Domingo, 16 de octubre de 2016 | Hoy
EL PAíS › COMPLICIDAD JUDICIAL Y RECURSO A LOS MILITARES PARA EL CONTROL SOCIAL
Exonerados los torturadores, las policías siguen ocupando los barrios pobres, no para combatir el delito sino para que los jóvenes no se organicen ni reaccionen contra la política económico-social. En eso consiste la preocupación que Macrì expuso en el Vaticano por la pobreza y el narcotráfico. Su gobierno contempla sumar a los militares a esa tarea, lo cual sería una catástrofe política y humanitaria, mientras la complicidad policial y judicial con el delito sigue siendo decisiva.
Por Horacio Verbitsky
El gobierno nacional cree que con la exoneración de siete de los prefectos que torturaron a dos adolescentes en el Barrio Zavaleta acalla el escándalo puesto en evidencia por la revista La Garganta Poderosa. Pero esa sanción es un paliativo de apuro para tapar las consecuencias de la autonomía concedida y que se repetirán mientras no se modifique la política de control social dispuesta. Los prefectos fueron exonerados “en forma preventiva”, una forma de decir que les sirvieron el postre antes que la cena, ya que recién ahora se realizará el sumario administrativo correspondiente. El maltrato a Iván Navarro, de 15 años, y Ezequiel Villanueva Moya, de 18, no forma parte de ninguna estrategia para combatir delitos, que ninguno de ellos cometió, sino de la política de intimidación de los varones jóvenes pobres que habitan el mayor guetto urbano de la Capital, para que no se les ocurra organizarse y reclamar por la situación económico-social. Lejos de revisar la política que condujo a esta situación, el gobierno la refuerza, con el envío de más fuerzas federales al conurbano bonaerense (en Avellaneda, Lanús, Lomas de Zamora y Quilmes a partir de mañana) y el estudio del empleo de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior para las cuales no tienen capacidad ni formación. Cuenta con la aquiescencia de Sergio Massa, quien durante la campaña electoral pasada propuso enviar a las Fuerzas Armadas a las villas de emergencia y los barrios populares con el pretexto de la inseguridad y la droga y sancionar la pena de muerte sin juicio previo en caso de sospecha de transporte aéreo de esas sustancias. En enero el presidente Maurizio Macrì ya concedió este último punto con el decreto que contempla el derribo de aeronaves, sin acusación, proceso ni sentencia. En el Ejército se siguen con inquietud los movimientos por ahora sigilosos del Ministerio de Defensa tendientes a levantar la restricción legal que impide a los militares hacer de policías. La cúpula ministerial no termina de ponerse de acuerdo sobre el camino a seguir y se contemplan tanto avances parciales por decreto, cuanto reformas legales más adelante cuando las relaciones de fuerza en el Congreso lo permitieran. La democracia argentina ya conoció días aciagos por un desmadre similar, entre 1955 y 1983. Ahora las “Nuevas Amenazas” que sindica el Comando Sur de las Fuerzas Armadas estadounidenses, que ofrece asesores, entrenamiento y material, incluyen fenómenos tan diversos como terrorismo, tráfico de drogas y de personas, catástrofes naturales, indigenismo, pobreza, migraciones y el “populismo radical”, que por supuesto no se refiere a la UCR. Ese rumbo produjo una catástrofe política y humanitaria en México, con los cuerpos militares especializados convertidos en carteles de la droga y escuadrones de la muerte, que en lo que va del siglo han quitado la vida a un centenar de miles de personas (con los periodistas entre los blancos preferidos) sin reducir por ello el tráfico hacia los Estados Unidos, pese a que comparten la frontera más protegida de las Américas.
El empleo de la Prefectura y la Gendarmería en los barrios del sur, que tienen los peores indicadores económicos y sociales de la Capital, comenzó durante el gobierno anterior a partir de 2011. El denominado Operativo Cinturón Sur recurrió como policía de seguridad a esas fuerzas intermedias, que tienen entrenamiento militar, en lugar del personal de las comisarías de la Policía Federal. En 2012 el Ministerio de Seguridad creó además un cuerpo de prevención barrial de la PF para actuar como policía de proximidad. Luego se sumaron otras iniciativas nacionales y locales como el despliegue de la Policía Metropolitana y diversos planes y políticas públicas como el Plan de Abordaje Integral (AHI), que articuló el trabajo de ocho ministerios, el programa de acceso a la justicia de la Procuración General de la Nación (ATAJO) y los Centros de Acceso a la Justicia (CAJ). Un estudio de ATAJO y otro del CELS y del Equipo de Antropología Jurídica que dirige Sofía Tiscornia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, consignaron la buena recepción inicial de ese enfoque, debida al hartazgo por la conducta policial previa y su connivencia con la venta de drogas. El CPB se propuso modificar esa viciosa relación histórica entre las fuerzas de seguridad y los habitantes de los barrios pobres. Con formación en técnicas de mediación, articulación con las organizaciones sociales y coordinación con otras agencias no represivas, su llegada a las villas procuraba ser el germen de una nueva policía. El trabajo se organizó en grupos de tres policías que recorrían manzanas asignadas. Tres bastaban para que se sintieran protegidos, produjeran un efecto disuasivo, promovieran el control entre pares, conocieran a los vecinos hasta construir una relación de confianza y colaboraran con otras agencias del Estado que podían resolver los problemas de los vecinos, pero no eran tantos como para generar el efecto intimidatorio de una fuerza de ocupación. Por ejemplo, en vez de golpear y detener a jóvenes que fumaban marihuana, los derivaban a la SEDRONAR. Además participaban en un programa de formación y capacitación continua sobre uso gradual de la fuerza y resolución de conflictos mediante principios y valores de derechos humanos. Estas innovaciones motivaron primero la resistencia corporativa y, en cuanto los cambios políticos lo permitieron, el regreso a las viejas prácticas abusivas sobre la población. Desde el Ministerio de Seguridad, Nilda Garré había sostenido la política de gobierno político y control sobre el desempeño policial y la noción de la seguridad como un derecho. Cuando Sergio Berni la sucedió al mando (durante la gestión de los hologramas ministeriales Arturo Puricelli y Cecilia Rodríguez) designó a cargo del nuevo cuerpo al comisario Arnaldo Neira, ex jefe del Grupo Especial de Operaciones Federales. Ese GEOF entrenado para ejercer violencia extrema frente al crimen organizado es lo más alejado de la mediación y la solución pacífica de conflictos. Neira había sido relevado cuando uno de sus miembros asesinó en su cama al joven Alan Tapia, contra quien no había cargos por ningún delito. Como era de prever no le interesaron los vínculos con las organizaciones sociales de los barrios, y sus modos de relación con los vecinos fueron una vez más el insulto y la prepotencia. Las patrullas de a tres fueron reemplazadas por grupos de nueve o diez policías, que practicaron un obsesivo control poblacional y vehicular, con reiteradas averiguaciones de identidad, en vez de priorizar el conocimiento del territorio por la construcción de vínculos sociales. Las prepotentes brigadas volvieron a controlar el territorio y lo hicieron notar a los tiros. Berni ordenó no molestar a las fuerzas, con el argumento falaz de que los propios barrios exigen dureza con “los pibes que andan en cualquier cosa”. En el año electoral, se fueron retirando los funcionarios ministeriales de los barrios y cesó la coordinación con otras agencias estatales. Luego de la victoria de la Alianza Cambiemos terminó de desvanecerse el gobierno político de la seguridad y el personal encargado del registro de demandas y denuncias por el desempeño de las fuerzas fue despedido.
“Ahora tenemos a la policía dentro de los barrios y sin control”, dijo uno de los referentes barriales a los investigadores de la UBA dirigidos por María Pita. En una madrugada de abril de este año los vecinos de la villa 31 experimentaron el nuevo enfoque, con el programa denominado sin ironía “Barrios Seguros”. Según la información oficial “patrulleros, móviles de los cuerpos especiales y más de 500 efectivos de la Policía Federal Argentina, con apoyo de la Gendarmería, entraron a la Villa 31 para ‘limpiarla’ de narcotraficantes y recuperar un espacio robado por las mafias. Con enfrentamientos incesantes de ambos lados, las fuerzas realizaron 42 allanamientos, lograron reducir a 13 individuos, decomisaron más de 32 kilos de marihuana, bombas molotov y granadas, para luego instalarse tanto dentro como fuera del perímetro. Desde el momento en que entra el Ministerio de Seguridad de la Nación, retrocede el narcotráfico en nuestro país. Este mensaje es el que llevaremos a lo largo y ancho de nuestra Argentina”. En cambio, los vecinos se quejan por la parafernalia bélica que los despertó, con el sobrevuelo de helicópteros y la presencia de centenares de policías y perros. Desde entonces quedaron dos tanquetas en los principales ingresos a la villa, donde los vecinos son controlados con armas largas las 24 horas del día, sin excluir a los chicos que van a la escuela. Uno de 17 años le contó al investigador Mariano Skliar que todos los días el retén policial instalado en la esquina de su casa lo obliga a colocar el dedo en un scanner para comprobar si tiene antecedentes penales o pedido de captura. “Ya tengo ganas de decirle: amigo soy el mismo que ayer, si ayer no tenía nada hoy tampoco, dejame ir a la escuela”. Un cerco similar a los pobladores se verifica en la Villa 21-24, donde conviven cuatro fuerzas de seguridad (Policía Federal, Metropolitana, Prefectura y Gendarmería) haciendo la vida más difícil a quienes viven allí. Esto legitima los discursos sociales estigmatizadores. “Es terrible ¿Qué somos nosotros? Siguen apuntando todo aquí, ¿y hacia afuera qué?”, dice un vecino. En el trabajo de campo, el equipo de Antropología Jurídica recogió quejas por el trato autoritario de la policía: modales soberbios y ofensivos hacia los jóvenes hijos de migrantes, acoso a mujeres, en especial menores, y connivencia con “actividades delictivas que suceden en el barrio y que requieren cierto grado de organización para operar”. Según el estudio, “las visitas policiales durante ciertas franjas horarias a determinadas viviendas son atribuidas por los entrevistados al pago de coimas para garantizar la protección y continuidad del ingreso y distribución de la mercadería. Del mismo modo, la ausencia de la policía en determinados horarios y sectores del barrio son interpretadas por vecinos y jóvenes como una liberación de zonas que colabora con la comisión de delitos”. Con Macrì y Patricia Bullrich la policía recuperó lo que uno de los entrevistados llamó “participación en negocios y mercados ilegales”. Un referente de la villa 21-24 dijo que “la corrupción mayor que hay es la policial, siempre fue así. Nunca hubo un narco, nunca hubo un poderoso a decir ‘yo manejo’, siempre fue la poli la que manejaba y digitó todo”. Los registros judiciales confirman esta apreciación. Tanto en la Nación como en las provincias, los negocios más rentables son regulados o explotados por las fuerzas de seguridad y los gobiernos, que no lo ignoran, se limitan a enrostrar el problema al adversario político. Al principio la constante rotación y la falta de experiencia en zonas urbanas de Gendarmería y Prefectura se consideraban positivas, luego se comprobó que eran sus principales carencias. El presidente de la villa dijo que se negó al requerimiento de Gendarmería de firmar como testigo en la detención de “un grupo de jóvenes asociados al delito”, por temor a las consecuencias. Entonces los gendarmes interceptaron para ello a un grupo de jóvenes que pasaban. El referente concluye con indignación: “Eso después genera una guerra interna adentro”. Sólo una firme conducción política y técnicas de control que además del Poder Ejecutivo deben incluir a la justicia, pueden preservar al personal de la contaminación con los delitos que debe combatir, por lo cual el trabajo al interior de las fuerzas es fundamental para cualquier programa de seguridad que no termine con el postre de la exoneración servido antes de la cena.
Es difícil imaginar peor desatino que el regreso militar a funciones policiales. Luego del terrorismo de Estado y de la desprofesionalización verificada en la guerra de las Malvinas, el sistema político logró reformatear el rol castrense, con el deslinde nítido entre la Defensa Nacional y la Seguridad Interior. Esa separación quedó institucionalizada en la ley de Defensa, promulgada en 1988 por el presidente Raúl Alfonsín; la de Seguridad Interior que el Congreso votó en 1991 cuando gobernaba Carlos Menem; la de Inteligencia Nacional, que los acuerdos suprapartidarios le impusieron a Fernando De la Rúa en 2001, y en el decreto reglamentario de la ley de Defensa que Néstor Kirchner firmó en 2006. Los 18 años transcurridos entre la ley y su reglamentación se deben a Horacio Jaunarena, un político radical bonaerense que ocupó el Ministerio de Defensa con los presidentes Alfonsín y De la Rúa y con el senador Eduardo Duhalde, que ocupó en forma interina el Poder Ejecutivo por unos meses. Además de incumplir su reglamentación, Jaunarena intentó enmendarla. En 2001 propuso la fusión de la Armada y la Prefectura, para crear la “Marina Argentina” o, en términos del especialista en Ser Nacional Roberto Fontanarrosa, la Armadura. Dos años antes el superministro de Menem, Carlos Corach, había propuesto la militarización de la seguridad interior desde la Asamblea General de la OEA que sesionó en Guatemala, donde adujo que “los verdaderos desafíos” de la década eran “el narcotráfico, el terrorismo y el crimen organizado”. El Congreso frenó esas tentativas. En ambos casos tuvo un rol destacado el senador Roberto Ulloa, un capitán de navío de la Armada que fue interventor militar en Salta durante la última dictadura pero que aprendió la lección. En 2001, durante una audiencia en el Senado, Ulloa le dijo al ministro Ricardo López Murphy mirándolo fijo: “Tenemos perfecta conciencia de la presión de Estados Unidos para involucrar a nuestros militares en la lucha contra el narcotráfico. Como bien sabrá todos nosotros nos oponemos”, le dijo.
Por entonces, Jaunarena presidía la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados, en cuya agenda incluyó los cortes de rutas, lo que llamó “indisciplina social”, la interrupción de servicios públicos, catástrofes naturales y atentados terroristas. En 2002, de nuevo ministro, Jaunarena confesó que no había reglamentado la ley de Defensa porque no estaba de acuerdo con su texto y espíritu, que llamó anacrónicos. Lo hizo en un seminario organizado por Eduardo Menem y Roberto Dromi donde, junto con el jefe del Ejército Roberto Brinzoni, propuso la militarización de la seguridad interior y la intervención castrense en el conflicto social, con la creación de un superministerio de Defensa y Seguridad que también se encargaría del control de la criminalidad callejera, la documentación personal, las aduanas y las migraciones. Brinzoni lo describió como una pirámide verdeazul, en cuya base estaría la lucha contra el delito callejero. Expuso estadísticas sobre el incremento de delitos en zonas urbanas, identificó un área crítica, entre el sur de La Plata y el norte de Rosario, en la que viven 10 millones de pobres, y vaticinó que volverían a producirse saqueos y desórdenes en la Capital Federal y la provincia de Buenos Aires. Tres lustros después, con el ministerio de Defensa en manos de su partido, esos conceptos reaparecen, como la principal amenaza a la democracia argentina.
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