Viernes, 28 de agosto de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Washington Uranga
La democracia en su versión argentina es perfectible y está lejos de ser indiscutible. No se trata de tapar el sol con las manos o de mirar para otro lado. Como sociedad tenemos graves problemas institucionales que afectan los niveles de participación y de transparencia. Pero esto no es atribuible sólo a algún partido o fuerza política. Son situaciones graves que atraviesan toda la sociedad y todo el espectro político institucional y sobre las que hay que trabajar mucho para bien de todos. Sin embargo, por lo menos hasta el momento, esta democracia es lo mejor que tenemos como propuesta participativa ciudadana. También resulta sintomático que quienes antes se sintieron beneficiados por esta democracia y usufructuaron de ella por caminos diversos ahora la pongan en duda precisamente cuando los resultados de las urnas y los mecanismos institucionales no les funcionan a su favor.
Por otra parte, se ha vuelto una costumbre para muchos dirigentes políticos –y no sólo ellos– desacreditar a los ciudadanos votantes cuando los resultados electorales no se ajustan a sus deseos, a sus intereses o a sus apetencias de poder político. En estos tiempos electorales es bueno reflexionar sobre el valor y el sentido de la ciudadanía, aun cuando sean muchos los intelectuales que hoy entienden que ésa es una categoría en desuso, poco actual o pasada de moda.
Al margen de los debates teóricos –no porque los mismos no sean importantes– puede señalarse que, en términos generales, la ciudadanía es, ante todo, una manifestación de pertenencia de pleno derecho a una comunidad. Es decir, que otorga derechos e impone responsabilidades. Y no es lo segundo como contrapartida de lo primero, sino que se trata de dos aspectos de la misma cuestión, como dos caras de una misma moneda. Entre estos derechos/responsabilidades se cuenta el de elegir el gobierno que conducirá la gestión del Estado por un determinado período. Y en su elección –que culmina en la emisión del voto, pero que es el resultado de una construcción mucho más extensa atravesada por luchas de poder de distinto orden– la ciudadanía selecciona aquella opción –grupos políticos y/o personas– en quien deposita su confianza porque entiende que representan, en mayor medida aunque nunca integralmente, sus intereses, sus necesidades, su visión política. Difícilmente un/a ciudadano/a pueda sintetizar en su voto las tres dimensiones mencionadas. De más está decir que en el sufragio hay una ponderación –a veces personal, otras veces como consecuencia también de influencias culturales y contextuales– de alguna de aquellas dimensiones por encima de las otras.
¿Existe algún motivo para descalificar el criterio seleccionado por cada ciudadano para definir su voto? No debería haberlo por lo menos desde una perspectiva que sostenga la idea de ciudadanía basada en igualdad de derechos y libertad de elección. Quien descalifica o desestima a los votantes –cualquiera sea la opción que estos privilegien– está subestimando la condición ciudadana del elector, menospreciando el concepto de ciudadanía y vulnerando los derechos fundamentales de las personas. Más allá de ello debería considerarse que nadie vota en contra de sus intereses, sin atender a sus necesidades o a contramano de sus ideas políticas.
Puede admitirse, no obstante, que al menos parte de la población pueda ser engañada –directamente por una mentira que se instala como verdad– o condicionada –por dispositivos de persuasión que inducen a decisiones equivocadas como pueden ser varios de los utilizados por el marketing político– y mediante estos mecanismos empujada a tomar decisiones electorales que no le favorecen ni a sus intereses, ni responden a sus necesidades ni representan su mirada política. Pero de ser cierto, ésta es una realidad que tiene que ser analizada en toda su complejidad y de la que son responsables también (¿primeramente?) los dirigentes políticos y aquellos que se postulan para cargos electivos.
No hay, en cambio, un “ciudadano bobo” que vota con absoluta falta de criterio, sin ningún tipo de discernimiento y sin ninguna responsabilidad. Sin que esto signifique que no existen votos condicionados.
Las personas usan su voto para instalar en el poder a quienes, desde el Estado o desde otro lugar de la sociedad, han dado muestras de atender sus necesidades o garantizar sus derechos. Cuando quienes así proceden son ciudadanos provenientes de los sectores populares rápidamente se habla de clientelismo. Es “clientelista” el voto popular de quienes inclinan su sufragio para garantizar sus intereses y sus derechos básicos. En cambio, suele ser un voto “inteligente” el de las clases altas que sufragan mirando las cotizaciones de las acciones en Bolsa o la rentabilidad de sus empresas. Es un argumento más del autoritarismo político y del cinismo que descree del protagonismo y la sabiduría popular.
Quemar urnas o fraguar resultados son acciones delictivas para las cuales existen mecanismos sancionatorios que deben ser aplicados para castigar a los delincuentes. Pero tales acciones canallescas no pueden ser usadas como excusas o argumentos para, a su vez, cometer el abuso de desconocer la opinión ciudadana de las mayorías... también a cuenta de futuras previsibles derrotas.
La decisión electoral de los ciudadanos (aún la de los “indecisos”, los del “voto volátil” o la de quienes “deciden el voto en el cuarto oscuro”) no es nunca una improvisación. Es siempre y en todos los casos el resultado de una serie de factores acumulados en el tiempo y en la memoria, y la consecuencia de una compleja construcción personal y cultural (contextual) que alcanza un punto de definición en el momento de emitir el sufragio. Salvo excepciones no puede pensarse que el voto es una determinación tomada en un ataque de ira o como improvisación extemporánea. Tampoco la reacción agradecida a un “bolsón” de alimentos arrimado a última hora. Pensarlo así también es menospreciar la condición ciudadana y la inteligencia de las personas.
Un resultado electoral se construye interpretando la preocupación de los ciudadanos, de los actores colectivos, también de los grupos de presión. Sobre todas estas cuestiones hay que trabajar en el tiempo. La campaña electoral solo puede recoger lo sembrado en un período más largo. Y las mentiras –tampoco las calumnias– no suelen cuajar en buenos resultados electorales. Precisamente porque la ciudadanía no es zonza a la hora de votar. A la conciencia ciudadana se la puede asesinar (hay quienes lo intentan en forma permanente), pero esa misma conciencia ciudadana tiene instinto de supervivencia: no se suicida.
Quien resulte derrotado en una contienda electoral tiene que reparar, primero y fundamentalmente en los errores propios –de muy diverso tipo– antes que escudarse en la salida fácil de una ciudadanía boba y sin capacidad de discernir por ella misma. Tampoco sirve la denuncia liviana del fraude y la caducidad del sistema para deslegitimar el triunfo de los adversarios. Podría decirse –dado que la palabra está de moda– que las denuncias genéricas carentes de sostén legal e institucional además de ser un recurso grotesco y artero de deslegitimación son una forma evidente de corrupción por parte de quienes las emiten. Son corruptos porque pretenden apropiarse de la democracia, eliminar las reglas de juego establecidas y “privatizarlas” a su antojo aceptando solo sus propias normas y sus modos de interpretación. Si me favorecen está bien; de lo contrario hay corrupción, fraude, ilegitimidad. Y para no olvidarlo: no todos, pero sí algunos muy connotados personajes entre los que ahora denuncian fraudes fueron parte del respaldo civil a la dictadura militar, primero, y/o de la ofensiva neoliberal, después. Sin perder de vista tampoco que hay “malos” en todos los bandos.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.