Domingo, 24 de mayo de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
Contra todos los pronósticos cercanos en el tiempo –digamos los de enero de este mismo año– la presidenta Cristina Kirchner está en el centro excluyente de la política argentina. Con la economía estabilizada y buenas expectativas populares para los meses venideros, paritarias en pleno y normal funcionamiento, vergonzosamente derrumbada la operación desestabilizadora que giró en torno de la denuncia y la posterior muerte del fiscal Nisman, la jefa de Gobierno ejerce en plenitud su autoridad política nacional y su condición de líder del movimiento gobernante. En el campo de las propias precandidaturas sobresalen dos gestos muy visibles: algunos de los que estaban anotados renunciaron a su postulación en respuesta directa e inmediata a la solicitud presidencial; los dos que siguen en carrera han convertido la cuestión de quién asegura la continuidad y profundización del actual rumbo político en la materia central de la disputa interna. En el terreno de los opositores, los dos rasgos más evidentes son la sistemática elusión de la política –aconsejada por escrito en estos días por el asesor Duran Barba, devenido ideólogo principal del PRO– y las tensiones entre Macri y Massa alrededor de una eventual unificación de sus espacios políticos en una alternativa antikirchnerista común.
El hecho de la centralidad presidencial a pocos meses de una elección en la que Cristina no puede presentarse tiene una cantidad de profundos significados. Estamos ante el naufragio de la estrategia principal del centro coordinador del poder económico-mediático en la Argentina; no trabajaron todos estos años principalmente para instalar un liderazgo opositor sino para que el Gobierno tuviera que retirarse en medio de un caos político. Ese final era necesario para dos objetivos igualmente esenciales: crear las condiciones de legitimidad para un brutal ajuste económico y el regreso a la normalidad neoliberal y escarmentar a la política argentina contra cualquier intento de reincidencia en aventuras “estatistas” o “populistas”. Hay una enorme cantidad de episodios que dan cuenta de esa estrategia que, por otro lado, no tiene nada de original y constituiría una reedición de la saga del golpismo oligárquico, en este caso sin marchas militares ni comunicado número uno y, en cambio, con alguna modalidad institucional del tipo de las ya ensayadas en otros sitios de América latina. Ciertamente, la estrategia sigue vigente y no faltarán nuevos intentos de llevarla al triunfo, pero un operativo desestabilizador triunfante en plena época preelectoral sería una innovación histórica.
Mucho podría hablarse del fracaso de los pronósticos políticos. De la “teoría del pato rengo”, por ejemplo, que es una más de las chantadas de cierta politología cínica que suele arroparse con la palabra “ciencia”. La previsión política que practican los epígonos de cierta academia tiene un par de presupuestos básicos: uno es que la política no tiene nada que ver con las ideas, se reduce a una pragmática de acumulación de poder ciega a cualquier referencia al mundo social, cuya única función es la de dar un veredicto electoral acerca de las bondades de la publicidad de los diferentes candidatos; la otra, derivada de la anterior y más difícil de enunciar públicamente, es la intangibilidad de las relaciones de fuerza entre dominadores y dominados y el fracaso de todo intento de transformar el orden real. Si se aceptan esos dos supuestos, no puede dejar de pensarse que un presidente que no reelige camina inexorablemente hacia la soledad y hacia su suplantación por otro que emerge para continuar la misma saga de rutinas institucionales destinadas a proveer de legitimidad democrática a un orden de poder intocable. Esta descripción (que, en realidad es una prescripción) funciona bien en todo el mundo y muy particularmente en las últimas décadas. Así es la política “normal”. Así funcionó, en nuestro país desde la recuperación de la democracia, aunque matizada por catástrofes sociales como la hiperinflación de 1989-90 y el derrumbe general de 2001. Justamente ese último episodio marca la crisis de la política normal en la Argentina. La consigna de aquel diciembre era “que se vayan todos”, una expresión sospechosa de cualunquismo antipolítico que, sin embargo, tenía en su interior un grito de rebeldía contra las alternancias vacías de contenido y las instituciones que instituían la imposibilidad de toda transformación.
Es de aquella hora cero de la política argentina –o una más entre tantas que parecieron serlo, la vida lo dirá– que emergió la experiencia histórica que hoy llamamos kirchnerismo. Para algunos fue la emergencia de un gran simulacro que, aprovechando la desesperación y la ilusión que recorren toda crisis, construyó un relato liberador como artefacto legitimador de un saqueo de los bienes colectivos por parte de un grupo de aventureros políticos. Para otros, más realistas, más peronistas y bastante cínicos, fue el recurso del peronismo para reproducir su poder que es como decir el único poder viable en la patria: así como hubo que tener un peronismo neoliberal en los años del derrumbe soviético y el dominio global incompartido de Estados Unidos, era necesario un peronismo estatista y popular para los tiempos del derrumbe de aquella fórmula política que tuvo a Menem como su emblema y a Cavallo como su arquitecto. Tal vez, quién sabe, sea ahora el tiempo de un peronismo más moderado y dialoguista para responder al nuevo ciclo argentino. Las dos interpretaciones –la del simulacro y la del péndulo eterno podría respectivamente llamárselas– tienen un mismo problema: miran exclusivamente los procesos desde el lado de la subjetividad de los líderes y de las maquinarias políticas. Así la historia se convierte en el desenvolvimiento de un juego en el que los líderes reducen costos y maximizan beneficios actuando inteligentemente sobre una masa social inerte y carente de toda voluntad independiente. Viene al caso un artículo escrito por Juan José Sebrelli en la época en que escribía artículos notables. Es de 1956, se llama “Aventura y revolución peronista”, fue incluido por la secretaría que dirige Ricardo Forster en el primer volumen de los Manifiestos políticos argentinos y dice, entre otras cosas y refiriéndose a quienes explicaban al peronismo por la personalidad autoritaria de Perón y el resentimiento social de Evita: “No nos explican por qué razón Perón y Evita eligieron ese modo de sublimación y no otro cualquiera. Tampoco nos explican –al mostrarnos en Perón y en Evita a dos paranoicos, exhibicionistas e histriones– cómo esos dos seres grotescos, dignos de lástima, han podido cambiar el curso de la historia de su país y definir con su nombre toda una época”. Agrega más adelante en la misma dirección “Perón no inventó el peronismo; por el contrario, puede decirse que ese conjunto de condiciones políticas, económicas y sociales que es el peronismo lo inventó a Perón, encontró en él una forma de expresión y un nombre, que podría haber sido cualquier otro”.
No se trae la cita para instalar arbitrariamente una analogía entre el peronismo inicial y el kirchnerismo, lo que sería materia de otro trabajo. Se la trae para reinstalar un método para pensar la política. Para sacarla del vértigo opinológico, de la operación efímera y de la primicia banal y colocarla (o más bien volver a colocarla) en el sitio de las grandes corrientes históricas que recorren el mundo y dentro de las que es necesario pensarnos a nosotros mismos si no queremos cultivar una presunta excepcionalidad argentina respecto del resto del planeta, tan pretenciosa como banal. El peronismo original, insistentemente pensado como una rareza política argentina, fue el nombre y la forma local de un proceso mundial que transformó el capitalismo de los mercados “autorregulados” en el capitalismo estatalmente regulado y el llamado estado social que consagraba un pacto entre el capital y los trabajadores apoderados de nuevos derechos. Tal vez se pueda pensar nuestro 2001 como un capítulo intenso y dramático de la crisis mundial del paradigma capitalista que rige mundialmente desde la crisis de mediados de los años setenta del siglo pasado. Sin la pretensión de exagerar las simetrías, digamos que los años en los que se impuso mundialmente el capitalismo salvaje dominado por la fracción financiera del capital, en nuestro país se instalaba la más cruel de las muchas dictaduras que atravesaron nuestra historia, cuyo componente “civil” (básicamente empresarial, de la entonces llamada Asamblea Permanente de Gremiales Empresarias, de la Sociedad Rural y de los grandes grupos financieros) está quedando plenamente iluminado más allá de la vergonzosa conducta judicial que impide hacer justicia en esta cuestión.
El kirchnerismo es muchas cosas. Es la estructura territorial federal del Partido Justicialista. Es una coalición política y social heterogénea, en la que conviven heroísmos con oportunismos y claudicaciones. Pero el sello histórico del kirchnerismo, lo que construye su potencial futuro es el de ser el nombre argentino de un proceso de resistencia a la homogeneización neoliberal del mundo. Un proceso que vibra en nuestra región con marchas y contramarchas. Que empezó a crecer en Grecia, en España y en toda la Europa pobre y dependiente del capital financiero global. Y que en la Argentina está desmintiendo las profecías seudocientíficas que lo reducen a un accidente fugaz de nuestra historia. Es un relato que está lejos de terminar de ser contado.
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