Domingo, 15 de mayo de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio González
No hay duda que hay un lenguaje de las izquierdas, que cualquier ciudadano puede entender de primera mano. A pesar del modo intercambiable en que procede hoy la lengua política, todavía pueden reconocerse que son de “izquierda” palabras como clase obrera, plusvalía, hegemonía, proletariado o igualdad. La propia denominación de izquierda tiene orígenes remotos, obviamente ligados al teatro parlamentario, pero específicamente a la arquitectónica de un lugar, a formas de ubicación en un recinto o escenario. La tradición de darle distintas significaciones a las manos, permiten suponer que la expresión “izquierda” también alude a distintas posibilidades de los distintos miembros del cuerpo humano. No faltan quienes señalan que la palabra “mano áspera” interviene en el nunca bien esclarecido nacimiento de la palabra izquierda. En la historia del parlamentarismo moderno el hemistiquio izquierdo es donde podían sentarse los representantes de una ideología más “avanzada”. Es interesante la asociación entre una denominación ideológica y la forma de agruparse en un determinado espacio. La “montaña” y el “llano” son otras tantas expresiones espaciales de la política que nos son familiares. El interés aumenta cuando, a la inversa, las metáforas espaciales acompañan la dicción política: “espacio político”, “escaló posiciones”, “caminar la provincia”, “tercera posición”, y tantas otras, de las más variadas, con el agregado que la ahora usual locución “posicionamiento” alude al acto residual de ocupar un espacio con una intervención rasa, despojada de densidad histórica. Algunos de estos usos lingüísticos acaban empobreciendo a la política, aunque esa es otra historia.
Lo que nos interesa en esta nota son cuestiones más actuales y menos etimológicas, pero para las cuales, la etimología nos propone su conocidos toques de ambigüedad. De ahí que en cierto momento, personas que valoran a las izquierdas pero no se sienten enteramente cómodas si solo eso se dijera de ellas, pero también si son desconocidas en ese carácter, protestan de que son “corridos por izquierda” o dicen que “a la izquierda nuestro solo está la pared”. En la historia de las izquierdas del siglo anterior, está enclavado este dilema, que comienza preguntando cuál es el “más allá” y “más acá” de la izquierdas. Es conocida en la tradición de las izquierdas la existencia de una veta crítica hacia el “izquierdismo” cuando traduce ciertas formas de “infantilismo”. Sin dejar de ser extraño, es aceptable que lo que durante dos siglos se tornó un complejo cuerpo de ideas entrelazadas, acepte una distinción entre madurez e inmadurez. Es conocida la trayectoria de la socialdemocracia alemana -el partido fundado por Engels, su prosapia es indiscutible- que por obra de Bernstein y Kaustky, al adquirir un plan de absorción de la democracia parlamentaria, terminó extirpando su vibración interna (la mano áspera, la negatividad de la historia diría Marx) o la acabó convirtiendo en un mero ritual. Los “socialismos” actuales, que aún se llaman así, muestran el equívoco panorama de un nombre que no corresponde con su real adscripción a las formas más tenues y chanflonas del liberalismo. ¿Es así que procede la historia de las izquierdas, debilitando su raíz para popularizarla y multiplicarla, al precio de que se convierta al cabo de un ciclo histórico en un nombre deshabitado, marcado solo por un ritual conmemorativo, para prácticas que ya se impregnaron de todo lo que antes reprobaban?
No nos parece. Es que la historia del “ser de izquierda” terminó siendo más versátil que la palabra socialismo, que primero aceptó la compañía de la utopía, luego de la ciencia, luego del positivismo, luego de la democracia, luego de la nación, y luego del vacío de ideas. Cumplió con su itinerario circular perfecto, sin que haya que descartar que algún inesperado marasmo de la historia vuelva a convocarla con sus grandes memorias adormecidas. No es así con la izquierda porque a ella siempre la encontramos ante dos actitudes: la que la retiene en su venerable fijeza y en la que busca su expansión invadiendo “cuestiones”, “problemas” que la adentran en la maleza de las sociedades, con actos frentistas, alianzas amplias o confederaciones de urgencia –lo que sea– que la ponen como un hilo reversible y en constante disputa con su cordel paralelo, el populismo. Dedicaremos las líneas que siguen a este último tipo de izquierda, la que rechaza adoptar los temas de la custodia de la “moral media de las masas” y como es lógico, no acepta sustituir los temas emancipatorios por los temas de una “teología del mal”, el excipiente comunicacional propio de los flujos de control que el Capital destina a las poblaciones. Es decir, no sustituir el análisis de la reproducción global del neocapitalismo a través de su creciente ilegalidad de procedimientos, por los temas de la teología comunicacional-jurídica-financiera dominante. ¿Cómo tomar entonces las grandes convulsiones que desequilibran incesantemente las sociedades contemporáneas según una lucha por los derechos, por el dominio de la palabra pública y por una protección del trabajo real, encarada por movimientos populares trascendentes pero imperfectos, que reclaman producir los efectos de una izquierda sin serlo ellos mismos? ¿Y qué hace en esos casos la práctica militante que adhiere su identidad al nombre de las izquierdas?
La izquierda más ensimismada en su canon (y es comprensible que sea así, pues una de las posibilidades de definir la izquierda es la fidelidad a su canon ya textualizado) considerará que en esa lucha “todos son iguales”. Esto no puede ser juzgado desde los contendientes que están en la primer escena (por ejemplo, en el teatro del golpe brasileño, están Dilma y los poderes comunicacionales-empresariales, que no piensan de sí mismo que “son iguales”, puesto que la lucha es categórica) y por lo tanto le asiste a la izquierda de canon más puritano, el derecho de no intentar laudar ni considerar la diferencia. Lo interesante es que a lo largo de la historia mundial y latinoamericana, las más incisivas izquierdas se propusieron intervenir de distintas maneras en las hendiduras sociales que se producían en la historia visible, inmediata y fenoménica de las sociedades. Tomaban entonces diversos riesgos, según las porciones que decidiesen aceptar como cercanas en la interpretación del conflicto supremo, en la magna convulsión “de la que todos hablan”, la que segmenta a la sociedad en un presente absoluto. Ese riesgo está en proporción a lo que cada izquierda esté dispuesta a ceder de su identidad más canónica. Es el típico problema que trató la Internacional de Zimmewald, donde una minoría de la socialdemocracia europea –entre ellos Lenin y Trotsky–, rechazaron la guerra del 14 (y el riesgo de que las clases obreras nacionales la aceptaran bajo consignas nacionalistas) en vista de posibles procesos revolucionarios, contracara de la guerra. Pero esta era una situación extrema. Luego las izquierdas se vieron ante “cuestiones nacionales”, “cuestiones democráticas”, “cuestiones étnicas”, “cuestiones religiosas”, “cuestiones de método”, “cuestiones de género”, “cuestiones comunicacionales”, “cuestiones autonomistas” e incluso, más recientemente, cuestiones teológicas.
Entre ellas, la “cuestión nacional” figura en un término tan importante como la “cuestión democrática”. En cuanto a la primera, ejemplifico con el gran libro de Otto Bauer (1907) “La socialdemocracia y la cuestión nacional”, texto fundamental, entre nosotros publicado por José Aricó. En cuanto a lo segundo, se debe mencionar la evolución del propio Georg Lukacs, que en los años 60, cercano a su fallecimiento, y después de una larga tragedia personal e intelectual, se había convertido prácticamente en lo que entonces se llamaba un “eurocomunista”. Es decir, por más que iba y venía con la expresión “ontología”, ella ya consistía en el reconocimiento de la cuestión democrática, de las etnias, de la diversidad cultural, de la estabilidad de las relaciones entre naciones centrales. En la Argentina, son jalones de estas desafiantes asimetrías y simetrías, un Manuel Ugarte, que había escuchado a Lenin en la Tercera Internacional, (cuando se trata la cuestión de Oriente, es decir, la cuestión nacional-democrática con otro nombre) y un Hernández Arregui después (que se inspira en las “representaciones colectivas” de Durkheim, pero infortunadamente yerra en apartarse de Gramsci y Mondolfo) que lleva hasta sus últimas consecuencias el sintagma “izquierda nacional”. Antes, José Ingenieros le había propuesto a Yrigoyen (1919) un programa de acción que es un antecedente fundamental de una conjunción frentista nueva (irrealizable en ese momento) que entre otras cosas proponía un programa educativo que tomara inspiración en “Sarmiento y Lunacharsky”. De Sarmiento sabemos algo y debatimos mucho. Lunacharsky era el ministro de Educación de la revolución rusa. Puede irritar. Pero donde está lo irritante es dónde se piensa.
Pueden ser estos ejemplos u otros. ¿Pero se ha cerrado ya ese intervínculo entre izquierdas y movimientos sociales historizados, que se componía de un foso donde las primeras se concebían insuficientes y los segundos se veían atascados por sus molicies o singularidades culturales irreductibles? Para las izquierdas que nos interesan (hablamos con tipos ideales, por eso no damos nombres) es evidente que se reabre un capítulo nuevo donde el tema crucial es el de asumir “cuestiones heterodoxas” que obligarían a opacar su nitidez pero a verificar una vigencia posible en formaciones de género popular, acuñadas en viejos odres sociales y memorias nacionales. Es obvio que para ello se precisa que las diversas descendencias y vertientes de las memorias democrático-nacionales contengan también en su diccionario la posición neo-frentista, rehecha y reformulada una vez más mirando ahora hacia direcciones inusitadas. Un mundo donde un rostro terrible que aún no sabemos definir muy bien, y que se diseña bajo la pica de la barbarie política del neocapitalismo, creemos que así lo reclama, en Argentina, en Brasil, y en todo el mundo.
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