Domingo, 19 de enero de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
La estrategia política de la derecha argentina tiene tres líneas principales: la desestabilización económica, la erosión de los apoyos gubernamentales en el territorio federal del justicialismo y el desorden en la calle. Las tres líneas se suceden entre sí, convergen y se alimentan mutuamente. Con diferente intensidad y dramatismo, todas convergen en un punto imaginario, el de la creación de un clima de absoluta ingobernabilidad. El núcleo del discurso propiciatorio de la desestabilización no entraña ninguna novedad histórica: la inseguridad (antes se estilaba decir “desorden”), la corrupción y la bancarrota económica fueron el decorado retórico de todas las usurpaciones cívico-militares dirigidas a cuidar los intereses de los grupos más poderosos del país. Hasta aquí, la novedad más importante es la voluntad política del Gobierno, ya bastante extendida en el tiempo, de mantener no solamente un rumbo político sino un discurso que no hace concesiones en las cuestiones cardinales que conciernen a ese rumbo.
Con aire de inocencia, ciertos analistas pretendidamente independientes “aconsejan” al Gobierno que modifique sus políticas y sugieren que ese cambio traería la tan ansiada paz social. Ninguna de las experiencias históricas relativamente recientes autoriza esa expectativa: las concesiones de los gobiernos de origen popular a la derecha siempre han sido el prólogo de su debilitamiento progresivo, su aislamiento y su caída. A esta altura parece claro que no será ése el curso de los acontecimientos actuales y ésa parece ser la fuente de la visible exasperación del bloque desestabilizador. Los grupos mediáticos dominantes han abandonado cualquier racionalidad que los aleje de su obsesión política, la recuperación en los tiempos más cortos y en las formas que sean necesarias del poder político para el establishment económico del país. Ni las formas ni los tiempos son indiferentes: de lo que se trata no es de vencer eventualmente a un partido de gobierno, sino desplazarlo de tal modo que pase mucho tiempo hasta que a alguna otra fuerza política se le ocurra repetir el desafío a los poderes establecidos.
La índole de los malestares –las chispas con las que se pretende iniciar el incendio– es muy variada. Como en el caso de la actual crisis en la distribución de la energía eléctrica en la ciudad y el conurbano bonaerense, sus raíces tocan algunos nervios sensibles de la estructura económica que diseñó el neoliberalismo en el país. No es por una catástrofe natural que tenemos empresas privadas al frente de esa distribución; claro que el control que ha ejercido el Estado se muestra claramente insuficiente, lo que no alcanza para opacar que son las privatizaciones de los años noventa, y las formas contractuales bajo las que se desarrolló, tributarias de la atmósfera político-cultural antiestatista de la época, las que están en la base del problema actual. También la cuestión de las fuerzas policiales nacionales y provinciales es un viejo problema, cuyas huellas más directas llevan a la época de la dictadura; la democracia, incluidos los últimos gobiernos, no ha encarado –más que en formas episódicas y siempre inconclusas– un proyecto serio de reestructuración policial. Sin embargo, la necesaria crítica de esas insuficiencias no puede ignorar la fuerza histórica y estructural que adquirieron los cambios en este país, a partir de la dictadura instalada en 1976. Es una fuerza que se expresa en la configuración del poder económico, en su concentración, centralización y extranjerización, en la estructura de la tenencia y el uso de la tierra, en el peso del mundo financiero en la actividad económica. Pero se expresa también en el debilitamiento de las estructuras sindicales, en el desprestigio de la política y, sobre todo, en el peso históricamente desconocido entre nosotros que adquirió la cultura hiperindividualista en todos los aspectos de la vida social. Claramente se trata de transformaciones que no son patrimonio exclusivo de los argentinos; han atravesado el mundo desde mediados de la década del setenta del siglo pasado y el proyecto político que las sustentó sigue ejerciendo la hegemonía global, aun en condiciones de una grave crisis sistémica.
Es muy interesante cómo las fuerzas sociales y culturales que impulsaron durante décadas esa reconfiguración raigal de la sociedad argentina utilizan las dramáticas consecuencias que acarreó como argumentos en contra de un gobierno al que consideran, con mucha razón, su enemigo. Los problemas del sistema de transporte ferroviario, destruido con premeditación y alevosía en los años noventa, se presentan, por ejemplo, como actas de acusación contra el gobierno actual. Claro que la perduración de los problemas opera como una señal de los límites actuales y de las demandas que esos problemas proyectan hacia el futuro. Pero no es ése, naturalmente, el espíritu y el sentido político de las actuales campañas de hostigamiento antigubernamental al que asistimos de modo permanente y con intensidad creciente desde hace por lo menos siete años. Luce muy elegante el discurso crítico realizado desde veredas que se autodefinen como “progresistas” y no faltan en ese terreno aportes lúcidos sobre los problemas no resueltos. Pero la política no es una suma aritmética o algebraica de enunciados críticos y plataformas de “solución” a los problemas. No parece muy eficaz un pensamiento con pretensiones críticas que se abstiene de considerar cómo se manifiesta la lucha por el poder, esa que no se propone escribir buenos documentos críticos sino gobernar al país realmente existente. ¿Puede pensarse seriamente que la disyuntiva política en la Argentina es hoy la que enfrenta al actual proyecto político en curso con un bloque político-cultural más avanzado y enérgico en la voluntad transformadora? Aceptemos hipotéticamente que esto pudiera ser pensado así; se abren entonces varios interrogantes: cuáles son las fuerzas sociales que lo impulsarían, cuál sería en esas circunstancias la posición de los poderes fácticos que hoy bombardean al Gobierno, aun con insuficiencias fáciles de reconocer, cómo se modificaría la correlación de fuerzas sin enfrentar a esos poderes y practicando una política de “diálogo y reconciliación”.
El diálogo que suelen proponer los sectores de oposición es un diálogo que deja afuera la cuestión del poder. Y termina siendo, valga el juego de palabras, un diálogo sin poder: el poder está fuera del diálogo. Se presupone la existencia de una práctica llamada “políticas públicas” que conforma un territorio de dilucidación técnica: hay problemas y hay soluciones, todo lo demás es ideologismo estéril. Desde otra perspectiva: hay derechos de las personas y hay un aparato, el Estado, que es una empresa proveedora de derechos. Es la manera de pensar la política propia del neoliberalismo, incluida alguna vertiente que viene de tradiciones avanzadas. La sola mención de la palabra hegemonía produce escándalo en el neoliberalismo de derecha y de “izquierda”. Es una antigüedad ideológica, cuya sola evocación convoca a los demonios de la intolerancia, el autoritarismo y la violencia. Solamente diálogo, entonces. No se sabe cómo se definen los eventuales desacuerdos,como no sea por los mecanismos hoy vigentes de la soberanía popular. Menos aún se sabe qué pasa si los resultados de ese diálogo no les satisfacen a los sectores del complejo agro-financiero-mediático que hoy articula el ataque contra este gobierno. Tal vez se crea que, impactados por el alto nivel de convivencia política alcanzado, esos sectores se avengan, ¡por fin!, a aceptar pacíficamente el dictado de la política aunque afecte sus intereses.
Hay, sin embargo, un diálogo posible, aunque su futuro no esté asegurado. Es el diálogo que parte de la premisa de que hay una importante franja de la sociedad que no forma parte orgánica ni de las fuerzas que apoyan al Gobierno ni de las que lo sabotean, pero que quiere seguir viviendo en democracia y no quiere ser utilizado como herramienta de planes desestabilizadores. Es un sector que no quiere la violencia institucional –como la que se desarrolló hace unos días en el partido de San Isidro contra un grupo de militantes que pasaba cine para los chicos en una plaza– y que rechaza la especulación y el desabastecimiento como armas políticas. Si ese sector realmente existiera –así parecen insinuarlo las grandes oscilaciones de las preferencias entre elección y elección y así es la forma de pensar en la que está sustentada la democracia– sería necesaria una discusión entre los que sostienen el actual proyecto político sobre cómo generar una comunicación dialógica que los incluya. Es justamente a debilitar la relación del Gobierno con este sector donde se dirige el fuego principal de las agencias desestabilizadoras. La concepción de una política de trincheras que separan entre sí a minorías intensas es lo contrario de lo que necesita una política transformadora. Es una mirada maniquea y estancada del mundo.
Los recientes cambios de gabinete y la modificación de ciertos estilos de gobierno parecen indicar el reconocimiento de la necesidad de ese diálogo. No estaría mal la exploración de iniciativas políticas que apunten a darle forma. Eso contribuiría a aislar a los halcones de la derecha mediático-política.
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