Domingo, 19 de enero de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eric Nepomuceno
Tenía ojos claros y eternamente tristes pero casi siempre con un pequeño fulgor de picardía. Era una mezcla rara, una paradoja tan rara, que jamás dejó de impresionarme, esa mirada de Juan.
Tenía una voz grave y suave, gastada por los cigarrillos y muchas, muchísimas madrugadas varadas en claro a la espera de la luz.
Tenía un humor ágil y afilado, que a veces podía ponerse ácido. A lo largo de casi todo el tiempo de nuestra amistad, o sea, a lo largo de 40 años, siempre me impresionó ese humor. Aun en los momentos de mayor angustia y desesperación, y que fueron muchos, y de un dolor sin fin, quedaba algo de ese humor. Era como un arma contra la desesperación y la desesperanza, contra el miedo y todos sus demonios.
Ha sido el poeta de la soledad y del dolor, del amor y de la esperanza, de la ira contenida y de la fe permanente, del abandono y del encuentro, el poeta del tiempo perdido y del tiempo recuperado. El poeta de la urgente permanencia.
Es decir: ha sido el poeta de la vida.
Ahora que él se fue, todos dicen y recuerdan su militancia política, que fue mucha y fue seria. Pero creo que, además, ha sido, y en primer lugar, un militante de la vida, de la esperanza.
Escribió algunos de los poemas de amor más lacerantes y bellos del idioma castellano.
Por ejemplo: “Esa mujer se parecía a la palabra nunca/ de la nuca le subía un encanto particular/ una especie de olvido donde guardar los ojos”.
Y era el poeta capaz de escribir, como nadie se atrevería, y si se atreviera sería un desastre, delicadezas como ésta: “tu cuerpo es alto como los patios de la infancia/ dulce como la luz de sus crepúsculos/ y triste./ tu cuerpo dura como el sol”.
Pero había también, y fueron muchos, los poemas de reivindicación y denuncia. De furia santa y justa.
Y también por eso era el poeta de la vida. No era solo un poeta de la revolución, de la denuncia. Lo era, por supuesto. Pero era más: el poeta de la búsqueda de un futuro digno y justo, como de la búsqueda del amor y de todas las memorias y de todos los tempos habidos y por haber.
Sus poemas buscaron y encontraron el habla coloquial, el ritmo de las calles del mundo, la melodía de la memoria. Y así rescataba la palabra. Volvía a vestir cada palabra con su ropaje original, verdadero. Al escribir, Juan se daba. Y dándose, revelaba.
Y cuando se sentía dilacerado por los dolores de la vida, se dilaceraba en poemas dilacerantes.
Algunos están entre los más dilacerantes que he leído en la vida, y leí a muchos.
Esta voz, notable y singular en la poesía, tuvo momentos –largos momentos– de silencio. Cuando supo del secuestro de su hijo Marcelo y de su nuera María Claudia, embarazada, su mano quedó seca. Es que en aquella Argentina sórdida del terrorismo de Estado, secuestro quería decir asesinato, y él lo sabía. Su mano se secó. Fueron cuatro años sin escribir un solo verso.
Una vez, explicó: “La poesía es una señora que nos visita o no. Convocar a esa señora es una impertinencia inútil. A lo largo de unos cuatro años, el golpe del exilio y del dolor hizo que esa señora no me visitara. Había ocurrido antes, es verdad, pero nunca por un tiempo tan largo”.
Un buen día, la señora volvió. Y ya no lo abandonó.
Escribió, escribió y escribió hasta el final. Y me dijo cierta vez: “A partir de una cierta edad, uno se da cuenta que escribir dejó de ser vocación y se transformó en vicio. Y, lo sabes, conviene cultivar algún vicio en esta vida...”.
El vicio –ese vicio– lo mantuvo vivo, principalmente a partir de cuando la señora poesía volvió a visitarlo. Y lo ayudó a seguir vivo luego de enfrentar el mayor dolor que puede enfrentar un ser humano, que es el de enterrar a su propio hijo. Y mientras duró la dura, desesperada búsqueda por el hijo o hija, ¿cómo saber?, que su hijo jamás iría a ver. Bueno: era hija, se llama Macarena, tiene los ojos del padre, que eran los ojos del abuelo.
Al encontrar a Macarena, Juan le devolvió el derecho a tener su propia historia, que había sido robada. Y Macarena, a su vez, le devolvió a Juan el derecho de ser abuelo.
Ahora me dicen que Juan Gelman murió en casa y en paz. Una paz que no tuvo a lo largo de su vida de adulto.
Muchos, muchos años antes, había escrito un poema extraño, que empezaba así: “Ha muerto un hombre y están juntando su sangre en cucharitas,/ querido Juan, has muerto finalmente./ De nada te valieron tus pedazos mojados de ternura./ Cómo ha sido posible/ que te fueras por un agujerito/ y nadie haya ponido el dedo/ para que te quedaras”.
Es lo que sigo preguntándome desde que supe, a las ocho casi nueve de la noche de Río de Janeiro del martes 14 de enero de 2014, cuatro casi cinco de la tarde en la Colonia Condesa, Ciudad de México, que Juan había cometido la injusticia suprema, un acto de perversidad inexplicable: se fue.
A lo largo de 40 años tuvimos una amistad fraterna.
El, que me dio tanto en la vida, que fue tan generoso y solidario, se fue como un ladrón: se fue robando un pedazo de mi alma.
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