidente de doce horas a morir en La Higuera dándole la orden al soldadito que lo debía matar, como el Che, o como dicen que dijo el Che al soldado boliviano que tenía la orden de fusilarlo y que tuvo que tomar alcohol para juntar el temple. El Che dio también esa orden. Dicen. Todos mis amigos, muchos, que fueron y escribieron sobre Venezuela, volvieron desconfiados. Desconfiados de la profundidad o de la solidez cultural, o del, cómo decirlo, escaso sovietismo que habitaba en el elenco de guardianes de esa revolución. Una revolución es un pasado: en algún momento se hizo. O una revolución es un proceso continuo que se hace todos los días, que puede tener una referencia, un comienzo, siempre con aura bíblica, porque todo “un día empieza”. Mis amigos vieron picaresca, durlock, burocracia improvisada llena de petrodólares, pero nunca se animaron a escribirlo porque no querían perder la sede de Caracas, ese centro u observatorio continental más cerca que La Habana de Buenos Aires. “Están produciendo el merchandising de su autoestima, la llaman revolución”, te decían. Chávez tradujo con toda esa prosa pomposa y rococó lo “regional”, un ciclo donde los estados pobres se hicieron más ricos. Chávez –de alguna manera– le dijo al kirchnerismo lo que era antes que lo supiera el propio kirchnerismo. Chávez entendió que “ésa” era la forma argentina del proceso continental de este tiempo. Chávez era el espectáculo deportivo del No al ALCA, era la diplomacia sigilosa de De Vido, era el empuje a las izquierdas argentinas para que vuelvan su mirada de nuevo al peronismo y era la invitación a una zona franca: construir un “clima de negocios” propio, guarango, sucio, de nuevos ricos pero antiimperialistas, de atrevidos de la diplomacia capaces de mirar hacia Irán o Angola, la cola del BRIC. Chávez fue el aliado simbólico del kirchnerismo. Y también, sobre todo, la Roma de petróleo a la que conducían los negocios. Chávez fue el cronista de una región en la que cada país se abrió a lo que solemnemente llaman “viento de cambio”, con su modo particular. Chávez hacía del peronismo argentino una Internacional de la Tercera Posición, un sincretismo que se llevaba de Perón y Evita el manto de “religiosidad”. Distinto a los años de Guerra Fría cuando las revoluciones se exportaban e importaban, a los 1, 2, 3 Vietnam de los años ’60 y ’70, cuando se emulaban guerrillas del pueblo. Chávez habló más tiempo y más fuerte que Fidel para que Fidel dejara de hablar, y para decir en cada oído lo que ese oído quería oír. Fue un seductor del atajo, del ahorro de sangre, de la revuelta como fiesta. Un quilombo porque venía en viaje de negocios y convertía a todos en inquilinos de su revolución ambulante, una simpatía de la que nadie tenía o tiene tantas precisiones. Se trocó el universalismo marxista por el camino particular, por la experiencia sin paradigma de capitalismos y democracias sucias, feas y malas que captaron la atención y la sensibilidad de la cultura. Fue el nuevo boom (político) latinoamericano. Ah, Chávez pareció guionado por los teóricos del populismo, del pop. Pero él los guionó primero. Con algo excesivamente simplificado, con algo de fascinación por producir, más que una revolución, consumos. Mientras, a la vez, acá se lo comparaba con el peronismo y se subrayaba la temporalidad evolutiva del chavismo: intenta construir lo que en Argentina ya existe hace décadas, es decir, el Estado. Pero Chávez hizo más peronista a la clase media argentina, y lo hizo en parte por el modo en que se asocian las culturas. El progresismo argentino –en la caricatura psicobolche que todos tallan– es ese que ama a Ibrahim Ferrer y duda de Los Chalchaleros, “música del mate, el asado y el baile en Campo de Mayo”. Chávez hizo más fácil la comprensión de estos años porque armó un teatro de representación del “drama sencillo”, obra binaria que ordena un mundo de buenos y malos y haciendo el papel de los “malos-buenos”, los pícaros o robin-hoodes del pueblo. Pero una fórmula: la política absorbe tensiones hasta que las empieza a producir, la política produce tensiones hasta que el Estado las desempata y el Estado las desempata para el lado que le conviene a la política, o sea, para el lado del tiempo. La revolución es perdurar. Chávez construyó su mito en vida. Y la historia funciona al revés que como creyeron los Montoneros en la despedida a Perón del diario Noticias: las muertes no tardan en volverse tolerables, porque los mitos las piden. Llega un momento en que el mito pide sangre. Pero Chávez también fue su propio tigre de papel. Por suerte. Murió sin matar y vivió hablando de una revolución todo el tiempo. Esa, exactamente ésa, fue su insoportable levedad. Nunca caía su guillotina. No había guillotina.
* Periodista (Blog www.reolucion-tinta-li mon.blogspot.com).
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