Viernes, 19 de abril de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Luis Bruschtein
En un año electoral, la derivación de estos cacerolazos tiene un sentido bastante claro, mayoritariamente hacia el centroderecha, pero como expresión política mantiene el déficit inicial de no poder manifestarse en forma propositiva y se sostiene todavía como un reflejo por la contraria a lo que haga el gobierno nacional. La convocatoria por una Justicia independiente no alcanza para identificar a esa masa que en su mayoría desconoce el contenido de los proyectos de reforma judicial. Si hay que definirla de alguna manera, más que una marcha por la Justicia independiente se trató de una marcha opositora. Cualquier cosa que haga el Gobierno identificará por la contraria a esos manifestantes.
Es el tercer acto de este tipo, callejero, opositor y expresamente definido como ajeno a las políticas partidarias y con un fuerte sesgo del mensaje granmediático. Ya forman parte del escenario político. Juegan un papel que cada partido de la oposición intenta capitalizar. Son actos que tienen un epicentro porteño donde el centroderecha de Mauricio Macri tiene preeminencia electoral. Y su composición proviene fundamentalmente de un amplio sector de la clase media y alta de los barrios del norte de la ciudad. En el sur más populoso, el cacerolazo ni se sintió. Sin embargo, el centroizquierda opositor, tanto Hermes Binner como Pino Solanas, también tratan de aprovechar. Los dos dirigentes del centroizquierda tratan de ver en estos actos ingredientes cívicos y progresistas que todavía distan de ser cualidades distintivas de los cacerolazos. No porque nunca podrán serlo, sino porque por ahora pesa más la antipolítica y la intolerancia, dos cualidades que obstaculizan el civismo y el progresismo.
Cada uno de los cacerolazos fue menos espontáneo. Poco a poco, los referentes políticos de la oposición se fueron animando a participar. Ayer estuvieron todos. La convocatoria también proviene cada vez menos de las redes sociales. Los grandes medios y los mismos partidos de oposición la vienen convocando con gran despliegue desde hace varios días. La antipolítica ha sido el factor más regresivo de estas marchas, por lo que todos estos elementos que acercan estas convocatorias a la política constituyen un avance, aun cuando en esta oportunidad la respuesta fue notoriamente menor a la anterior.
Desde la mañana, frente a la Catedral, había un escenario montado, plantado allí como un desafío ciudadano a la movilización que se anunciaba. El desafío, si se quiere simbólico, estaba en que alguien pudiera ocupar ese escenario, en que pudiera surgir una voz que expresara al conjunto para pasar a un debate político de otro nivel. Pero el escenario se mantuvo vacío durante toda la marcha opositora. Pese a todos los referentes políticos que marcharon, desde Pino Solanas hasta el Momo Venegas, pasando por Raúl Castells y Eduardo Amadeo, Elisa Carrió y Ricardo Alfonsín, el escenario se mantuvo vacío. Ese vacío representó las limitaciones de una dirigencia política que abusó de un discurso antipolítico y también de ese sector social que fue el que más lo incorporó.
Los sectores populares, en cambio, tienen una tradición política más compleja porque están acostumbrados a intermediar sus reclamos a través de la organización, ya sea de los gremios, los movimientos sociales o las sociedades de fomento. En general, la cultura política de un amplio sector de las capas medias y altas porteñas actúa en forma más primaria. En parte porque ese sector ha sido llevado a creer solamente en el discurso granmediático y detesta cualquier otra forma de organización o expresión colectiva.
Ese discurso mediático es autorreferencial y excluyente porque para venderse necesita transmitir que es el único posible. Le quita a la reflexión la posibilidad de coexistir con otra al mismo tiempo. El otro no es alguien que piensa distinto sino que es un chorro, un vago, un ignorante o un déspota, alguien que no merece consideración. En la conformación de esa cultura chata de rechazo a lo colectivo, de baja intensidad democrática, sin matices que la enriquezcan, el único que habría podido subirse a ese escenario vacío frente a la Catedral para dirigirse a los manifestantes, y ser aceptado por éstos, hubiera sido Jorge Lanata, porque ése es su lenguaje y los representa en su máxima expresión, más que los políticos que marcharon. Mientras no haya un político que pueda ocupar ese escenario simbólico para hablar en representación de ese colectivo, estos cacerolazos son actos políticos, pero que se expresan más con un lenguaje mediático amarillista tan sólo insultante, que no explica ni propone.
Desde esa soberbia autorreferencial se suele concebir a los sectores populares como ignorantes que solamente se movilizan por la gorra y un choripán y que sólo participan en política por cuestiones punteriles y de caudillismos. Hay una base de esa cultura en la experiencia histórica que proviene de las viejas izquierdas del siglo pasado y, por supuesto, del peronismo. Ese acervo histórico debilitado y hasta enviciado, se fue renovando en los años ’90 con nuevos entramados de organización y relacionamiento y sobre todo a partir del 19 y 20 de diciembre del 2001 hasta la actualidad. Tiene una nueva complejidad que ha podido a lo largo de los años recuperar el diálogo y la expresión política como un aspecto de lo necesario. Resulta interesante comparar las formas de expresión política más limitada de un cacerolero porteño de clase media y alta con el discurso más elaborado de otro manifestante de algún movimiento social. Las cosas fueron cambiando. Mientras el piquetero crecía a partir de su propia experiencia, de su participación en un colectivo que lo enriquecía, un amplio sector de la clase media era colonizado por la cultura mediática fast food o de pensamiento chatarra.
De todos modos, la participación de referentes políticos en la marcha opositora de ayer constituyó un avance en relación con la antipolítica y la tensión violenta, muy agresiva, de los cacerolazos anteriores. La intolerancia sigue marcando estas marchas, que no pueden romper esas contradicciones primarias. Por un lado se expresan en política, pero son antipolíticas. Y además, una marcha en defensa de la democracia o de la república –como ellos quieren plantear– tendría que ser la más tolerante y abierta. Esa es otra diferencia con las marchas de los movimientos sociales, donde fue desplazada esa tensión agresiva de los primeros años. En la marcha del 24 de marzo pasado, bastante más importante cuantitativa y cualitativamente que la de ayer, casi ningún movimiento avanzó con los palos y las caras tapadas que los caracterizaron al principio.
De hecho, la participación en estos cacerolazos puede constituir una forma de educación política como lo fue para los sectores más humildes. Puede ser una forma de maduración si logran romper la dependencia con el formato del simplismo mediático que empobrece la expresión política. De lo contrario, nunca podrán sobrepasar el nivel de discusión de tachero de radio prendida que está absolutamente convencido de que sabe todo. Cuando el escenario que ayer se veía ostensiblemente vacío pueda ser ocupado, y el grupo social que se manifiesta pueda aceptar una voz que lo represente, los cacerolazos habrán dado un salto cualitativo hacia un debate político de mejor nivel.
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